Dinu Flamand (Transilvania, Rumanía, 1947) es poeta, ensayista, periodista y traductor. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas y publicados en numerosos países de Europa y América Latina. Entre sus títulos más importantes se incluyen Estado de sitio (1983), Vida de prueba (1998), El frío intermediario (2006), Sombras y rompeolas (2010), La vigilia y el sueño (2016) y Hombre con un remo al hombro (2020, Premio Nacional Lucian Blaga).
Zenda adelanta 4 poemas de Primavera en Praga, publicado por Visor.
***
EMBARCADERO
Será cuando la muerte ya no se conforme
con las migajas de tiempo que quedan en tu mano
y trace una raya
y saque cuentas.
Los destellos de luz sobre la inmensidad del mar
podrán por un instante desviar tu atención
de la fuga de días que se amontonan
hasta el infinito,
y desde ese instante —se dice—, ni los pesados párpados de las nubes
empujadas hacia el límite de lo visible ni el resto de esperanza
que queda en ti tendrán ya lágrimas;
y tu miedo tembloroso se volverá una mirada interior
que en una colina invertida buscará titubeando
la copa de un roble,
ya con la cabeza hacia abajo,
en el abismo inexplicable,
y puesto que la luz siempre te mostró algo más,
pero nunca a sí misma,
este desbordamiento será
como una epidemia hilarante.
Un ruidoso grupo de contables borrachos
desciende a toda prisa hacia las tascas
por las laderas pronunciadas del Olimpo,
una vez cerrados los libros de cuentas,
para aprovechar el fin de semana.
Es tarde,
las sibilas cierran los postigos de las tiendas,
Pythia apaga el gas,
los numerólogos y astrólogos han recogido
sus tenderetes del mercado, los psicopompos
ya están cómodamente instalados en su tren
hacia la periferia de lo real
tras una semana de asfixia en el subterráneo
con azufre y otros medios larvarios
del más allá,
y los victimarios se han lavado ya las manos
en las fuentes.
Seguro que los Magos de Oriente se retrasan en la calle
con los charlatanes que venden cal en polvo
como remedio,
muy cerca de los trileros
o de las viejas que con sus verrugas pretenden fisgar
los extraños pasos del destino en el camino oblicuo
de la palma de la mano,
girando llaves falsas en la puerta del misterio.
Hace tiempo que nadie se fija ya en la pandilla
de los que incitan a dejarle propina al destino,
aunque… ¿quién sabe?
Y puede que tal vez…
Tienes que marchar,
no hay tiempo para los detalles.
Te obsequiaron unos días, pero llega el momento
de devolver otros tantos que solo han sido tuyos
de prestado
(y aquello que consideraste una ofrenda
se trataba de una venta por ti malentendida).
Es evidente, la tristeza
sigue haciéndote callos en el alma
como los aperos en la mano firme del labriego
y como en todos los oficios y días
de nuestra cotidiana tautología.
Pero el instinto te guiará hacia el embarcadero
donde solo se anuncian las partidas
y empezarás a agitar la mano
en dirección al matorral
de la otra orilla
(en vano intentarás pedir una barcaza
en medio del barullo que te embiste desde las tabernas
junto con el humo y el sudor de tantas soledades que se preparan
para negociar quién se mete en la cama de quién
a medianoche);
y mientras estés
esperando,
mirarás atónito una vieja inscripción
lavada por la lluvia en el panel junto al embarcadero:
tisin didonai [1].
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[1] Célebre y ambigua frase de Anaximandro de Mileto según la cual el suceso fundamental de la existencia se interpreta como un «acto de devolución» (tisin didonai). (N. de la T.).
***
RECOLECTORES
Como la manzana que, roja, se empina en lo alto
de la más alta rama: los cosecheros la olvidaron.
No, no la olvidaron. No pudieron alcanzarla.SAFO
… después de que la siembra del azar y la espera
lo envolvieran primero bajo la joven corteza,
llegó el momento de que sus ramas despuntaran
con asombrosa fuerza
entre las copas de otros árboles del lugar.
Azotado por el viento y el granizo que deciden
la muerte de los árboles ancianos
comenzaba
a anunciar su propio ascenso;
por aquel entonces sus humildes frutos eran más fáciles
de recoger, y seguía siendo ante los niños
la tentación irresistible de poner a prueba sus ramas
colgándose bocabajo
como para sentir que existe un cielo de hierba
en esa época en la que un árbol pequeño y un niño
se ven afectados por la misma fragilidad.
No se le posaban muchos pájaros
y tampoco el búho había escogido aún la bifurcación
de la última rama desde la que vigilaría —mucho más tarde—
las noches de verano
con su mentón sibilinamente pomposo.
Antes de estallar en todo su esplendor,
no se intuía la promesa de estas ramas
ni el laberinto por donde el niño se adentra
como una pantera de sombras, mientras un juego de luces
arroja en su camino hojas quemadas por los rayos
y nidos con restos de plumas
y tierras oscuras, que se balancean en los márgenes del mundo.
Ahora vuela frondoso en el aire y sus ramas
sienten el zumbido de la humanidad;
dentro del árbol los caminos zigzaguean
hacia los bordes de la luz, donde el cielo que apenas se intuye
es el resplandor de tantos misterios.
En lo alto hay un último escondrijo en su espesura,
y la cuna maternal de tres ramas gemelas,
y aún se puede entrever —sí— el dulce misterio
del fruto más lejano
justo a la altura de la rama más frágil
que el pie descalzo y cauteloso tantea
incrédulo ante su promesa de maleabilidad.
Pero todavía más tenaz que el peligro es
la llamada del peligro,
que atrae al niño con más intensidad al fruto maduro,
señal de que existen lazos que lo unen fortuitamente,
aun sin conocer sus manzanas.
En el temblor de la rama
que como una mano sujeta
un lejano fruto sobre el abismo
vibra toda la vida posible.
Dependerás de su buena voluntad
pero
cualquier paso de más es una caída segura.
El destino siempre será más fuerte: tú solo
inventas juegos sagrados sobre tu fuerza vital
mientras las ramas
te hacen vibrar suspendiéndote en el aire,
y su suspensión aplaza la madurez del fruto codiciado,
pero también su descomposición.
Y si más tarde no reconoces dentro del árbol
el laberinto hacia ese fruto brillante
y tampoco divisas desde fuera su fulgor
y tu pie duda al despegarse del suelo
o tu mano se retira
cuando debería atreverse
o tu ojo se cierra
encandilado apenas por una reminiscencia de luz
entonces significa que lo sabes:
la estación más terrible del tiempo es justo el momento
de tu presencia en el presente
y también es —probablemente— la señal de que el fruto
ha de estar siempre listo para que lo coseches,
pero será tuyo únicamente si no lo cosechas.
***
LA PUERTA ENTRECERRADA
Una puerta entrecerrada se abre de pronto sin que la empujes
y una pregunta que no hiciste te llama con el dedo índice
y el corazón que dormía en tu pecho como una piedra muda
lucha como un cubo vacío que oscila
sobre una fuente en la que el sediento
empieza de repente a sacar agua verde
y entonces
tiene agua mas nada para beber.
Y entonces
ya no hay viento que balancee el cubo
ni está la fuente de tu infancia
ni tu cama o tus brazos
al costado, sintiendo
el sudor frío de tu cuerpo que no es ya
tu cuerpo aunque siga sirviéndote de cuerpo.
Y de este río viscoso
que te envuelve pero no te acoge,
que te congela y da calor,
fluye el miedo hacia ti
sin lograr alcanzarte.
Y ni siquiera te da respuesta a la pregunta
situada allí
durante años, todavía allí,
en tu silencio locuaz
y en su propia ceniza sonora.
Y ahora hurgas detrás como un león
viejo y hambriento
buscando escondido entre las matas
el cadáver que hallaron antes las hienas:
¿Cuánto tiempo?
¿Cuántos años todavía?
***
SE SUPONÍA QUE DEBÍA LLEVARLOS
Se suponía que debía llevarlos a no sé dónde,
se suponía que debía llevar a mis padres a no sé dónde,
trasladarlos en taxi a no sé dónde,
aunque no recuerdo haber ido con ellos en taxi a ninguna parte
nunca,
y era un barrio en no sé qué lugar de la tierra
que yo no conocía, un día que parecía una noche,
y ni siquiera reconocí a mis padres,
y la verdad es que los veía
con la mirada bastante confusa.
Ellos estaban y no estaban conmigo,
ausentes-presentes allí, aunque los sentía en todas partes
rodeándome por completo, con fuegos que ardían
en su aliento, como una hoguera de revelaciones
en una montaña mística;
y me enseñaron a cuidarlos
porque me seguían cuidando ellos
con ese polen del amor que te hace brillar;
me enseñaron a ayudarlos a vestir
sus atuendos de viento,
a sostenerlos cuando se resbalaban con sus pies de sal
y traerlos a la bruma de mis brazos con sus brazos crepitantes,
y me enseñaron a esperarlos, y como sabían que yo no
esperaba,
ni reconocía,
ni imaginaba,
ni percibía,
ni distinguía,
me enseñaron a inventar un taxi que se dejaba esperar
y una nube que se dejaba respirar
y una vida que se dejaba habitar
por nosotros y por nadie más
y eso fue todo.
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Autor: Dinu Flamand. Traductora: Catalina Iliescu Gheroghiu. Título: Primavera en Praga. Editorial: Visor. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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