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40 sombras: bonus track Irene Adler

40 sombras: bonus track Irene Adler

Operación: Farsalia. Agente: Irene Adler. Localización: Jerusalén-Lesbos-Madrid. Marzo 2020

«Se mantenía como sombra de un gran nombre».

Farsalia, Lucano

No le quedaba demasiado tiempo, y aquel hombre de Mitilene era su última oportunidad. La noche helada caía sobre las murallas de Jerusalén como una advertencia. Tenía que pensar y tenía que hacerlo rápido. Las tumbas silenciosas brillaban húmedas bajo el trozo de luna que apenas alcanzaba a iluminar el valle de Cedrón, pero ella no necesitaba la luz, pues llevaba milenios viviendo en las sombras. Conocía a la perfección este lugar; la puerta del llanto, los olivos de la traición, el puente del diablo, el templo destrozado y al fondo la cúpula de la mezquita, eclipsando con su belleza el sacrificio judío, ofreciendo, obscena, su seno duro, dorado y hereje a un cielo negro y vacío de dioses.

El viejo fraile Markus Bugnyar había cumplido su parte consiguiéndole el contacto. Se habían encontrado aquella mañana en la terraza del Österreichisches Pilger-Hospiz, su residencia en Jerusalén. Le gustaba aquel lugar antiguo de paredes encaladas, habitaciones austeras y elegantes pasillos levantado en la esquina de Vía Dolorosa y calle El Wad en el barrio árabe, al pie de la Tercera Estación del Vía Crucis. Ese antiguo hospicio convertido en hotel era la encrucijada de un mundo que pronto comenzaría a desmoronarse bajo los estertores de una nueva plaga. “Los hombres están ciegos”, pensaba Irene viendo alejarse al fraile hasta perderse en el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja. “Negaron a Dios creyendo que la ciencia los haría invulnerables”. “La libertad es el verdadero, único castigo de los seres humanos», concluyó, sonriendo con tristeza, «pues nunca han sabido qué hacer con ella”. Abrió el sobre y extrajo el pergamino escrito en hebreo. Al leerlo sintió una punzada de melancolía. Cuántas noches, en mitad del insomnio, maldijo su suerte en aquella lengua.

"El errante estará obligado a contar con la lealtad de un buen soldado, un hombre mortal de espada y de pluma"

Los signos eran inconfundibles, y el mensaje definitivo: En los días sometidos a la conjunción de Saturno y Júpiter en la casa de Acuario, sobrevendrá sobre la Tierra una plaga que no es maldición, sino advertencia. Es el momento para volver a ser libre. El alma castigada a errar eternamente será de nuevo perdonada, con la condición de que el amor que la condenó sea capaz de reconocerla en sus palabras. Dispondrá el errante de un tiempo de justicia y oportunidad, aquel empleado para la gestación humana: diez lunas, 280 días, 40 semanas. No obstante, escapar de Armagedón nunca fue sencillo para un alma sola. El errante estará obligado a contar con la lealtad de un buen soldado, un hombre mortal de espada y de pluma que la acompañe en la batalla. Y para que todo sea cierto, habrá de ser todo falso, como siempre ocurre con la verdad que se ha olvidado.

En el ángulo inferior, con la letra gótica y apresurada del viejo miembro del patriarcado ortodoxo del Monasterio de la Cruz, aparecían los datos del soldado elegido para la misión, un desconocido al que la mujer debía interceptar: J. C. Pursewarden. Diplomático. Mitilene. Hotel Sappho, junto al puerto.

Hospicio austriaco, Jerusalén.

Plegó el pergamino y lo guardó en el sobre. Instintivamente miró al cielo para calcular la hora. Así lo había hecho durante siglos y así lo hizo entonces, cuando la Aurora de rosados dedos anunciaba un nuevo amanecer y su hombre, el guerrero de los mil trucos, se alejaba unos días a navegar solitario, mascullando melancólico el nombre de su patria, maldiciendo sobre las olas negras a los dioses vengativos.

Su mente entrenada, profesional, se concentró en los pasos inmediatos mientras el taxi corría veloz hacia Tel-Aviv. Once horas de vuelo hasta Mitilene con breve escala en Ankara. Llegaría justo a tiempo para encontrar al diplomático antes de que abandonara la isla de Lesbos. El resto del plan lo trazaría a bordo, sobrevolando aquel Mediterráneo que tanto admiraba y tanto odiaba, pues al mismo tiempo le había otorgado, para luego arrebatárselo sin compasión, un amor insondable y mortal y una vida errante, sin muerte.

"Ya no había marcha atrás. Comenzaba la operación Farsalia"

Estuvo siguiendo los pasos de J. C. Pursewarden toda la mañana. Lo vio alojarse con cierta urgencia y mirar hacia el puerto desde el balcón de su habitación, en el cuarto piso, con unos prismáticos. Seguramente buscaba la manera de salir de allí antes de que se cerraran las comunicaciones por las órdenes de control sanitario de las autoridades ante el avance del virus. Lo siguió a cierta distancia, entre la variopinta muchedumbre portuaria, hasta llegar a una parte inaccesible del puerto, donde se entrevistó con la capitana del Charaxos, un hermoso velero de 100 pies llegado desde Kusadasi ese mismo día. Observó con detenimiento a aquel hombre. Discreto, paciente, observador, educadamente práctico, con una mirada soñadora solo perceptible para los muy observadores. De maneras suaves, conversación profesional y determinación inquebrantable. Aventurero lo justo, pero con una curiosidad innata casi infantil que lo hacía propenso, tal vez a su pesar, al atrevimiento audaz. Si el viejo fraile Markus lo recomendaba, es que era el hombre que Irene Adler necesitaba. Se registró en la habitación contigua del hotel Sappho, esta vez interpretando el papel velado de ambigüedad y misterio, de una agente internacional. A eso de las once y media de la noche lo oyó llegar a su habitación. Ya no había marcha atrás. Comenzaba la operación Farsalia.

Vistas desde el Monte de los Olivos.

Tenía tan solo cuarenta viernes a contar desde aquel mes de marzo para enviar tantos mensajes como le fuera posible. No podía escribirlos directamente y tampoco podía hacerlo ella sola, pues la descubrirían enseguida. Encubiertos sus textos con los de aquel Pursewarden, sería todo mucho más discreto. Si entre los millones de hombres el suyo reconocía las escenas de amor; si se reconocía en los gestos propios o en los de ella; si recordaba su piel desnuda, su manera de amar y de besar, de mirar y gemir, si la recordaba todavía y todavía la amaba, la maldición se rompería y ella dejaría de vagar errante, pudiendo morir como todos; como él. Hacer juntos el último viaje. Reconocerse para decirse, al menos, adiós. Después de tantos siglos cruzando el tiempo, se sentía inmensurablemente cansada.

"Falsearía la verdad con ayuda de la literatura; contaría su propia historia desde aquel día en el que su amante se marchó para siempre rumbo a Ítaca"

En cuanto a las cartas, no sería difícil. Falsearía la verdad con ayuda de la literatura; contaría su propia historia desde aquel día en el que su amante se marchó para siempre rumbo a Ítaca, dejándola sola en las orillas arenosas de un lugar cuyo nombre no lograba recordar ya, donde los dioses, conmovidos por su juventud y su desesperada tristeza, le concedieron lo único que un dios puede conceder sin apenas sacrificio, pues no tiene conciencia de su valor: el tiempo.

Disponía, pues, de la última oportunidad para contar, envuelta en mil mentiras, su verdadera historia, desgranar su milenaria vida en trozos que pudiesen llegar a los oídos amados: cómo fue Circe en Nápoles, dama pompeyana en Cabo Miseno, amante de Horacio y Virgilio en Roma, turista en Bomarzo, modelo de Matisse en Niza, neoyorkina peligrosa en el Algonquin, viajera misteriosa en el Orient Express, el diablo enamorado en el expreso nocturno Lisboa-Madrid, Marilyn, Clea, Nausícaa, cristiana en la guerra de Beirut, miembro del club de los 33.000 pies rumbo al Caribe, dama enamorada de una cicatriz, seductora madura en Mondello, becaria en la Academia de la Lengua, periodista en San Francisco, marquesa Casati en Zannone, prostituta en el Sáhara Occidental, María en Magdala, Milady en París, Irene Adler en Bohemia. La Mujer, querido Watson.

Atenta, esperaba el momento de actuar mientras fingía una llamada telefónica en el balcón abierto a la noche y al puerto. Entonces, a eso de las dos, oyó a Pursewarden trajinar con unas copas y salir a la terraza. Se asomó y le sonrió, mirándole a los ojos mientras él le alargaba uno de los vasos.

—Necesitas una copa, sweetie, le dijo el hombre en inglés, Mitilene pone de los nervios a cualquiera estos días.

Sí, pensó satisfecha, aceptando el ofrecimiento. Sin duda Pursewarden será un camarada digno y leal en esta batalla.

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