Me la imagino en el asiento trasero, ajena al chófer que conduce con prudencia el vehículo diplomático que le han prestado. Son los únicos que pueden acercarse a los territorios ocupados por lo alemanes. No lleva ni una semana de corresponsal y ya la han enviado a Polonia para informar sobre la creciente tensión en Europa. Tensa, así está ella, con el corazón repercutiendo cada bache del camino. En su libreta anota a trompicones, con garabatos ilegibles, lo que parece evidente: los alemanes se están preparando para invadir Polonia. Los únicos vehículos que se cruzan en su camino son militares. En un recodo del camino una ráfaga de viento levanta los parapetos de arpillera que ocultan los tanques. Las filas de motos militares son interminables. Ella, nacida en una granja de Leicester hace tan solo 27 años, está siendo testigo de un hecho histórico. Pero no quiere precipitarse ni hacer suposiciones. Los hechos son los hechos y eso va a contar. Lo que ha visto. Movimientos militares, preparativos, el anticipo de lo que no tiene ya remedio aunque los políticos no lo sepan.
Lo cuenta con detalle, prudencia y alma, sus características como reportera y como mujer. Su crónica muestra con claridad los hechos, sin interpretaciones. Solo es una corresponsal novata de The Daily Telegraph y bastante difícil ha sido que el editor del periódico confíe en ella, no puede errar. Sospecha que su contratación se debe a la escasez de otras opciones: en 1939 no hay demasiados británicos en esas tierras y menos aún que dominen el idioma. Esa crónica, entre la prudencia y la osadía, será portada al día siguiente. Inglaterra amanece con la información de una joven reportera que entre líneas destila lo que teme, lo que sabe que terminará por pasar. La noticia tiene el sabor acre de la guerra, que tan bien conocen los ingleses, incluso antes de estallar. El artículo lo firma «From our own correspondent» ―De nuestro propio corresponsal―. Pocos imaginan que es una jovencísima reportera.
Aguanta tres días esperando acontecimientos, tres días de nervios, de decidir si salir de nuevo a la carretera, de mirar al teléfono, de recordar el disgusto de su madre cuando se empeñó en viajar a Varsovia, de preguntarse si sus sospechas son ciertas o si vale la pena jugarse la vida por dar una noticia; tres días para convencerse de que el momento ha llegado y su destino es contarlo. No tiene miedo.
El 1 de septiembre, de madrugada, el estruendo del fuego antiaéreo despierta a Clare en su hotel de Katowice. El rumor de los bombarderos alemanes amenaza el cielo, el futuro, la historia. Rápidamente se acerca a la ventana con el corazón taladrándole el pecho y la garganta seca. Sabe lo que se va a encontrar antes incluso de verlo. Ahora sí, no tiene duda: Alemania está invadiendo Polonia, y ella, Clare Hollingworth, 27 años, inglesa, es probablemente el primer y único testigo internacional de un hecho de magnitud mundial. No se trata de los relatos que su padre le contaba de niña mientras visitaban escenarios dramáticos marcados con sangre durante la Gran Guerra. Es el presente y la historia la abraza, la engulle.
Su primera llamada es para su compañero Hugh Carleton Greene, corresponsal del diario en Varsovia, para informarle y contrastar, pero a este le desmienten la posibilidad de la invasión porque la diplomacia sigue con sus conversaciones. Clare se desespera, los bombarderos no vienen en misión diplomática ni están en prácticas como el oficial ha sugerido a su compañero.
Su siguiente llamada, a la embajada británica en Varsovia, es directa y sin ambages: la guerra ha comenzado. El oficial escucha con incredulidad la voz femenina que desde el otro lado explica con apremio cómo las fuerzas germanas están avanzando hacia el corazón de Polonia. ¿Qué hace una inglesa en Polonia? ¿Está usted segura? Se la toman a broma. Su interlocutor llama a otro oficial para dilucidar si se trata de una neurótica asustadiza o puede dársele crédito.
Y no son las palabras las que convencen a los oficiales sino el sonido directo, inconfundible, que les llega cuando Clare, exasperada, saca el auricular por la ventana para transmitir sin intermediarios el estruendo metálico. «¡Escuche!»
En 1939 las reporteras son casi invisibles ―las de guerra sin el casi―, pero es una quien da la primicia al mundo entero del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Clare Hollingworth no fue la primera, ni mucho menos. Antes hubo otras. Incluso en España tuvimos nuestras pioneras que cayeron en el olvido a pesar de tener vidas de película. Alguna, como Margarita Ruiz de Lihory, tuvo que firmar sus artículos como corresponsal de guerra con pseudónimo masculino y desapareció de la memoria colectiva hasta hace muy poco, cuando se la rescató no por su papel como corresponsal de guerra o espía sino por su lado más escabroso, en la serie El Caso.
Hollingworth termino su corresponsalía en Polonia y siguió con otras, con las que le dejaron. En los 40s, a diferencia de sus compañeros de profesión, a las corresponsales de guerra no les daban acreditación oficial; incluso militares como el Mariscal Montgomery se negaron a que trabajara en primera línea y la obligaron a abandonar el frente. No desistió, fichó por el Chicago Daily News y cubrió la lucha en Argelia liderada por el general Eisenhower. Siguió en activo hasta 1981 y ha muerto el 10 de enero a los 105 años después de haber conocido a personajes de relevancia mundial ―fue la última en entrevistar al Sha―y de haber cubierto gran parte de los conflictos bélicos del hemisferio norte. Lo hizo sin perder, según he podido leer, su capacidad de asombro y de compasión ante el sufrimiento ajeno. Es de esas personas con las que me gustaría haber pasado una tarde con una taza de té y muchas horas para hablar por delante.
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