José Ángel Cilleruelo es un poeta, narrador, traductor, aforista y crítico nacido en Barcelona en 1960. Ha publicado los poemarios El don impuro (1989), Salobre (Premio Ciudad de Córdoba-Ricardo Molina, Hiperión 1999), Formas Débiles (Premio Hermanos Argensola, Visor, 2004), Maleza (Ciclo completo 1990 2010, Huacánamo) y Tapia con mirlo (2014); y los poemas en prosa Glería de charcos (2009), Vitrina de charcos (2011), Becqueriana (2015) y Cruzar la puerta que se quedó entornada (2017). En 2018 se publicó La Mirada. Antología esencial (Editorial Fondo de Cultura Económica). En narrativa ha publicado: El visir de Abisinia (2001), Trasto (2004), Doménica (2007), Al oeste de Varsovia (Premio Málaga de Novela, 2009), Una sombra en Pekín (2011) y Ladridos al amanecer (2011). También ha publicado el libro de aforismos Lunáticos (2017). Mantiene la bitácora de creación El visir de Abisinia.
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A veces, ilusos, los adultos lamentan que niñas y niños olviden en seguida lo felices que son en el parque infantil. No entienden que no necesitan recuerdos: viven un presente puro. El de quien los cuida está contaminado ya para siempre por la memoria.
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Para los griegos el huerto fértil y las aguas claras eran un regalo de los dioses para los caminantes. En Roma, el «locus amoenus» fue regocijo de amantes y ahora la jardinería es una sección del Leroy Merlin.
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Cada vez estoy más convencido de que la escritura fue un invento de la realidad para encubrir sus chanchullos.
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¿El primer color que se ve al amanecer es aquel que quiere ser visto o el que uno busca ver?
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En los bancos retirados del parque los más jóvenes escriben su propia cartografía del estremecimiento. Es la única tarea que prescinde de precedentes, aunque la época se empeñe en imponerlos.
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No entiendo a quien, gustándole las flores, desprecia las abejas.
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Hace un rato había unas nubes blancas, estiradas, en el cielo. Ya no están. A eso los filósofos lo denominan «temporalidad». De ahí que los días de lluvia no militen en el tiempo, sino en la melancolía del lugar.
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«Casi» es la palabra maldita. Si no existiera, la vida se parecería más a lo que se espera de ella.
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Dejar luces encendidas en la estancia donde no queda nadie es un signo de religiosidad pagana.
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El pasado es una calle de sentido contrario al de la marcha. Quien infringe la norma, se multa a sí mismo.
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Hay un cierto misterio en el paso de los trenes. Cada uno es idéntico a sí mismo y a los demás, siendo, cada vez que pasa, único para los viajeros.
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La mejor metáfora para explicar el miedo es abrir una muñeca rusa. En el interior de un miedo siempre hay otro. Y así, hasta el primer llanto.
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Deshacerse de un par de zapatos viejos no resulta tarea fácil. Siempre pesa más la metáfora que el presente.
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Una lista de tareas pendientes tachadas: la utopía perezosa.
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Cada escritor debería cuidar el bosque de donde sale el papel para imprimir sus libros.
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