En este poemario encontramos al Antón Castro más genuino e inconfundible, el que escribe sobre paisajes y honra a personajes, el que habla del amor y contempla la belleza, el que recuerda su infancia y viaja hacia lo mejor de sí mismo. Probablemente sea éste su mejor poemario.
En Zenda reproducimos cinco poemas de En el centro del jardín (Olifante), de Antón Castro.
******
EL PASEO
Habían quedado una mañana de domingo
en una plaza abierta a todos los vientos
en un día de intenso calor.
Tardaron en encontrarse, la vida siempre
tiende emboscadas que retrasan la cita,
el sueño, ese paseo por un lugar frondoso
que avanza entre la maleza y continuo al río.
Ella sabía bien dónde iban. Y él, que solo anhelaba
la sombra, el silencio y el romanticismo
de los chopos cabeceros y de los sauces
que le hicieron pensar en su adolescencia solitaria
junto a otro río, no sabía en qué sitios iban a internarse.
Algo imaginó o imaginaba: el Jalón, los manzanos,
los melocotoneros de monte, las uvas
que se ofrecen al caminante, claras como un verdor
de astros, tintas como la oscuridad anhelante de los racimos.
Y salieron a buscar la aventura y a buscarse.
Al principio tomaron una calzada errónea,
poblada de caminantes, de ciclistas
y de un sinfín de paseadores de perros.
Rectificaron de golpe, y pronto, muy pronto,
salieron al camino de los frutales,
a esa avenida silvestre que resulta casi inverosímil
con su espejismo de selva.
¿Es posible que aquí no haya nadie?, dijo ella.
Había llovido la noche anterior
pero el piso estaba firme. Las zarzamoras orillaban
el sendero. A la derecha estaban el cauce
y a la izquierda las fincas, sobre todo de manzanas
y algunos campos de maíz que muestran
entre sus surcos la barba rubia, casi negra, del tallo.
Se internaban en cada recodo, en los abrigos,
y fantaseaban con hallar un paraíso sin nombre
más allá de la olorosa densidad de las higueras.
Arriba, el cielo asomaba cruzado de milanos
y de águilas. Y el agua del río bajaba sola, desnuda,
sin peces, con un puro chapaleo de espejos.
De repente, en un claro de ribera, había un trampantojo
de playa. Bajaron. Miraron a derecha e izquierda:
todo era de una belleza sublime, prístina,
dibujada en el aire por una música callada
y por el despacioso fluir de la fosca corriente
que, apuñalada de oblicua luz, se volvía de oro.
Se sentaron en un tronco y se olvidaron del mundo.
Los dedos, allí, ladrones del deseo,
se volvieron tan avariciosos de placer
como la intranquila humedad de los besos.
***
LA ATLETA
A veces nos atrapan las pequeñas
cosas de la vida con sus vaivenes.
De pronto, mientras vas en tu bicicleta
se cruza ante ti una joven atleta.
Nada extraordinario, en apariencia,
y sin embargo no le quitas ojo.
Das la vuelta y, disimuladamente,
vuelves sobre sus pasos en el césped:
es un día de verano, hará mucho sol
pronto pero por ahora aún refresca.
Ya la has visto: con su pantalón negro
y su camisa rosa, el paso seguro
pero firme y elegante, no flaquea.
Al cabo de un rato acabas por rebasarla,
sí, es lo natural. Y te haces el distraído:
realiza algunos ejercicios en el suelo,
contemplas los patos en la acequia,
y también la arboleda, llena de pájaros.
Cruzas los puentes de madera
y decides regresar a la calzada
en dirección a casa. Bajo un olmo
hace estiramientos y respira hondo.
Cuando pasas a su lado, y giras
la cabeza, y eres imprudente o invasivo
su respuesta es la misma: indiferencia.
Ni te saluda ni registra la huella.
Ya puestos, te habría encantado
haberle dicho que tiempo atrás,
cuando tenías su juventud,
quisiste ser atleta y deslizarte
a tus anchas sin ojos para nadie.
Eso sí, en ningún momento alguien
como ella te pasaba inadvertido.
***
ALFAMOR
1
En Alfamor. Los dos, juntos,
tantos meses sin vernos.
Tantas noches escribiendo
de madrugada acerca de un jardín
y de las estrellas que titilan a lo lejos.
Nos fuimos a los campos.
Manzanos, perales, cerezos,
y a su lado, como un hondo surco
para el agua, los canales de riego,
la densidad oscura de la fronda
que avanza en un espejo.
Fuimos a un parque antiguo,
descosido de belleza. Casi abandonado
y, pese a todo, poblado de recuerdos.
Aquí venía antaño para oír a los pájaros,
miraba la enramada, buscaba
las mesas, hoy quebradas, y esperaba
que entrase una luz definitiva.
Algo así decías. No sé si antes
o después de los besos.
Tu cabello rubio en desorden,
tus ojos de un cristal verde intemporal,
y tu sonrisa deshaciéndose en la boca breve.
No sé qué hicimos. Ni qué nos dijimos.
Todas las palabras no dichas se agolpaban
bajo la arboleda y los ciruelos japoneses,
rojos, cárdenos, olvidados por los pájaros.
2
En Alfamor. Frente a frente.
En un mesón que habitaba tu memoria.
Más que decir nada, reíamos.
De nada. De nosotros. De nuestra
torpeza adolescente, con el dolor
que te sitiaba el costado y la espalda,
y encendía en ti un plantío de melancolía.
Reías por todo. Te reías de mí.
Y bebimos dos vinos, pajizos
y frescos. ¡Qué alegría tan sencilla,
qué voces apagadas que se volvían
bebedizos, evocaciones, viajes!
Algunos curiosos querían saber
quiénes éramos, por qué estábamos allí,
a qué habíamos ido, cómo puede
amarse alguien en un bar vacío
cuando están a punto de llegar
los comensales, los hombres del tajo.
Las manos, huidizas, se enhebraban.
Allí. Los dos. Solos. Frente a frente.
Con la música palpitante del silencio.
Con los ojos clavándose en los ojos.
Como siempre y como nunca.
En Alfamor. Ese reino del que nadie
sabe nada salvo tú, que lo llenas
a tu antojo de primavera y añoranza.
Y abres una puerta que lleva al bosque.
***
CAMPAMENTO DE VERANO
No hacía falta el fuego.
No era imprescindible otra forma de calor.
Cuando todos se durmieron,
o eso parecía, en las tiendas
o al raso, vueltos hacia el espectáculo
incesante de las estrellas, ellos se acomodaron
bajo los pinos, entre el musgo,
algunos arbustos y la melodía del río.
Comentaron la agitación de la jornada,
tal o cual aventura, la escalada tranquila,
el descenso por la rambla y los collados,
los juegos más divertidos,
tararearon algunas canciones pensando
en los chiquillos, suavemente,
con una risa cómplice, una tras
otra, naderías que van y vienen
como una ráfaga de aire que se agradece.
Avanzaba la noche, llegaba la madrugada
y una forma ideal, rotunda, de desvelo
se adueñó del ánimo. Todas las palabras
acudían a su boca, repasaban sus vidas,
enhebraban cuentos, instantes del ayer,
aulas, sueños, amores que se han ido.
Estaban tan abstraídos, que ni se dieron
cuenta de que muchos jóvenes
los escuchaban con auténtico arrobo
y que el alba se abría paso antes de hora
18solo para oírlos. Un diálogo junto
al fuego puede cambiar el ritmo
natural de los días y del mundo.
***
EL BARCO
Hay cosas insólitas que solo suceden en las novelas de Manuel
Vilas. Amores desmesurados y un poco sangrientos, viajes por
las ciudades del mar, diálogos con espectros del ayer, como el
que puede vivirse en el cementerio de Sétte ante la tumba de
Paul Valéry, bañada por el oro del sol. Hay cosas inesperadas
que fecundan la imaginación de irrealidad. De repente, recibí
un wasap de una mujer que se ha acostumbrado a abrazar las
utopías. No estaba lejos, y me reservaba una sorpresa. Otra
más. Me esperaba en un café donde la música no dejaba de
sonar, más bien suave y preñada de imágenes. Apenas me dejó
entrar; en cuanto me vio llegar, vino hacia mí y salimos. «¿No
me vas a invitar ni a café ni a una cerveza?». «Calla, calla».
Le encantaba decir eso: era como si me pidiese no pierdas el
tiempo, no digas vaguedades, anda anda, andanda, otro vocablo
que parecía hacerla feliz y empoderada a su modo. Salimos a la
calle, atravesamos una avenida principal, ingresamos en callejas
secundarias con moreras, y dos ermitas, y muchos comercios.
Y niños jugando a todo, hasta a hacer cine con el móvil.
No sé de qué hablamos ni qué me quería contar.
No tardamos en llegar a una de las últimas casas donde ter
minaba el pueblo y empezaban las eras y los campos de perales
y manzanos. Aún brillaba la plata del agua de las acequias como
un puñal que se deslíe. Entramos en una especie de corral, que
más bien era jardín donde había un barco. Sí, como lo digo:
un barco, que en algún momento debió llamarse Navegar la
Noche. Cualquier comentario de asombro que haga parecerá
parco. Pobre de emoción y de deslumbramiento. Era realmente
bonito y perfecto. Casi un anacronismo visual o una alucinación
a la intemperie. Y bastante grande. «Pero ¿esto qué es?». Me
empujó suavemente. Entramos, y era como una mansión reducida
donde no faltaba ni un detalle. Una casa del mar que se
había instalado en tierra firme. No faltaban ni los fanales ni las
redes ni las brújulas; no faltaban las linternas ni las cartas de
navegación ni el mapa del mundo. Ni por supuesto faltaban un
amplio lecho ni una escotilla que se abría hacia cubierta. Ella
dijo: «Esto es y no es un sueño. Es un regalo. Llámalo como
quieras, pero si quieres podría ser la isla del paraíso. Cuando
necesites la compañía de una sirena solo tienes que llamarme».
Aunque suene retórico, dije: «Ahora».
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Autor: Antón Castro. Título: En el centro del jardín. Editorial: Olifante. Venta: Todostuslibros.
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Muy agradecido por vuestra generosidad y afecto. Un abrazo inmenso y muy feliz verano
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