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5 poemas de Sergio Gaspar

Sergio Gaspar es un poeta y editor nacido en Checa, Guadalajara, en 1954. Es licenciado en Filosofía y Letras por la universidad de Barcelona. En 1996 y también en Barcelona creó la mítica DVD Ediciones, editorial que dirigió hasta su cierre en 2013, tras haber publicado más de doscientos títulos principalmente de poesía, novela y cuento, entre los que caben destacar libros que marcaron un hito en la poesía española reciente como Las afueras (1997) de Pablo García Casado, Mi primer bikini (2008) de Elena Medel, Carne de píxel (2008) de Agustín Fernández Mallo o El fósforo astillado (2008) de Juan Andrés García Román, así como la obra traducida de autores contemporáneos fundamentales como John Ashbery o Charles Simic. Ha publicado los libros de poemas Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009), además de la novela Viento de tramontana (2014).

***

UMBRAL

El 25 de junio, a las siete de la tarde
-una hora como tantas, tal vez poco taurina-,
murió mi madre en el hospital de Sant Pau,
en Barcelona, de un colapso cardio-respiratorio.

El 25 de junio, a las siete de la tarde,
cuando aún no había terminado de caer
el sexto toro sobre la arena de La Monumental,
cuando yo no he terminado de jugar todavía
con los cacahuetes que mis padres me compraron
hace ahora mismo cuarenta y cinco años
para que no me aburra durante la corrida,
a esta hora podría haber concluido su historia,
una historia por lo demás irrelevante,
de ésas que no llegan a titular de La Vanguardia,
de ésas que ni siquiera aparecen si paseas con Google,
entre los escombros de la información.

Pero

-la verdad nos aguarda tras los nexos adversativos-
Occidente, el progreso nacido a la luz
de La Ilustración y del Renacimiento,
y también el miedo a la muerte que anidaba en nosotros,
y también su propio miedo a morir, y quizá
-quiero pensar también en esta hipótesis- sus ganas
de permanecer a nuestro lado en la estancia del aire,
compartiendo el tiempo y las cosas del tiempo,
todo esto se juntó para que mi madre muriese
finalmente treinta y seis días después de morir.

Ésta es la historia de esos días. La cuento
de la única forma en la que puede ser contada
una historia: a trozos, por metonimia,
ajustándome al dibujo de los seres, sabiendo
que cualquier vida se vive completa, instante
tras instante, espiración tras inspiración,
alimentándose y defecando, orinando y bebiendo,
pero ninguna vida logra ser contada en su totalidad.

Ésta es la ley del mundo, en un mundo sin legisladores.

Vivimos todo, pero contamos sus fragmentos.

***

ALGUNOS METROS DE INFINITO

Definitivamente no seré feliz. Lo mismo
que no aprenderé inglés, definitivamente.
Ni conoceré la vagina de Elsa Pataky,
ni seguramente Nueva York, tal vez ni Ourense.

He llegado a una tierra, al final de la tarde,
que es el piso en el que mi madre crecía su enfermedad
y, todas las tardes de domingo, tras pedirnos
que bajásemos a tomarnos un cacaolat con un dónut,
después de habérnoslo pedido infinitas veces,
después de haber viajado a la puerta cerrada con llave infinitas veces,
después de haberse acostado y levantado vestida de su cama infinitas veces,
antes de las infinitas veces en que saldría a la ventana a vigilar la calle,
antes de las infinitas veces en que saldría al balcón para saludar
al perro de los vecinos, que ladraba o la saludaba o el misterio
-porque yo he aprendido el infinito y seguiré aprendiéndolo
viendo a esta mujer enferma realizar los mismos pequeños viajes,
todos los días, a las mismas horas, en un siempre sin salida,
con su vida reducida a media docena de movimientos,
de la mecedora a la cama, de la mecedora al balcón,
de la mecedora a la cama, de la cama hasta el váter,
media docena de movimientos que son exactamente el infinito,
que se aprende de pronto al final de esta tarde sin final,
porque mañana volverá a ser la misma tarde, cuando
decía o dirá: Está visto que hoy no bajaremos, y se desnudaba
y se acostaba, y se levantaba hasta la mecedora,
y se volvía a acostar en su cama, y volverá a acostarse,
seguirá haciéndolo ya muerta, porque se perdió
-o quiso entrar, no lo sé- en el infinito y ya no sabe
-o no querrá, lo ignoro- salir de él o de ella o regresarse.

Con ella estoy ahora: cincuenta y dos años cumplidos
en mi cuerpo nos reúnen. Ahora ya sé –sin dolor- que hay cosas
que no sucederán, lo mismo que sé que quedan por suceder
cosas que no puedo imaginarme, cosas sin rostro ni nombre,
cosas que no debo aguardar ni de las que deberé sentir miedo.

Cosas solamente.

Hacia ellas voy.

***

TERNURA

De vez en cuando, hay que matar algo para seguir viviendo. Parece un pensamiento terrible y es un pensamiento terrible. Palabras de asesino, sonidos de crimen. Pero acércate: mira conmigo dentro de este pensamiento, urga con tus dedos entre estos sonidos que nos observan desde un rostro que se parece confusamente al nuestro. Verás las carnicerías con reses descuartizadas, los congelados de los supermercados, los insecticidas ofrecidos en hileras, el amasijo de células cuyo crecimiento detuviste al abortar, el cáncer que matas en tu sesión de quimioterapia, las flores que estás cortando una mañana de domingo en tu jardín. Verás el toro en la corrida, la lata de atún en conserva, la guerra de Irak, los caracoles de tu última cena, el condenado por violación y asesinato  sentado en la silla eléctrica, los movimientos del ratón al que infectaron del virus del sida en un laboratorio, el césped fumigado para que tomes el sol en la piscina del hotel sin que te estorben los insectos. De vez en cuando, matamos algo para seguir viviendo. No es lo terrible, aunque sea terrible. Es también la ternura. Como esta mosca que aplastas para que no moleste a tu hijo dormido.

***

CONVERSACIÓN

¿Por qué no has tenido hijos?
Voy a contártelo, y contigo a todas
las mujeres que me lo preguntaron.

Para que nadie deseara mi muerte.

***

FINAL

Rodeado estoy de seres que no quieren,
no han querido, definitivamente no querrán
que exista.

De pájaros que no han deseado, no desean,
ni en sus última alas desearán
que exista.

De piedras que no aprendieron a querer,
no podrán aprender -¿quién les enseñaría?-
que yo exista.

De árboles que no me dan su sombra,
de polvo que no precisa que lo ande,
aunque yo exista.

De plantas que no empiezan a crecer por mis ojos,
de seres que no aceptan sucumbir
por prolongar mi vida:

yo, inmolador constante
al implacable dios de mi deseo
de seguir existiéndome.

En ansia solamente de mí mismo,
frente a la inmensidad
de seres que no quieren, no han querido,
definitivamente ya no querrán
que exista.

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