Inicio > Firmas > Notas al margen > Sus ecos en nosotros
Sus ecos en nosotros

Doble de Ripley

Sigo en Italia, aunque ya haya vuelto, gracias a una doble militancia que me tiene estos días oscilando entre el Ripley adaptado de Steven Zaillian y el Ripley original de Patricia Highsmith, es decir, entre la serie que Netflix ha lanzado como uno de sus platos fuertes para esta primavera y la novela que la inspiró, una referencia ineludible dentro del género negro que leí hace veinte años y a la que no había tenido hasta ahora la curiosidad de regresar. Lo hago, fundamentalmente, para comprobar que esta nueva versión fílmica no es absolutamente fiel a las páginas que la auspician, pero el talento y la astucia narrativa de Highsmith, por un lado, y el virtuosismo y el buen gusto de Zaillian, por otro, me permiten olvidar pronto el cotejo para entregarme desenfadadamente al disfrute de una y otra. Que la novela es espléndida lo sabe todo el mundo desde que vio la luz, a mediados del siglo pasado, e hizo fortuna de tal modo que terminó siendo no una pieza única, sino el inicio de una serie que conocería cuatro entregas más, y el acta fundacional de un nuevo tipo de villano que a partir de entonces remitiría inexcusablemente al personaje en torno al cual gira su trama. La serie, quizá esto sí haya que decirlo, es magnífica. Su director rehúye las tentaciones más recurrentes del género al que se entrega —porque Ripley viene a ser un thriller, aunque su arquitectura permita o aconseje entrecomillar el término, o cuando menos añadirle el apellido psicológico, como gusta de hacer cierta crítica— para entregarse a un ejercicio que resulta innovador justamente por su apelación al clasicismo, por su reivindicación de una mirada tranquila frente a los montajes vertiginosos que han devenido en signo de los tiempos. Los planos largos y pausados, los diálogos en los que tanto importan las palabras como miradas, el tratamiento visual de unos interiores y unos exteriores seleccionados con sabiduría y mimo, actúan a modo de impugnación contra los arquetipos establecidos, y las decisiones con que se enriquece el trasfondo de la novela —la apariencia madura del protagonista, la localidad real de Atrani cumpliendo el papel de la ficticia Mongibello, la obsesión por Caravaggio que da sentido a las soluciones formales que se aplican en la pantalla— no pueden resultar más afortunadas a la hora de cohesionar el conjunto y dotarlo de una coherencia exquisita. No lo hicieron mal ni René Clement con Alain Delon ni Anthony Mingella con Matt Damon, pero Steven Zaillian ha dado un paso bien firme para que Andrew Scott se convierta desde ahora en el Ripley por antonomasia, y que su apuesta formal merece, cuando menos, un aplauso rotundo por su defensa de la contemplación tranquila en estos tiempos tan inútilmente apresurados.

Aquellas librerías

"El corazón, sin embargo, se resiste a abandonar su convicción de que Salamanca empezó a ser un poco menos Salamanca cuando el viejo local de la calle Azafranal cerró sus puertas"

Me envía Agustín Rivera un artículo que ha publicado en Zenda acerca de las librerías de Salamanca —una ciudad en la que tanto él como yo vivimos hace tiempo, aunque no en la misma época— por el que me entero de que ya no está la Víctor Jara en el lugar que estuvo siempre —aún seguía allí la última vez que pasé por ribera del Tormes, pronto hará seis años—, constato la triste desaparición de Galatea y me siento levemente reconfortado al saber que continúa Plaza Universitaria con sus escaparates a ras de suelo frente al costado septentrional de la catedral nueva. Lo que predomina, sin embargo, es la nostalgia, como me ocurre siempre que alguien trae a colación la vieja Cervantes, esa librería que tenía allí resonancias mitológicas y abría su local histórico en la calle Azafranal, casi llegando ya a la plaza de Santa Eulalia. Siempre digo que no acabo de encontrarme a gusto en una ciudad hasta que no encuentro en ellas una cafetería y una librería de confianza, y en mi etapa salmantina fue la Cervantes el reducto al que me escapaba —a menudo con más frecuencia de la que me permitían mis posibilidades económicas— para fisgar entre sus anaqueles y llevarme todo lo que pudiese. Recuerdo las excursiones que hacía allí con algunos compañeros en el primer año de carrera y también mis incursiones solitarias, más demoradas y a menudo más fructíferas, y me basta con echar una mirada distraída a la biblioteca que rodea esta mesa en la que escribo para confirmar que proceden de allí muchos de los libros que sigo considerando hoy, más de un cuarto de siglo después, indispensables. Cerró la Cervantes sus puertas al filo del centenario. Según me contó alguien entonces, su propietario se jubilaba y nadie quería coger el relevo, y no puede decirse que las cosas funcionen como deben si en una ciudad eminentemente universitaria —«el Oxford español», se la llamaba a veces— nadie está dispuesto a asumir el riesgo que supone mantener una librería emblemática. La razón dice que no es para tanto: en estos últimos años han abierto otras, y alguna se ha hecho en muy poco tiempo con un nombre y un prestigio similares, si no mayores, a los que tuvo la propia Cervantes. El corazón, sin embargo, se resiste a abandonar su convicción de que Salamanca empezó a ser un poco menos Salamanca cuando el viejo local de la calle Azafranal cerró sus puertas para siempre; cuando la ciudad real que existe y que cualquiera puede ver y recorrer comenzó a alejarse de aquella otra que conservo en el recuerdo, ésa que ya no es y a la que no podré regresar y que quizá no llegó a darse nunca tal y como yo la evoco, sino que ha sido y es sólo un trampantojo de la memoria, un decorado construido a mis espaldas con aquello que vi y con lo que quise ver, y con lo que viví y lo que soñé, y en el que la Cervantes sigue siendo el refugio apropiado para un joven de dieciocho años que se siente a salvo entre sus paredes, porque por primera vez se ha avecindado lejos del que siempre ha sido su hogar y de alguna manera sabe o intuye, aunque no acierte a comprender por qué, que entre libros está en casa.

Cada una a su manera

"Pocos adagios ha dado la literatura que resulten tan recurrentes como el inicio de Anna Karenina, ése que afirma la similitud de las familias felices y advierte sobre la peculiaridad de las desgraciadas"

Pocos adagios ha dado la literatura que resulten tan recurrentes como el inicio de Anna Karenina, ése que afirma la similitud de las familias felices y advierte sobre la peculiaridad de las desgraciadas. A él se acoge Hervé Le Tellier para radiografiar su propia estirpe en un libro que parece propiciado por la vocación —¿la necesidad?— de exponer ante sí mismo las razones de un desapego que comenzó casi en el comienzo de sus días y no hizo más que acrecentarse con el paso de los años. El mismo tema que con frecuencia da pie a desahogos lacrimógenos o introspecciones sentimentales se convierte aquí en objeto de una cirugía ejecutada con el bisturí de la lucidez que se matiza con esa anestesia que brinda el humor a la hora de interrogarse por cuestiones que, de tan consabidas, no suelen ponerse en duda. El recorrido que hace Le Tellier por sus laberintos genealógicos es un prodigio de amenidad e inteligencia, también un buen espejo ante el que hacer examen de conciencia y evaluar el modo en que afrontamos ese pasado que nos viene impuesto y con el que cada uno tiene que lidiar a su manera, a fin de encontrar en él ejemplos o de olvidarlo como sea, en función de los efectos que puedan encontrar sus ecos en nosotros.

4.6/5 (24 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios