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Beaumont, prosa de heroína

Beaumont, prosa de heroína

¿Quién —o qué— fue Charles Beaumont? ¿Un hombre maravillosamente ingenioso, una máquina acelerada que superó en fantasía a la mayoría de los escritores de su tiempo, y que, de tanto brillar, envejeció y se desmanteló (por desgracia para todos) demasiado pronto? Hombre o máquina, si Twilight Zone, o, como fue conocida en español, La dimensión desconocida (1959-1964), es una de las series más importantes de la historia, e influyente hasta el extremo de que cincuenta años después de su cancelación en CBS —Rod Serling, su creador, dijo que en realidad “era él quien había cancelado al canal”— Black Mirror tiene una deuda impagable contraída con ella, lo cierto es que Beaumont fue uno de sus mejores guionistas, superior, muchas veces, al propio Serling y a un nombre tan grande del fantástico como Richard Matheson (los tres, con escasas excepciones, se repartieron los créditos de guión de toda la serie).

Beaumont tuvo mala suerte y aunque hubo un tiempo en que su nombre estaba en todas partes —periódicos, revistas populares, desde Playboy a The Magazine of Fantasy and Science Fiction—, después pasó por un largo olvido que su amigo y colega Ray Bradbury recuerda con pesar y desconcierto en el prólogo que acompaña a esta edición: un prólogo, dicho sea de paso, en el que Bradbury escribe algunas sandeces (véase en especial la pag. xv), y que palidece sorprendentemente al lado de los recuerdos de Beaumont que William Shatner, actor y no escritor, reconstruye en las páginas finales del libro. No deja de resultar curioso, por otro lado, que Bradbury eche pestes de un tipo de literatura a la que pertenece, entre otros, el embelesado narrador (Thomas Wolfe) de cuyo estilo se apropió. Y me duele calificar de sandeces las palabras de Bradbury porque adoro sus relatos —es decir: cuando acierta—, ¿pero de qué otra manera se puede calificar a esto?

Soy consciente del riesgo que corro al atreverme a usar aquí la palabra, verdaderamente clave, de “diversión”. Ello bien podría sambenitar a Beaumont y hacer que los intelectuales agonizantes y estrujapatos del mundo lo condenen al infierno. Pues, como habrán notado, uno sólo puede agonizar como ellos. Si usted no suda sangre por cuartos o litros, si no piensa en voz alta y fuerte —o silenciosa y pesadamente—, si no muestra en el rostro las huellas del martirio y el glorioso masoquismo del literato, usted, señor o señora, no es un escritor. ¿Su novela lo ha mantenido veinte años clavado en una cruz ante su máquina de escribir? ¡Espléndido! ¿Dice usted que ha reescrito su cuento ochenta y nueve veces y aún no está satisfecho con él? ¡Magnífico! ¿Su drama en tres actos ha estado irritándole los ojos durante diez mil revisiones? Se ha ganado la Croix de Guerre. Pero no se sorprenda si al salir de casa tropieza con una pila de ejemplares de sus aburridas obras. ¿Literatura, dice? No: “Sujetapuertas” me parece un término más apropiado.

Ignoro cuándo empezó el tipo de escritura —o interpretación de la escritura— masoquista, depresiva, de “¡oh, Dios, qué tortura!” o “Jesús, ¿es que no acabará nunca?”. Huele a Byron, pero estoy seguro de que él llevaba más schnapps encima. El Ulises de Joyce hizo de un viaje a través del tedio un estilo de vida…

En realidad, Byron escribía aún más rápido que Bradbury, aunque una de sus muchas letanías sobre la literatura es que odiaba escribir. Pero sus relatos más famosos, los llamados cuentos turcos, los escribía en cuestión de una semana, incluso a veces en tres noches —“El Giaour”—, mientras se ponía el pijama. Por otro lado, despreciar el sufrimiento como parte de lo que mueve a un escritor (Nerval y sus dos versiones de Aurélia, Proust y su terror a morir antes de completar su catedral, Bernhard odiando a todo el mundo y escribiendo como quien se toma su cicuta: los ejemplos se encuentran por docenas) es tan ridículo como pensar que sólo es lícito escribir con una sonrisa de necio pintada en la cara. En el caso de Bradbury, además, la diversión se vuelve pura cursilería cuando esa sonrisa se tiñe de nostalgia, y por más que para mí sea uno de los grandes escritores de cuentos de género fantástico del pasado siglo —es decir: cuando acierta—, hay momentos en los que hasta el más aburrido de los Ulises es infinitamente mejor que la más divertida de sus ferias de las tinieblas.

"Beaumont consigue arrancarnos de los lugares en los que nos hemos acostumbrado a levantar nuestra casa para llevarnos a los dominios desconocidos de la imaginación arrebatada"

¿En cuanto a los relatos de Beaumont? Siendo justos con él, si algo se puede decir es que las buenas palabras que encontramos en aquellos de sus contemporáneos que lo leyeron y lo admiraron no eran en ningún caso exageradas. Beaumont es un escritor de género, americano, muy de su época (1950/1960), lo que conlleva una escritura acelerada, un cierto desinterés en los efectos estilísticos que no lleguen a la consciencia del escritor sin avisar —el zen aplicado al arte narrativo que abanderaba el mismo Bradbury— y una voluntad de someterlo todo a las necesidades de la historia a relatar y a la imaginación ya sea atada o desatada. ¿Literatura sin cortar? Más bien literatura intravenosa, una prosa de heroína frente a los ensueños producidos por el opio de la literatura que tanto parecía irritar a Bradbury. La diferencia entre una y otra se encuentra en la velocidad del efecto que causan, independientemente de los medios; y pese a los prejuicios del autor de Crónicas marcianas, cualquiera de las dos puede producirnos el tipo de estremecimiento que no siempre deparan las experiencias cotidianas o que solamente éstas pueden llegar a despertarnos cuando nos arrancan de las zonas de confort en las que construimos esa cosa ambigua y fragilísima que llamamos una vida.

Con la misma violencia de Roald Dahl, de Matheson o del propio Bradbury en sus mejores momentos, pero con una inventiva muy personal que lo sitúa entre los más grandes del relato fantástico, Beaumont consigue arrancarnos de los lugares en los que nos hemos acostumbrado a levantar nuestra casa para llevarnos a los dominios desconocidos de la imaginación arrebatada, casi siempre en busca de ese giro sorprendente que nos deja flotando a la deriva en centelleantes y misteriosos universos soñados. A veces —como en el relato que abre el libro— puede recordarnos al Cortázar que seguramente Beaumont nunca leyó. Otras nos presenta ante un mundo distópico —“Gente guapa”— que empieza a ser el nuestro. Hay un relato, “Es imposible tenerlas a todas” (1956), que es una recreación, diría que involuntaria —puesto que su tema no deja de ser una fantasía recurrente—, de un relato de Nabokov (“Un cuento de hadas”, 1926). (A cambio, una narración, que no pertenece a esta antología —“The Crooked Man”—, se adelanta cuarenta años a un relato ya no tan distópico de Martin Amis, “Narrativa hetero”.) Y si el trabajo de traducción ha quedado en las extraordinarias manos de Óscar Mariscal nada más se puede pedir. O tal vez sí: el resto de narraciones y novelas encantadas que constituyen toda la obra del maravilloso Charles Beaumont.

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Autor: Charles Beaumont. Título: Tal vez soñar y otras historias de la dimensión desconocida. Traducción: Oscar Mariscal. Editorial: El Paseo. Venta: Todos tus libros.

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