No se puede entender el expresionismo alemán sin la figura de Georg Heym. Su temprana muerte (24 años) privó al mundo de un poeta sin igual, pero no impidió que su nombre quedara por siempre ligado al de Georg Trakl, Gottfried Benn o Else Lasker-Schüler. Esta edición cuenta con 47 xilografías de Erns Ludwig Kirchner.
En Zenda reproducimos tres poemas de Umbra vitae (Galaxia Gutenberg), de Georg Heym.
***
Se ha levantado la que hacía tiempo dormía,
se ha levantado, abajo, desde bóvedas profundas.
Y en el crepúsculo, grande y desconocida,
aplasta la luna en su mano negra.
Se extiende en el bullicio vespertino de las ciudades,
frío y sombra de una oscuridad extraña,
y congela el torbellino en torno a los mercados.
Todo queda en silencio. Miran alrededor. Y nadie sabe.
En las callejas algo agarra ligeramente sus hombros.
Una pregunta. Sin respuesta. Un rostro palidece.
A lo lejos, débil, <gime> un repique de campanas,
y las barbas tiemblan en sus afilados mentones.
En las montañas, ya comienza ella a danzar
mientras grita: ¡soldados, arriba y adelante!
Y cuando mueve la negra cabeza, resuena con estruendo
un collar de mil cráneos que de ella le cuelga.
Como una torre, pisotea las últimas brasas;
donde el día escapa, los ríos ya están llenos de sangre.
Incontables, los cadáveres extendidos por el cañaveral;
las recias aves de la muerte los cubren de blanco.
De pie gobierna sobre muros redondos, un torrente
de llamas, un sonido de armas sobre callejones negros.
<Sobre puertas, con vigilantes que tendidos yacen,
sobre puentes, pesados por las montañas de muertos.>
En la noche, por el campo da caza al fuego,
un perro rojo con aullido de feroces fauces.
De lo oscuro surge el negro mundo de las noches,
su temible orilla la iluminan los volcanes.
Y con miles de rojas barretinas a lo lejos se han cubierto
de llamas las planicies sombrías;
y lo que abajo bulle en las calles
<hacia el fuego lo barre para avivar la llama.>
Y bosque tras bosque las llamas devoran quemando,
murciélagos amarillos con dientes aferrados a las hojas.
Y ella, como un carbonero, en los árboles sacude su vara
para que el fuego debidamente ruja.
Una gran ciudad hundida en el humo amarillo,
arrojada silenciosa al vientre del abismo.
Y gigantesca está sobre escombros ardientes
la que gira tres veces su antorcha en el cielo salvaje,
sobre el reflejo de las nubes mutiladas por la tormenta,
en desiertos helados de oscuridad muerta,
pues reseca largamente la noche con el incendio
y derrama, abajo, pez y fuego sobre Gomorra.
***
Accidentadas calles de ciudades
que oscurecen agazapadas en la tarde,
multitud de perros ladrando en el vacío.
Y, sobre los puentes, vimos grandes coches,
voces temblorosas, traídas por el viento.
Y ojos redondos nos observaban tristes
<y> grandes rostros sobre los que fluía
la remota carcajada de maliciosas frentes.
Dos pasaron con abrigos amarillos,
llevaban ante sí nuestras cabezas
bañadas en sangre y, en las mejillas hundidas,
todavía por secarse un último rojo.
Huimos por miedo. Pero un río de blancas olas
cerró nuestro paso con dientes regañados.
Y, tras nosotros, el inflamado sol poniente
perseguía calles muertas con espada feroz.
***
I
Vosotros, cuya sangre se ha vuelto pálida por la tristeza,
vosotros, que siempre pasáis veloces por la tormenta de las penas,
vosotros, cuya frente es el vasto reino de las cargas,
vosotros, en cuyos ojos ya se acristalan los pesares.
Vosotros, a quienes el gran sello de la muerte
quema vuestra joven sien como lepra,
acercaos, recibid el sacramento
de las hostias malditas en la casa de la pena.
Subid al puente sobre el negro río,
en el que se agita la tropa de los malditos.
Y a oscuras os saluda el alto pórtico,
por el que brilla al atardecer el altar mayor,
adornado por miles de velas hechas
con la sangre y la grasa de los no nacidos.
Donde cuelgan huesos, y la roja decocción
de un incienso satánico os exhala su aroma.
Donde sacerdotes con infernal sotana
en hilera se arrodillan ante la ruidosa llamada al oficio;
donde en el púlpito un cúmulo de banderas
os amenaza como rojas llamas del infierno.
Un abad desnudo hincha su gordo vientre
ante la imagen divina y canta la misa.
Toma el cáliz lleno de roja sangre
y lo agita sobre la cabeza de la multitud;
«Bebed mi sangre». Vacía la copa,
que como lava roja en su corazón se vierte.
Su paladar se ilumina como un mar rojo
que se inflama por el brillo de la sangre divina.
Sobre vuestras sienes, donde el nido de la pena
amenaza el negro bastión del infierno,
salta una llama, que afilada y delgada
arde como la lengua negra de los escorpiones.
Nubes negras, nocturnas, llenas de tempestades
y de rayos irrumpen en la catedral por la gran puerta.
Una tormenta ruge. En el negro diluvio
el sonido del órgano se hunde en el coro lejano.
Las tumbas se abren de golpe. Las manos de los muertos
estiran blancos y fríos sus dedos huesudos.
Os hacen señas desde su tierra sombría.
Y el enorme edificio se llena con sus gritos.
Las baldosas se abren. Y Leteo ruge
profundo sobre una cascada.
El abismo tiembla a millas de profundidad
y silba con el amplio eco de enormes tormentas.
Los hijos del infierno siguen su curso
con negro aparejo a través del huracán.
Miran cantando en la amplia tumba
desde la calavera de su galeón.
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Autor: Georg Heym. Título: Umbra vitae. Traducción: Montserrat Armas. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros.
La Vida nació sin saber escribir la Muerte sin saber leer el Amor no tiene preguntas ni respuestas La Vida solo es un entierro en blanco y negro Pinetti