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4 poemas de Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma

4 poemas de Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma

Jaime Gil de Biedma no obtuvo nunca ningún premio, ni fue invitado a formar parte de ninguna academia. Y, sin embargo, es un autor fundamental en el canon literario de la segundad mitad del siglo XX. Ahora Cátedra recupera uno de sus títulos más icónicos, en edición de Carme Riera y Félix Pardo.

En Zenda reproducimos cuatro poemas de Las personas del verbo (Cátedra), de Jaime Gil de Biedma.

***

LOS APARECIDOS

Fue esta mañana misma,

en mitad de la calle.

 

Yo esperaba

con los demás, al borde de la señal de cruce,

y de pronto he sentido como un roce ligero,

como casi una súplica en la manga.

Luego,

mientras precipitadamente atravesaba,

la visión de unos ojos terribles, exhalados

yo no sé desde qué vacío doloroso.

Ocurre que esto sucede

demasiado a menudo.

Y sin embargo,

al menos en algunos de nosotros,

queda una estela de malestar furtivo,

un cierto sentimiento de culpabilidad.

Recuerdo

también, en una hermosa tarde

que regresaba a casa… Una mujer

se desplomó a mi lado replegándose

sobre sí misma, silenciosamente

y con una increíble lentitud —la tuve

por las axilas, un momento el rostro,

viejo, casi pegado al mío.

Luego, sin comprender aún,

incorporó unos ojos donde nada

se leía, sino la pura privación

que me daba las gracias.

Me volví

penosamente a verla calle abajo.

No sé cómo explicarlo, es

lo mismo que si todo,

lo mismo que si el mundo alrededor

estuviese parado

pero continuase en movimiento

cínicamente, como

si nada, como si nada fuese de verdad.

Cada aparición

que pasa, cada cuerpo en pena

no anuncia muerte, dice que la muerte estaba

ya entre nosotros sin saberlo.

 

Vienen

de allá, del otro lado del fondo sulfuroso,

de las sordas

minas del hambre y de la multitud.

Y ni siquiera saben quiénes son:

desenterrados vivos.

***

NOCHE TRISTE DE OCTUBRE, 1959

A Juan Marsé

Definitivamente

parece confirmarse que este invierno

que viene, será duro.

 

Adelantaron

las lluvias, y el Gobierno,

reunido en consejo de ministros,

no se sabe si estudia a estas horas

el subsidio de paro

o el derecho de despido,

o si sencillamente, aislado en un océano,

se limita a esperar que la tormenta pase

y llegue el día, el día en que, por fin,

las cosas dejen de venir mal dadas.

 

En la noche de octubre,

mientras leo entre líneas el periódico,

me he parado a escuchar el latido

del silencio en mi cuarto, las conversaciones

de los vecinos acostándose,

todos esos rumores

que recobran de pronto una vida

y un significado propio, misterioso.

 

Y he pensado en los miles de seres humanos,

hombre y mujeres que en este mismo instante,

con el primer escalofrío,

han vuelto a preguntarse por sus preocupaciones,

por su fatiga anticipada,

por su ansiedad para este invierno,

mientras que afuera llueve.

 

Por todo el litoral de Cataluña llueve

con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas,

ennegreciendo muros,

goteando fábricas, filtrándose

en los talleres mal iluminados.

Y el agua arrastra hacia la mar semillas

incipientes, mezclados en el barro,

árboles, zapatos cojos, utensilios

abandonados y revuelto todo

con las primeras Letras protestadas.

***

INTENTO FORMULAR MI EXPERIENCIA DE LA GUERRA

Fueron, posiblemente,

los años más felices de mi vida,

y no es extraño, puesto que a fin de cuentas

no tenía los diez.

 

Las víctimas más tristes de la guerra

los niños son, se dice.

Pero también es cierto que es una bestia el niño:

si le perdona la brutalidad

de los mayores, él sabe aprovecharla,

y vive más que nadie

en ese mundo demasiado simple,

tan parecido al suyo.

 

Para empezar, la guerra

fue conocer los páramos con viento,

los sembrados de gleba pegajosa

y las tardes de azul, celestes y algo pálidas,

con los montes de nieve sonrosada a lo lejos.

Mi amor por los inviernos mesetarios

es una consecuencia

de que hubiera en España casi un millón de muertos.

 

A salvo en los pinares

—pinares de la Mesa, del Rosal, del Jinete!—,

el miedo y el desorden de los primeros días

eran algo borroso, con esa irrealidad

de los momentos demasiado intensos.

Y Segovia parecía remota

como una gran ciudad, era ya casi el frente

—o por lo menos un lugar heroico,

un sitio con tenientes de brazo en cabestrillo

que nos emocionaba visitar: la guerra

quedaba allí al alcance de los niños

tal y como la quieren.

A la vuelta, de paso por el puente Uñés,

buscábamos la arena removida

donde estaban, sabíamos, los cinco fusilados.

Luego la lluvia los desenterró,

los llevó río abajo.

 

Y me acuerdo también de una excursión a Coca,

que era el pueblo de al lado,

una de esas mañanas que la luz

es aún, en el aire, relámpago de escarcha,

pero que anuncian ya la primavera.

Mi recuerdo, muy vago, es sólo una imagen,

una nítida imagen de la felicidad

retratada en un cielo

hacia el que se apresura la torre de la iglesia,

entre un nimbo de pájaros.

Y los mismos discursos, los gritos, las canciones

eran como promesas de otro tiempo mejor,

nos ofrecían

un billete de vuelta al siglo diez y seis.

Qué niño no lo acepta?

 

Cuando por fin volvimos

a Barcelona, me quedó unos meses

la nostalgia de aquello, pero me acostumbré.

Quien me conoce ahora

dirá que mi experiencia

nada tiene que ver con mis ideas,

y es verdad. Mis ideas de la guerra cambiaron

después, mucho después

de que hubiera empezado la postguerra.

***

PANDÉMICA Y CELESTE

quam magnus numerus Libyssae arenae
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
aut quam sidera multa, cum tacet nox,
furtiuos hominum uident amores.

Catulo, VII

Imagínate ahora que tú y yo

muy tarde ya en la noche

hablemos hombre a hombre, finalmente.

Imagínatelo,

en una de esas noches memorables

de rara comunión, con la botella

medio vacía, los ceniceros sucios,

y después de agotado el tema de la vida.

Que te voy a enseñar un corazón,

un corazón infiel,

desnudo de cintura para abajo,

hipócrita lector — mon semblable, — mon frère!

 

Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo

quien me tira del cuerpo hacia otros cuerpos

a ser posible jóvenes:

yo persigo también el dulce amor,

el tierno amor para dormir al lado

y que alegre mi cama al despertarse,

cercano como un pájaro.

¡Si yo no puedo desnudarme nunca,

si jamás he podido entrar en unos brazos

sin sentir —aunque sea nada más que un momento—

igual deslumbramiento que a los veinte años!

Para saber de amor, para aprenderle,

haber estado solo es necesario.

 

Y es necesario en cuatrocientas noches

—con cuatrocientos cuerpos diferentes—

haber hecho el amor. Que sus misterios,

como dijo el poeta, son del alma,

pero un cuerpo es el libro en que se leen.

Y por eso me alegro de haberme revolcado

sobre la arena gruesa, los dos medio vestidos,

mientras buscaba ese tendón del hombro.

Me conmueve el recuerdo de tantas ocasiones…

Aquella carretera de montaña

y los bien empleados abrazos furtivos

y el instante indefenso, de pie, tras el frenazo,

pegados a la tapia, cegados por las luces.

O aquel atardecer cerca del río

desnudos y riéndonos, de yedra coronados.

O aquel portal en Roma —en via del Babuino.

Y recuerdos de caras y ciudades

apenas conocidas, de cuerpos entrevistos,

de escaleras sin luz, de camarotes,

de bares, de pasajes desiertos, de prostíbulos,

y de infinitas casetas de baños,

de fosos de un castillo.

Recuerdos de vosotras, sobre todo,

oh noches en hoteles de una noche,

definitivas noches en pensiones sórdidas,

en cuartos recién fríos,

noches que devolvéis a vuestros huéspedes

un olvidado sabor a sí mismos!

La historia en cuerpo y alma, como una imagen rota,

de la langueur goutée à ce mal d’être deux.

Sin despreciar

—alegres como fiesta entre semana—

las experiencias de promiscuidad.

Aunque sepa que nada me valdrían

trabajos de amor disperso

si no existiese el verdadero amor.

Mi amor,

íntegra imagen de mi vida,

sol de las noches mismas que le robo.

 

Su juventud, la mía,

—música de mi fondo—

sonríe aún en la imprecisa gracia

de cada cuerpo joven,

en cada encuentro anónimo,

iluminándolo. Dándole un alma.

Y no hay muslos hermosos

que no me hagan pensar en sus hermosos muslos

cuando nos conocimos, antes de ir a la cama.

 

Ni pasión de una noche de dormida

que pueda compararla

con la pasión que da el conocimiento,

los años de experiencia

de nuestro amor.

Porque en amor también

es importante el tiempo,

y dulce, de algún modo,

verificar con mano melancólica

su perceptible paso por un cuerpo

—mientras que basta un gesto familiar

en los labios,

o la ligera palpitación de un miembro,

para hacerme sentir la maravilla

de aquella gracia antigua,

fugaz como un reflejo.

 

Sobre su piel borrosa,

cuando pasen más años y al final estemos,

quiero aplastar los labios invocando

la imagen de su cuerpo

y de todos los cuerpos que una vez amé

aunque fuese un instante, deshechos por el tiempo.

Para pedir la fuerza de poder vivir

sin belleza, sin fuerza y sin deseo,

mientras seguimos juntos

hasta morir en paz, los dos,

como dicen que mueren los que han amado mucho.

—————————————

Autor: Jaime Gil de Biedma. Título: Las personas del verbo. Editorial: Cátedra. Venta: Todos tus libros.

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