Que yo recuerde, desde que tuve uso de razón quise ser vaquero. Es verdad que, como cualquier niño (o no tanto), al terminar una película o un capítulo de la serie de turno quería ser Han Solo, Starsky, Starbuck, Rocky o T. J. (el del tejado) pero, pasada la emoción, siempre volvía a mi disfraz de sheriff, a los libritos de Marcial Lafuente Estefanía, a los sobres de muñequitos de plástico que me compraba mi padre en el quiosco de General Moscardó y a los personajes que se alternaban de manera constante en mis westerns favoritos. Me daba igual el general Custer (Errol Flynn) en Murieron con las botas puestas, Dude (Dean Martin) en Río Bravo, Britt (James Coburn) en Los siete magníficos, Steve Leach (Charlton Heston) en Horizontes de grandeza o Lewton (Gregory Peck) en Duelo al sol. Todos eran bebedores, pendencieros, resueltos, fieros, arrogantes, diestros con el revólver (o el cuchillo, Britt) y extraordinarios jinetes. Lo que quiero decir es que eran muy hombres y en los 70 a lo más que podía aspirar un niño era a ser muy hombre. Luego pasa la vida y descubres que cuando tienes cuarenta y pico y ves Ray Donovan vuelves a aspirar a ser muy hombre, pero el arroz se te ha pasado. Es como sustituir la nostalgia del tiempo no vivido por el personaje que no has sido.
Y eso que la carrera de Sheridan no empezó con caballos, espuelas o zahones. Primero lo intentó como actor, que es el sueño americano por definición, y el destino, como a Hunter Thompson, lo llevó a probar fortuna como secundario de la sección Californiana de los Sons of Anarchy (o sea, los Ángeles del Infierno pasados por Kurt Sutter) que merecen una reseña al menos tan larga como ésta. Como Taylor es un hombre muy hombre (él sí) le quedaron bien las Harleys, los tatuajes y los chalecos de cuero, pero actuar no era su prioridad. Su cabeza bullía historias y se sentó a escribir. Su primer éxito fue Sicario, la historia de una agente del FBI (Emily Blunt) que se incrusta en el equipo de élite de Matt (Josh Brolin), un agente sin escrúpulos muy hombre, y de su colaborador, Alejandro (Benicio del Toro), aún más hombre que Brolin, al que un señor de la droga mejicano dejó sin mujer e hijas. Después escribió el guion de Comanchería, que le proporcionó su única nominación a un Oscar hasta la fecha. Estajanovista, Sheridan no pudo resistirse al próspero mundo de las series de ficción y desarrolló dos: Mayor of Kingstown, la historia del alcalde (Jeremy Renner) de una ciudad imaginaria de Michigan cuya vida gira en torno a la cárcel y lo que allí dentro sucede (fundamentalmente mafia), y Yellowstone. HBO era el destino de ambas, pero alguna lumbrera tuvo un ataque de ejecutivo y rechazó la designación de Kevin Costner como protagonista de esta última, así que Sheridan se fue con la música a Paramount. Siempre he pensado que deberían añadir un Emmy al ejecutivo iluminado del año. Sea como fuere, Sheridan tuvo la oportunidad de echar a rodar la historia de la familia Dutton.
La serie consta de una trama principal de, hasta la fecha, cuatro temporadas y media, que cuenta la vida de una familia de ganaderos de Montana, los Dutton, y de su amor por su rancho, Yellowstone, que da nombre a la serie. Después, como si de George Lucas se tratara, Sheridan escribió dos precuelas, 1883 (miniserie) y 1923 (primera temporada). Como ya están todas disponibles en SkyShowtime, vale la pena seguir el orden cronológico al margen de su fecha de estreno.
La historia de la familia Dutton empieza con un viaje. James Dutton (Tim McGraw, cantante de country con dos Grammys) se reúne con su mujer, Margaret (Faith Hill), sus dos hijos, su hermana y su sobrina en Fort Worth para emprender una nueva vida en el noroeste, allí donde la tierra es del primero que la ocupa. La víspera de la travesía coincide con dos hombres, el capitán de la reciente guerra de secesión Shea Brennan (Sam Elliott) y su sargento Thomas (LaMonica Garrett), un esclavo liberado que sirvió a las órdenes de su capitán en el ejército de la Unión. Brennan acaba de perder a su mujer y a su hija por la viruela y prende fuego a su casa con ambos cadáveres acostados en su cama. Lo único que impide que el viejo capitán se descerraje un tiro en la cabeza es una promesa que le hizo a su mujer: “Un apache me dijo una vez que cuando dos personas se aman intercambian sus almas. Así que cuando tu amada muere, una parte de ti muere con ella. Por eso duele tanto. Pero, del mismo modo, una parte de ella vive en ti. Mi mujer nunca vio el océano, así que voy a llevarla allí para que lo admire a través de mis ojos”. Brennan y Thomas son contratados por una partida de 200 peregrinos alemanes a 300 dólares por cabeza para llevarlos a Oregón, donde les esperan tierras, prosperidad y, claro, libertad. Brennan llega a un acuerdo con Dutton y emprenden la caravana, juntos pero no revueltos.
Sheridan plasma el trayecto como en realidad era: las serpientes de cascabel pican, la hiedra venenosa envenena, el agua sin hervir mata y los apaches cortan cabelleras. La vida que no vale ni los 300 dólares del viaje. Y en ese infierno en la Tierra, en un mundo de hombres muy hombres, emergen tres mujeres imponentes. Elsa, la hija mayor de James, que cabalga como un vaquero, que se desplanta como un torero y que quiere vivirlo todo y ya. Es la voz que narra la historia y el ojo derecho de su padre. James ignora en qué medida la vida lo va a llevar a demostrar hasta dónde está dispuesto a llegar por ella. Luego está Margaret. Una mujer valiente, leal, bellísima, que cabalga y dispara, que protege a su familia y que, aunque se va ajando a medida que avanza el viaje, nunca pierde su elegancia ni su decisión. Por último, la desengañada hermana de James, Claire (Dawn Olivieri) que se siente maltratada por la vida, que es cínica y dura como una roca y que vive con la ligereza de quien no tiene nada que perder. No daré más detalles, pero lo que sí puedo desvelar es que más de un siglo después, el capitán Brennan se aparecerá a Lebowski en la barra de la bolera.
Cuarenta años han pasado y estamos en 1923. James ha muerto, y Margaret, antes de morir ella también, le pide al hermano de James, Jacob (Harrison Ford), y a su mujer, Cara (Helen Mirren) que se encarguen del rancho y de la familia, sobre todo porque su hijo mayor, Spencer (Brandon Sklenar), veterano de la Gran Guerra, ha decidido poner tierra de por medio y establecerse en África como cazador de fortuna. Jacob y Cara tienen lo que hace falta para llevar el rancho, pero son ancianos ya y les faltan fuerzas para defender aquello que ambicionan todos sus enemigos y que es indistinguible de la propia familia: la tierra de Yellowstone. Cara, como Penélope, escribe a Spencer, que es Ulises, implorándole que regrese a casa y expulse de allí a todos los enemigos que los amenazan. No recibe respuesta pero, incansable, otra de las mujeres Dutton que cargan con su responsabilidad y se encargan, no se dará por vencida. La vida en el rancho preludia lo que será la trama de Yellowstone, con Mirren y Ford imperiales pero la historia de amor en África de Spencer y Alexandra (Julia Schlaepfer), una inglesita deliciosa, otra mujer Dutton libérrima, no desmerece el idilio de Robert Redford y Meryl Streep en Memorias de África. Una tercera trama, la de una india que huye del maltrato en un reformatorio católico, la paso por alto, porque ni la entiendo ni soy capaz de encajarla en el resto del puzzle. Puede que cobre sentido en las próximas temporadas que, sin duda, darán continuidad a esta segunda precuela.
Y llegamos a la actualidad. El rancho Yellowstone sigue siendo propiedad de los Dutton. John (Kevin Costner) es ahora el encargado de proteger su título de propiedad y de mantener unida a su familia después de la pérdida de su amada Evelyn (ninguna de ambas cosas será fácil). Kevin Costner está insuperable, interpretando el que probablemente es el mejor papel de su carrera. Es un hombre duro, experto, implacable, que domina a la perfección cada una de las habilidades de un vaquero y, desde ese conocimiento, se gana el respeto de todos los cowboys del rancho, empezando por su capataz, Rip (Cole Hauser). Nadie nunca profesó tanto respeto y admiración por un jefe desde Steve Leach por el Mayor Tyrrel.
Después están sus hijos, con tres papeles dignos de su propio spin-off. Kayce, vaquero pasado por la guerra de Afganistán que, como el padre, tiene un puño de hierro pero, a diferencia de éste, lo lleva cubierto por un guante seda. Como cualquier Dutton, protege a su familia, pero Kayce vive bajo la sombra de los caprichos y los miedos de su mujer, Monica (Kelsey Chow), una nativa culta que se vuelve insufrible a medida que avanza la serie. El segundo hermano es Jamie, abogado formado en Harvard, que viste con trajes impecables, que tiene ambición política e inseguridad patológica. Jamie tiene la maldad del cobarde, y su padre lo quiere porque es su hijo (pero sólo por eso). La tercera es un torbellino. Beth (Kelly Reilly) es una mujer de negocios despiadada, que se sabe sexy y lo hace notar, que disfruta del sexo, que detesta la mediocridad, que no duda jamás, que bebe como un detective privado de Chicago, que sacude como un boxeador de Detroit y que, como cualquier Dutton, llegará donde haga falta para proteger a su familia y su legado. Mi sensación es que Beth es Elsa en el siglo XXI y la relación de admiración, casi de enamoramiento, que ambas tienen con sus respectivos padres puede que llegue a matarme de envidia.
Cuando uno ve Yellowstone, las praderas desbordan la televisión, el aire del salón se vuelve frío y el ganado levanta polvo. En el barracón de los cowboys, cuando se despiertan antes de que amanezca, uno tiene frío y sueño, el café huele a recién hecho, las botas te hacen ampollas y la cabalgadura te deja moratones. En el bar de Bozeman, el típico bar de cowboys que hemos visto en Thelma y Louise, con sus chupitos de bourbon y su Budweiser, con sus neones tras la barra y su billar, la vida suena a Whiskey Myers o a Blackberry Smoke (eso es otra, la cuidadísima banda sonora), y los puñetazos duelen. Como si fuera Billy Cristal en City Slickers, voy a ver si me entero de alguna agencia con paquete “crisis de los 50” que organice vacaciones temáticas en Montana. Me temo que es lo más cerca que voy a estar de ser un hombre muy hombre.
Yo ya estoy buscando un sombrero vaquero de mi talla. De este verano no pasa.
Me ha encantado leer este artículo. Yellowstone me ha tenido enganchada desde el primer capítulo y gracias a ti ahora me pondré con 1883. Gracias!
1883 es increíble!!!
Muy buen artículo Luis. Me gusta el retrato que haces de la saga. En casa la hemos disfrutado de comienzo a fin. Te hizo falta mencionar la cúspide del género. Lo hicieron tan bien que acabaron con el género porque ya no era posible hacerlo mejor. Me refiero a las obras de arte de los 60s que son un género por sí mismas, con Sergio, Clint y Ennio a la cabeza.
Un artículo prodigioso. Veré la saga, de la que ya tenía las mejores referencias, de un tirón y en el sentido cronológico que recomiendas.
Excelente reseña de las series. Los vaqueros como tal pertenecen a un estilo de vida y un oficio en extinción. Son necesarios para la obtención de la materia prima que nos alimentará posteriormente. Aprender sus artes y el oficio te lleva una vida. Yellowstone, cómo buen entretenimiento, nos muestra la parte nice y opulenta de ese estilo de vida en decadencia.
Fantástico análisis de esta descriptiva saga sobre el salvaje oeste americano que comienza con 1883 hasta el final inconcluso de Yellowstone que merece el digno final que todos esperamos de esta obra de arte. No quiero hacer spoiler de 1883 pero la escena de Elma tocando el piano es de lo más intenso que he visto en mi vida, quizás incluso LA MEJOR de toda la cinematografía referente al Oeste
En 1883 aparece Tom Hanks con un personaje fugaz como oficial de la Unión.