En 1816 no hubo verano y la avena no creció en nuestros campos, que parecían pintados por William Turner. Los caballos pasaban hambre, pero nosotros no, tú conseguías hacer magia cada mañana e inventaste el alimento como inventaste todo lo demás. Aún puedo ver tu cabello negro y esa sonrisa inabarcable resplandeciendo en la puerta principal de nuestra casa en las llanuras de Colorado durante aquel verano gélido. Tu vestido blanco, tus ojos como una fábrica de colágeno, la dentadura perfecta, aquel sombrero colonial y nuestra mejor yegua. A lo lejos, las obras del ferrocarril, los girasoles buscando sol y nosotros patria. Las ochenta vacas flacas, ese cielo congelado y gris y las niñas, que cada noche se pasaban las horas muertas frente al fuego, con ese trozo de espejo en el que solían peinarse antes de dormir. «No se descansa bien con el pelo enredado», decías. «Se enmarañan los sueños». Y luego les contabas las mismas historias inventadas para que se durmieran. Las tres iguales a ti. Las cuatro igual de bellas y ninguna del mismo modo.
La pulcritud de la mesa, el mantel de aquel blanco imposible, las ofrendas en la iglesia los domingos, la familia junta para rezar cada tarde, los perros ladrando en el porche, el pan de centeno y la invitación a pollo asado al reverendo Robert Walker. El frío de las Rocosas congelándonos la nuca, el lago helado y dos malos poemas sin terminar en el bolso derecho. En el izquierdo, el revólver cargado, por si volvían los franceses. En tu lado de la cama, los mismos libros de Jane Austen y de Thomas Shepard. En el mío, las mismas ganas de matarlos a todos con mis propias manos. Pero nunca te vi más gesto que la sonrisa. Nunca una mala palabra y nunca un reproche, a pesar de todo. Nunca pude imaginar una compañera como tú. En realidad, yo solo pretendía estar a tu altura y, por ello, callaba mucho, callaba siempre. El silencio oculta la incultura, los bolsillos ocultan las manos gastadas y el sombrero la timidez, el acento duro, la mirada perdida. Yo pasaba las tardes en el granero fingiendo siempre estar enfrascado en algo. Pero, cuando sabía que no me oías, sacaba el banjo de entre el heno para terminar esa canción que te prometí. Jamás me dio tiempo, aunque, en realidad, tampoco quise hacerlo. No conozco aún el final.
Cuando la mayor se enamoró del pequeño de los McKinsey pensamos que la vida seguía su curso. Cuando la mediana nos dijo que quería visitar el condado de Logan, terminé por entenderlo. Y, mientras tanto, la pequeña Maggie pinta cada día la belleza de este paraíso terrenal de pobreza, frío y fe en lo sagrado. Los días de fiesta hay acordeones en el mercado. Inventamos allí canciones juntos y paseamos por las llanuras frías de este verano en Colorado. Todo pasa despacio y la vida sucede a cámara lenta en julio de 1816. Jamás sentí tanta calidez como a tu lado.
Y, sin embargo, recuerdo como si fuera hoy mismo aquel día del siglo pasado en el que parecías salida de la ‘Parábola de las diez vírgenes’, cantando no sé qué canción irlandesa con un vestido blanco en el amanecer de los campos recién regados de tu padre. Yo te veía venir de frente, descalza. Con tu mano derecha tocabas la punta del trigo, el sol aparecía en la escena por detrás y todo era ingenuamente bello. Lo recuerdo perfectamente porque fui yo quien inventó esos campos, el vestido e incluso quien te inventó a ti misma.
He de decir que fuiste mi mejor obra.
Yo caminaba entonces como haciéndote los coros una tercera por debajo y poniendo la mano en forma de visera para que el sol no te cegara los ojos. Pero el ritmo se me metió en el estilo como una de esas melodías repetitivas. Y aquello lo impregnó todo. Reconozco que me dejé llevar, no lo pude controlar, pero ¿quién quiere controlarse cuando ve a una de esas diez vírgenes vestida de blanco al amanecer por los campos recién regados de Colorado?
Era imposible no quererte por entonces. Cantabas que me querías y lo hacías sin dramas, en bajito, susurrando, sonriendo como si todo fuera un secreto y no quisieras que se enteraran tus hermanas. ¡Ah, como recuerdo aquella cara de no haber roto un plato! Me habría quedado a vivir en esa escena, habría llevado el ganado desde San Antonio hasta Oklahoma, te juro que habría empuñado un Smith & Wesson, habría engañado a todos por ti y habría retado a muerte al mismísimo Tom Ketchum si fuera necesario. Pero llegaron los franceses y el resto ya lo sabes. No queda ya nada de aquellos dos muchachos con ilusión, pero, en cambio, llegaron las niñas para mirarnos y recordarme que aquello nunca más podrá volver a suceder y que me habré de jugar la vida por cada una de las cuatro miradas en las que hoy descanso en estos campos sin colágeno, trigo, ni vestidos blancos. Haciéndole los coros a la muerte, una tercera por debajo, en este julio sin verano.
Delicioso psisaje, delicioso relato. Excepcional. La mágia de escribir es ser capaz de despertar la nostalgia de algo no vivido (o si), en alguien con la sensibilidad a flor de piel y que lo vive al leerlo…
Al final la vida solo es un puñado de escenas en las que nos gustaría habernos quedado a vivir…