Gracias al documental Robles, duelo al sol, dirigido por Sonia Tercero Ramiro (Time Zone Producciones), con el apoyo de TVE y de la Agencia Dos Passos, tuvimos la oportunidad de adentrarnos en la fascinante historia de John Dos Passos en la España de 1937 y de conocer al nieto del escritor, John Dos Passos Coggin, con quien, desde entonces, mantenemos una relación de amistad.
John es una persona afable y cariñosa que mantiene vivo el recuerdo de su abuelo, como demuestra la Dos Passos Conference, un congreso bianual en el que participan más de treinta especialistas en la obra del autor de Manhattan Transfer, y que, gracias a los auspicios de la profesora Rosa Bautista, se reunieron hace dos semanas, y por primera vez en España, en la Universidad Alfonso X el Sabio, de Madrid.
Debido a la amistad que mantenemos con John Dos Passos Coggin, le hemos pedido para Zenda un artículo suyo que había publicado en Norteamérica y que, en traducción de Rosa Bautista, ofrecemos ahora a los lectores de nuestra revista. Se trata de un texto sobre Best times, que en España publicó Seix-Barral con el título de Años inolvidables, y en el que John Dos Passos evocó los mejores momentos de su vida.
Best times, por John Dos Passos Coggin
El autor norteamericano John Dos Passos, mi abuelo, comienza sus memorias tituladas The Best Times (1966) [en español Años inolvidables, trad. José Luis López Muñoz, Seix Barral] con una semblanza de su padre, John Randolph Dos Passos, un prestigioso abogado neoyorquino perteneciente a la segunda generación de una familia de emigrantes portugueses. Ya entrado en años, el hijo tiene las cartas de su padre sobre la repisa de la chimenea. El hijo escribe: “Muchas veces me pongo a releer estas cartas, pero siempre me siento como si un puño enorme me encogiera el corazón. Sencillamente no puedo continuar. Son las cartas que me escribió mi padre en los últimos años de su vida”.
Cuando entre abuelo y nieto ha trascurrido mucho tiempo, las cartas sirven para conectar la muerte con la vida. Y es que, según voy cumpliendo años, aprecio cada vez más la elocuencia de las memorias de mi abuelo y sus palabras impresas cobran un valor exponencial, sobre todo desde que decidí dedicarme yo también a escribir.
Años inolvidables enseña y emociona. Aunque su cronología es parcial pues abarca nada más hasta la década de 1930, su impresionismo es tan magistral que resulta una historia íntegra y completa. Las ramas principales del árbol genealógico familiar de los Dos Passos están vívidamente bosquejadas. John Randolph Dos Passos, a quien llamaban “John R.” o “El Comodoro”, ocupa una posición central en el retrato, y hay algunas pinceladas reveladoras hasta para mi tatarabuelo de Madeira, Manoel dos Passos.
La personalidad influyente y arrolladora del “Comodoro” pervive en su semblanza. “Lo recuerdo como un hombre bajito de espaldas anchas, muy calvo, con unos bigotes grises y puntiagudos como los cuernos de un toro de lidia… Había cierto desafío desenfadado en el modo en que llevaba las puntas de los bigotes enrolladas hacia arriba. Reflejaban su estado de ánimo. Las escasas veces en las que lo veía con los bigotes caídos me quedaba descompuesto de consternación”.
Mi abuelo heredó aquella tendencia a recorrer la vida a toda vela. Los recursos que empleó para evocar sus recuerdos en Años inolvidables —olores, imágenes y sonidos— son un festín para los sentidos que también nos brindan sus novelas. John Dos Passos era un degustador nato, no solo de los buenos vinos, sino de todos los demás manjares de la vida. Y a la vez, sabía que las cosas pequeñas y ordinarias podían saciar el espíritu. Una buena jornada quitando malas hierbas del huerto, o un paseo por la montaña, le sentaban a las mil maravillas.
Prácticamente cualquier cosa relacionada con España era pretexto suficiente para coger la pluma. “Lo que más disfruto” —escribe Dos Passos— “es la Sierra de Guadarrama; la larga cordillera de montañas marrones al norte y al oeste. Tras ellas, la puesta de sol es gloriosa. Nunca en mi vida he visto puestas de sol como aquellas; te remueven el alma como un cocinero remueve un caldero pero ¡ay! con cucharón de oro”.
John Dos Passos detestaba ver cómo sus amigos sucumbían a la autodestrucción. Admiró a F. Scott Fitzgerald y elogió su talento en Años inolvidables. Cuando Scott hablaba sobre literatura, sus ideas “se tornaban claras y sólidas como los diamantes. No apreciaba los paisajes, no tenía gusto para la comida ni el vino ni la pintura, ni oído para la música salvo que fueran cancioncillas populares, pero era un auténtico profesional de la literatura. Todo lo que decía al respecto merecía la pena”.
Tras sobrevivir a la mayoría de sus colegas de la generación perdida, mi abuelo encontró espacios sociales que llenaron sus últimos años. Fortaleció amistades viejas y nuevas con escritores, científicos y granjeros que compartían su incombustible entusiasmo por la vida. Buscaba compañía que combinara ambición y sentido común a partes iguales. Dado que Años inolvidables se escribió tan solo cuatro años antes de la muerte de su autor, los viejos conocidos se presentan a través del filtro de su mentalidad madura. “Picasso era un hombre pequeño, oscuro y cerrado”, escribe Dos Passos, “no había en él la genialidad improvisada que hace que por lo general sea tan fácil entenderse bien con los españoles… Era la destreza personificada. Lo que le faltaba era humanidad”.
En Años inolvidables hay también odas memorables a E.E. Cummings, poeta, pintor y amante de los animales. Es posible que mi abuelo viera en Cummings algo de sí mismo también: una entusiasta predisposición por disfrutar de los más mínimos detalles de la existencia. “La emoción de Cummings por determinadas cosas”, recuerda Dos Passos, “era tan contagiosa como la de un niño. Los abetos de navidad, las estrellas, los copos de nieve. Los elefantes eran su tótem. Jamás me habría gustado tanto la nieve de no haber caminado por Washington Square con Cummings en medio de una tormenta invernal. Adoraba los ratones. Siempre se fijaba en los gorriones y en todas las criaturas apocadas y vivaces de mirada brillante”.
Para mí, cada pasaje de las memorias de mi abuelo es una guía de cómo vivir la vida y de cómo escribir. Pero no hay en ellas didactismo, solo momentos emocionales únicos y una lucidez que solo pueden alcanzar los que navegan tan lejos y con tanta determinación como él lo hizo, en busca de amigos, costumbres, culturas y sabores nuevos y distintos.
Cuando leo Años inolvidables en un día de invierno, me recreo figurándome a mi abuelo en uno de sus miles de paseos interminables, por montañas, valles y tierras desérticas. Como otros grandes exploradores-caminantes americanos, John Muir antes que él y Lawton Chiles “el Caminante” después, Dos Passos rejuvenecía y se llenaba de energía en la carretera. Se entusiasmaba si por el camino encontraba alguna piedra, la piel de una serpiente, o una nube curiosa que le sugiriese alguna idea. Me gusta imaginármelo al final del camino en lo alto de una montaña, contemplando la inmensidad y narrándola: haciendo lo que mejor sabía hacer.
Mi abuelo sabía del valor de la memoria. “En tiempos de cambio y peligro en los que la razón humana atraviesa arenas movedizas”, escribió, “el sentido de continuidad con las generaciones que se fueron puede lanzarnos una línea de vida en un presente incierto”.
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Texto original publicado en Washington Independent. Traducido por Rosa Bautista, doctora en Literatura Norteamericana por la UAM y profesora de Traducción en Universidad Alfonso X el Sabio y en el Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la UCM (eventos.uax.es).
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