El panorama literario actual está registrando la aparición de numerosas escritoras de cuentos, dentro y fuera de nuestras fronteras, de enorme destreza y brillantez. A lo largo de la historia, una serie de autoras resultaron fundamentales a la hora de crear una genealogía que germina en el presente.
Hoy, en Zenda, seleccionamos diez cuentos escritos por algunas de ellas. Virginia Woolf, Marguerite Yourcenar o Shirley Jackson. ¿Tú con cuál te quedas?
Canción de la danzarina, un cuento de Colette
“Me llamas danzarina y, sin embargo, no sé bailar…” Colette, con su prosa ágil y lírica, se posiciona en la mirada desconcertada de una mujer que observa cómo un hombre la idealiza sin comprender por qué.
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¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.
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La perfecta señorita, un cuento de Patricia Highsmith
Thea es el paradigma. El paradigma de la niña perfecta. Sin embargo, tras su aparente perfección, Patricia Highsmith revela un catálogo de perversidades que revierten la cuestión sobre la mesa: ¿no será acaso conveniente reconsiderar los elementos que consideramos socialmente perfectos? Thea es, de momento, La perfecta señorita.
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Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.
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El cuarteto de cuerdas, un cuento de Virginia Woolf
La música invade el territorio de las palabras. Malabarista como pocas, Virginia Woolf construye un baile sísmico que al mismo tiempo es un lugar en el que reina la paz. Los violines crujen en el espacio que la autora genera en su literatura, como una brisa ancestral que acaricia los rostros de los niños.
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Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas…
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Cuento azul, un cuento de Marguerite Yourcenar
Siete mercaderes atracan en una isla desconocida, poblada de azul. Su recorrido protagoniza este mágico y colorista relato de Marguerite Yourcenar.
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Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
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La mujer más pequeña del mundo, un cuento de Clarice Lispector
Propietaria de una poética personalísima, aunque heredera del modernismo, Lispector desarrolló durante varias décadas una extensa obra compuesta por novelas, libros infantiles y, cómo no, algunos de los relatos más fascinantes de la literatura contemporánea.
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En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.
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El embriagado, un cuento de Shirley Jackson
En medio de una fiesta multitudinaria, un hombre se dirige a la cocina con ánimo de despejarse un poco, algo afectado por la bebida. Allí se encuentra con la hija de sus anfitriones, una estudiante de diecisiete años que le ofrece una taza de café. A medida que avanza la conversación, los roles generacionales se disipan y, finalmente, se invierten. Shirley Jackson ofrece un trágico espejo a una generación en descomposición en El embriagado.
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Estaba lo bastante alegre y conocía la casa lo suficiente como para dirigirse a la cocina por sí solo, aparentemente para buscar hielo, pero en realidad para despejarse un poco, pues no era tan íntimo de la familia como para perder el conocimiento en el sofá del salón. Dejó atrás la fiesta sin lamentarse de ello, mientras el grupo en torno del piano entonaba Stardust y la anfitriona charlaba animadamente con un joven de gafas finas y pulcras y expresión hosca. Atravesó con cautela el salón donde un grupito de cuatro o cinco personas sentadas en las sillas rígidas discutía concienzudamente sobre algún tema. Las puertas de la cocina batieron con brusquedad al empujarlas y el hombre tomó asiento junto a una mesa blanca esmaltada, limpia y fría al contacto de su mano. Dejó el vaso en un buen lugar del dibujo verde y, al alzar la vista, descubrió a una jovencita que lo observaba especulativamente desde el otro lado de la mesa.
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El tren a Burdeos, un cuento de Marguerite Duras
Una joven viaja en tren. En el silencio de la noche, las palabras vuelan bajas entre ella y un desconocido. A medida que todos se duermen, la intimidad crece entre ellos. El instante se vuelve denso, íntimo, embarazoso.
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Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía.
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El diario de Porfiria Bernal, un cuento de Silvina Ocampo
Un relato perturbador que te atrapa desde la primera línea, que te absorbe desde el primer párrafo y no te suelta hasta el punto final.
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Pocas personas creerán este relato. A veces habría que mentir para que la gente admitiera la verdad; esta triste reflexión la hacía en la infancia por razones fútiles, que ya he olvidado; ahora la hago por razones trascendentes. Las personas consideradas honestas, son muchas veces las insensibles, las que no se conmueven ante un destino complejo, o las que saben con sumo sacrificio o habilidad mentir para hacerse respetar. No me encuentro en ninguna de estas categorías. Soy modestamente, torpemente honesta. Si llegué al borde del crimen, no fue por mi culpa: el no haberlo cometido no me vuelve menos desdichada.
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Las lunas de Júpiter, un cuento de Alice Munro
Está considerada como una de las grandes maestras del género. Los personajes de sus relatos observan su pasado con ira, resentimiento y compasión infinita, como en este.
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Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semiprivada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría solo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado por que pudieran cobrarle un suplemento.
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El recado, un cuento de Elena Poniatowska
Una mujer espera a un hombre, Martín. Con esperanza y sumisión, y quizás con la certeza de que él seguramente ya nunca volverá.
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Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.
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