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Aquella divina izquierda

Hubo una Barcelona que quiso convertirse en la capital intelectual de España; que intentó buscar en el exterior las luminosidades que se tornaban esquivas tierra adentro; que se ganó merecidamente la condición de oasis cultural de la península y foco de atracción para creadores de ambos continentes. Fue la Barcelona que alumbró el boom, que vio nacer editoriales hoy señeras y que brilló en el campo de las artes y las letras con un fulgor del que todavía se pueden atisbar ciertos destellos. ¿Era aquella Barcelona una ciudad real, concreta y tangible, o sólo la imagen que en torno a ella construyeron quienes fueron arte y parte en el proceso? Probablemente la verdad se halle en el justo término medio entre ambos supuestos, y aunque la urbe actual, posolímpica y agobiada por el turismo, se parezca cada vez menos a la de entonces, no dejan de pervivir en ella los ecos del tiempo en que los madrileños, tras sus viajes a la ciudad condal, regresaban a sus predios asegurando que Barcelona era «otra cosa».

"El término gauche divine («izquierda divina», en francés) nació en octubre de 1967, cuando el crítico Joan de Sagarra lo empleó para referirse en su columna del vespertino Tele-eXprés a los asistentes a la presentación de la editorial Tusquets."

Vuelvo con frecuencia a esas reminiscencias, siempre que desembarco en la estación de Sants y el editor Sergio Gaspar tiene a bien obsequiarme con un paseo por algunos de los escenarios insignes de aquellos años vanguardistas y felices. He vuelto a ella estos días gracias a un libro que desconocía y de cuya existencia me alertó Miguel Munárriz, que algo sabe de mis filias y fobias culturales. Se trata del espléndido El discreto encanto de la subversión (Laetoli), en el que Alberto Villamandos (San Sebastián, 1978) disecciona con gran amenidad y mejor ojo el fenómeno de la gauche divine, aquel núcleo de creadores que durante la década de 1960 se ocupó de marcar el compás al que bailaría la cultura más avanzada del momento. Se trataba de un grupo tan rico como heterogéneo en el que tenían cabida escritores (Terenci Moix, Pere Gimferrer, Luis Goytisolo, Félix de Azúa, Manuel Vázquez Montalbán, Juan Marsé), arquitectos (Ricardo Bofill, Oriol Bohigas, Óscar Tusquets), fotógrafos (Oriol Maspons, Colita, Xavier Miserachs), cineastas (Joaquín Jordá, Jacinto Esteva, Carlos Durán, Gonzalo Suárez), autores de cómics (Enric Sió), cantautores (Guillermina Motta, Joan Manuel Serrat) o editores (Jorge Herralde, Josep Maria Castellet, Esther Tusquets, Beatriz de Moura, Rosa Regàs). Les unió una oposición al régimen franquista fundamentada en lo cultural y con no demasiados agarres políticos, pero también el alejamiento de la seriedad ortodoxa de una izquierda de la que, al menos sentimentalmente, todos se sentían parte. Una suerte de burguesía desencantada que encontró en la cultura el paraíso artificial desde el que reivindicar sus postulados. A partir de ahí, el grupo —si el término es admisible— era tan diverso como las personalidades que lo integraban, y algunos de sus componentes no siempre entendieron la ironía con que se refirieron al conjunto los miembros de procedencia más humilde, como Vázquez Montalbán, Marsé o los hermanos Moix, Terenci y Ana María. Esta última —de la que Laetoli ha publicado recientemente Semblanzas e impertinencias, una recopilación de artículos que vieron la luz en la década de 1970— incluyó en su libro 24 horas con la «gauche divine» una nómina de miembros que llegaba a incluir a Copito de Nieve, el famoso gorila albino del zoo de Barcelona. Oriol Regàs, en esa misma obra, era bastante duro a la hora de calificar a quienes para unos eran verdaderos visionarios y para otros simples niños pijos como «gente de izquierdas que hacía todo lo posible por vivir como gente de derechas».

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El término gauche divine («izquierda divina», en francés) nació en octubre de 1967, cuando el crítico Joan de Sagarra lo empleó para referirse en su columna del vespertino Tele-eXprés a los asistentes a la presentación de la editorial Tusquets. El que se tratara de un acto público resulta paradigmático, porque uno de los rasgos que caracterizan el modus operandi de la gauche divine tiene que ver en la percepción del creador como sujeto de su propia obra y, a la vez, objeto de un marco de mayor alcance, ése en el que la cultura se inscribe dentro de la sociedad del espectáculo a la que se refiriera Guy Debord. Tan importante es ver como ser visto. De nada sirve ser, ni estar, si los demás no saben que eres ni que estás.

"En este libro hay fascinación por aquel proyecto de modernidad surgido en medio de la grisura de un régimen dictatorial."

Ese año, 1967, es una de las fechas nucleares. Nace también el sello Anagrama, se organiza un encuentro de intelectuales en la Escuela de Diseño Eina y se inaugura la luego mítica sala Bocaccio. Villamandos, sin embargo, adelanta un año el hecho inaugural para remontarse al 9 de marzo de 1966, cuando 500 profesores, estudiantes e intelectuales, entre los que se encontraban Salvador Espriu o Agustín García Calvo, se encerraron en el convento de los capuchinos de Sarriá para fundar el Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona. El hito de clausura, curiosamente, lo hace coincidir con otro encierro: el que se produjo en el monasterio de Montserrat en diciembre de 1970, tras las condenas dictadas en el llamado «proceso de Burgos», y cuyos prolegómenos se desarrollaron en las mesas de dos pubs tan paradigmáticos de su época como eran el Bocaccio y el Tuset.

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El discreto encanto de la subversión plantea un viaje por aquellos años a partir de la nómina de componentes de la gauche divine, de la ciudad que habitaron y recrearon y del análisis de algunas obras que, a su modo, resumen la forma de ver el mundo de un grupo que optó por mantener frente al régimen franquista un inconformismo de perfil bajo, o limitado sólo a los aspectos culturales, a fin de no perder el estatus que le confería su clase acomodada. En esa afirmación radica una de las tesis principales del libro, aunque en ningún caso se desmerecen los logros conseguidos por creadores que dejaron impronta y cuya huella permanece bien visible en nuestros días. El propio Alberto Villamandos recuerda que ya la gauche divine tenía engrasados los mecanismos capaces de engendrar su propia autocrítica —se han mencionado los casos de Vázquez Montalbán y de Marsé, no estaría de más mencionar a Carlos Barral, quien siempre alabó el acierto de la etiqueta inventada por Sagarra—, y sería injusto negar que aquellos días de vino y rosas entre Barcelona y la Costa Brava, principalmente Cadaqués, propiciaron un estado de gracia que atrajo hasta el Mediterráneo a Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa, a la par que consolidaban el cine experimental de la Escuela de Barcelona y plantaban el germen de los Nueve novísimos poetas españoles, aquella antología que impuso una alternativa a la poesía social de la década anterior.

el-discreto-encanto-de-la-subversion«En este libro hay crítica, pero también hay fascinación», escribe Villamandos en su documentadísimo y atinado estudio. Crítica a esa frivolidad no siempre bien medida con la que los componentes de la gauche divine contemplaban la vida que discurría por sus alrededores. Fascinación por aquel proyecto de modernidad surgido en medio de la grisura de un régimen dictatorial. Por aquellos años cada vez más lejanos en los que Barcelona era, según decían, otra cosa.

 

Título: El discreto encanto de la subversión Autor: Alberto Villamandos Editoral: Laetoli. Venta: Amazon y FNAC

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