Bartleby publica una antología poética bilingüe que agrupa los poemas que H. D. Thoreau dedicó a la naturaleza. Se trata de las piezas más relevantes de la escasa producción en verso del estadounidense. Su escritura absorbe los elementos del paisaje y, a la vez, los convierte en instantáneas de una mirada que espiritualiza lo que toca.
En Zenda reproducimos cinco poemas de La rosa sanguínea (Bartleby), de H. D. Thoreau, con ilustraciones de Esther Muntañola y traducción de Carlos Jiménez Arribas.
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WALDEN
Cierto que nuestra conversación es bien ajena al habla,
solo el oído educado puede captar las palabras que te brotan,
rompen contra tus pedregosos labios y allí mueren.
Silenciosa es tu corriente de pensamiento, como el paso de
tus propias aguas,
y se eleva de tu superficie cual la bruma en la mañana
para que el alma pasiva así la inhale,
contagiada de la verdad que tú expresas.
Hasta las estrellas más remotas han venido en tropel
y han inclinado la cerviz para recibir la bendición
de tu semblante. Tantas veces como ha amanecido el día
el sol se ha mostrado imparcial siempre
sobre tu estrecho tragaluz, y jamás la luna
ha dejado de rodar hasta ti cíclicamente,
aquí y desotra parte, para hablarte de la noche.
Ni ha habido nube que por acá no merodeara
y redoblara en tu rostro su belleza.
Dime qué han escrito los vientos a lo largo de miles de años
en la bóveda azulada que ciñe tu caudal,
qué ha transferido con delicadeza el sol en sus reimpresiones
para que lo leyeras en privado. Algo
de todo ello he leído yo estos días,
pero seguro que hubo más que habría estremecido al alma
y el ojo humano nunca vio.
¡Lo que daría por leer esa primera y luminosa página
húmeda de una imprenta virgen!, cuando Euro, Bóreas
y la hueste que empuña los alados cálamos
mojaron por primera vez sus plumas en la bruma.
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LA LLUVIA DE VERANO
De buena gana tiraría los libros, leer no puedo,
se descarría entre las páginas el pensamiento,
busca la pradera, donde halla más rico alimento,
y no repara en puntería ni en denuedo.
Bueno era Plutarco, y también lo era Homero,
bien rica fue de nuestro Shakespeare la hora revivida,
lo que leyó Plutarco no era ni bueno ni verdadero,
ni los libros de Shakespeare, si de la gente no fueron su vida.
Aquí, bajo la rama del nogal tumbado,
qué me importan la ciudad de Troya ni las guerras griegas
si se entablan ahora más justas refriegas
entre las hormigas en la cima del collado.
Que espere Homero hasta que la victoria teste,
si las rojas o las negras, a cuál los dioses dan su canje,
y vea si el Áyax de más allá domina la falange
pugnando por lanzar rocas contra la hueste.
Decidle a Shakespeare que me busque en hora exenta,
que ocupado estoy ahora con esta gota de rocío,
que no recibo, que el cielo amenaza tormenta,
y lo veré cuando de nubes el azul esté vacío.
Tendido fue este lecho de pastos e infelice avena,
con más maña que gastan los monarcas, hace un año,
una mata de trébol como almohada tengo yo por buena
y las violetas me rebasan el calcaño.
Y ahora las nubes lo han precintado todo con su afecto,
engola el viento suave voz para decir que va todo perfecto,
aprisa cae disperso el chirimiri, un poco ordena
la paz en la laguna y otro poco la corola en la azucena.
De los árboles en el campo cae gota a gota
esa rara riqueza que destila cada rama,
todos los ruidos son el viento y no se nota,
sacude los cristales si de hojas es su cama.
Vergüenza le da al sol el dar la cara,
cómo iba a fundirme con sus rayos perdidizos
si, convertidos en un duende, me gotean los rizos:
ufano va en un manto que de gotas goteara.
***
LA NATURALEZA
Oh, naturaleza, no está entre mis anhelos
llevar la voz cantante de tu coro,
ni por el firmamento ser un meteoro,
o un cometa que surque los cielos,
tan solo un céfiro que soplar pudiera
entre las cañas del bajío en la ribera.
Dame tu recoveco más secreto
y que en el aire pueda allí correr mi reto.
En una impública y retirada braña
déjame soplar en una caña,
o, en la floresta, de fragores llena,
oficiar con un susurro la tarde serena,
que prefiero ser de ti criatura
y pupilo del bosque en su espesura
que rey de reyes en desotra parte,
ser más esclavo en la atención que se te imparte
y dueño de tu aurora un solo instante,
que deferir un año en la ciudad enajenante.
Dame labor si cabe más severa
pero que sea siempre a tu vera.
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LA CALIMA
Trama del sol, tú, tela etérea,
tejida con la estofa más tupida de la naturaleza,
canícula visible en agua y aire, seco mar,
de la mirada eres la última conquista;
ardua labor del día hecha materia; del sol, polvo,
aérea superficie en los contornos de la tierra,
estuario de éter, emboscada luz,
aire rompiente en olas, oleadas de calor,
delicado asperge veraniego en mares interiores;
pájaro solar de alas transparentes,
mochuelo de los mediodías, plácido plumón,
si en páramo o rastrojo alzas el vuelo, ave sin canto,
asienta tu serenidad sobre los campos.
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A UN GAVILÁN DE CIÉNAGA EN PRIMAVERA
Hay salud en tus alas grisáceas,
y es la salud que brinda la naturaleza.
Dime, tú, reliquia de modernas alas,
¿alguna vez Natura estuvo mala?
Con tus alas, tú, a cada impulso,
la salud y el solaz nos mandas,
los males y el dolor espantas,
vuelve la vida en ti a su curso.
***
Henry David Thoreau nació el 12 de julio de 1817 en Concord, Massachusetts, localidad donde fallecería el 6 de mayo de 1862. Considerado como uno de los padres de la literatura estadounidense, coetáneos suyos fueron algunos de los autores de más prestigio de los Estados Unidos: Poe, Emerson, Hawthorne, Whitman y Melville. H. D. Thoreau vivió siempre en el hogar paterno, salvadas las ausencias para asistir a la universidad de Harvard y para escribir la obra por la que más se lo conoce, Walden. Intentó ser escritor, maestro de escuela, agrimensor, pero no logró abrirse camino con solvencia en ninguna de estas actividades. Participó en la vida intelectual de Concord, dominada por el trascendentalismo, en cuyas revistas publicó artículos y poemas, aunque chocaba con ellos su lado salvaje, quien levantó testimonio escrito del propio mal que el sistema llevaba dentro en Los bosques de Maine. «El angloamericano», escribió, «puede talar bosques a su paso y encaramarse a los tocones a soltar discursos, pero ya no puede conversar con el espíritu del árbol caído, no puede leer la poesía y la mitología que se retiran conforme él avanza».
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Autor: H. D. Thoreau y Esther Muntañola. Título: La rosa sanguínea. Traducción: Carlos Jiménez Arribas. Editorial: Bartleby. Venta: Todostuslibros.
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