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3 poemas de ‘Streaming’, de Diego Vaya

3 poemas de ‘Streaming’, de Diego Vaya

Compuesto por el poema largo “Pantalla vacía” y otros siete más breves que lo complementan, Streaming ofrece la retransmisión en directo de una distopía asumida ya como la nueva realidad. El libro se adentra en la relación entre la muerte y los medios de comunicación: la propia consciencia del fin convertida en mero espectáculo a través de las pantallas. Sus poemas recorren lugares de nadie, como tiendas de segunda mano o pasillos de hospitales, y hacen reflexionar sobre cómo el amor, la angustia, el deseo o la identidad son distorsionados por la saturación informativa. El libro se adentra en la relación entre la muerte y los medios de comunicación: la propia consciencia del fin convertida en mero espectáculo a través de las pantallas. Sus poemas recorren lugares de nadie, como tiendas de segunda mano o pasillos de hospitales, y hacen reflexionar sobre cómo el amor, la angustia, el deseo o la identidad son distorsionados por la saturación informativa.

Zenda adelanta tres poemas de Streaming, de Diego Vaya, editado por Reino de Cordelia.

***

Saldo

En la tienda de segunda mano,
entre un viejo reloj de pared, algún mueble
con cajones secretos y ese collar de perlas
falsas que fue el tesoro familiar,
revendían mi infancia.

No era, ni mucho menos, lo más caro
que tenían allí. Me pareció distinta
a como me la habían recordado:
qué sabía yo entonces de la vida antes de echar de menos
las nubes en mis pies, el estuario azul
por donde entraba el sol en mis cabellos,
la ropa rota y remendada luego en un gesto de amor,
la campanada hecha de luz con que mis ojos
aún podían soportar el mundo.
Pero al tocarla fui
como alguien que corriese tras su sombra;
fue como hundir los dedos en el curso de un río
y de pronto acudiesen a mí todos los mares.

Quizás —me oigo decir—
la tienda estaba sola a esa hora.
Lo cierto era que nadie se acercaba a mirar
mi infancia, y si un cliente
alguna vez se interesó por ella,
después pasó de largo o la dejó tirada
por ahí, en un lugar que no era el suyo,
como otra baratija del montón.

***

Cortes

El carnicero a veces bromea con sus clientes
mientras corta la carne y reparte sus sombras,
y de repente el más allá traspasa
del cuchillo a los ojos. En esta hora,
cuando no queda sitio para el alma,
hay alguien todavía
que nos limpia la carne para entregarla luego
como si nos trajese un mensaje inesperado.
Tomad, esta es mi sangre, pero nadie
lo escucha. Mientras coge su cuchillo
todos ríen, y el suelo
es cada vez más rojo, y todos ríen,
tan rojo que no puedo pensar en otra cosa.

Me gustaría creer que lo que ahora soy
seguirá para siempre en otras venas.
Pero el suelo es tan rojo que no deja
despegar los zapatos: ¿y dónde podría ir?
Todo termina aquí, donde las sombras
se van volviendo rígidas, la luz
es un despojo más en la basura,
y entre huesos pelados y pellejos
la tarde es un goteo. Y aunque veo restos en la balanza,
restos en el papel, restos en el cuchillo,
sé que nadie podrá decirme nunca
que existe otro lugar donde vernos de nuevo,
donde volvamos a querernos libres
de dolor y de culpa.

El carnicero escupe:
Tomad, este es mi cuerpo, tomad, este es mi espíritu,
como esa mancha sobre el delantal
donde limpia sus manos. Y me duele
como si todo fuera mi propia carne abriéndose:
Dadme una vida nueva para vivir sin miedo.

Después de cada corte se oyen risas.
Pero eso ya no importa.
Con cada golpe del cuchillo,
por la tabla sangrienta se resbala mi vida.

***

El río

Ahora no parece más que un río
domesticado, vieja arteria comercial
por la que todavía se desangra
lo único que me queda.
Le pregunto a las sombras
y a cada paso me responden los tablones del puerto
con la voz astillada de humedad y abandono.
Y siento el río como una versión
gastada de mí mismo,
que ya solo refleja la resaca
de huir hacia ninguna parte.

De noche, mientras alguien me saluda
desde un barco turístico, estas aguas
son la publicidad de un mal sueño: la bolsa
que ha cambiado tantas veces de rostro
que es ya irreconocible, los cartones
borrándose, los huesos
de algún animalillo que cayó
y no supo salir.

La corriente del río me lleva al estuario,
donde se aleja el barco y la mano agitándose
como se va alejando la esperanza
de que todo lo que una vez perdí
me espera en algún sitio.

Y sigo preguntándole a las sombras
de quienes ya no están:
Marineros de todos los tiempos y lugares,
vosotros, marineros, ¿cuántas veces habéis
zarpado sin pensar en el regreso?
Así yo me despido de las cosas.

Todas las aguas brillan de repente
como el oro enterrado
en las islas sin nombre del Pacífico.
Eso fueron mis días:
robar aquello que otros escondieron.
Sí, eso fueron mis días. Pero entonces, entonces
el propio corazón era la fiebre
y agosto descendía por las venas
desnudando a las jóvenes muchachas
que saqueaban el sol.
Qué inmensidad ahora lo que ha quedado atrás,
rendido bajo el mármol de la luna:
la danza con manzanas en los ojos,
el rubio tintineo del sudor en la piel,
y las sonrisas como un horizonte
que nadie había leído, ¿os acordáis ahora?

Vosotros, marineros,
que tejéis el rostro del mar sobre la muerte,
oh vosotros, en cuya red de acero aún brinca la vida
con su carne marcada en un último ahogo,
vosotros, que jamás pensáis en vuestra vuelta
porque sabéis que el muelle es ya una campanada
que solo se recuerda cuando parece un sueño,
decidme, ¿os acordáis,
os acordáis ahora de esos días?

Marineros, recordad,
vosotros que sabéis quién falta por el puerto,
que leéis la súplica de un labio
en la tabla que tiembla sobre el agua,
acordaos, oídme, yo también lo suplico,
y abro en mi corazón el saco de los vientos:
nunca podré volver.

Entonces alguien dijo: «Al norte, más al norte,
arráncate de cuajo lo que has sido y arrójalo
cada vez que desees regresar.
Arrójalo: los peces, las algas, los corales
harán de tu dolor un barco hundido».

Otros heredarán esta tierra de nuevo,
otros regresarán con la marea en monedas de musgo,
y al fin serán un brillo ahogado en la memoria.
Ellos, que volverán
a desatar la luz, pero sin mí.
Ellos, que siempre cantarán en sus canciones
a las muchachas desnudas en cuyos cabellos
nunca envejece agosto, y saben que es el mar
la única medida de la muerte.

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Autor: Diego Vaya. Título: StreamingEditorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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