La editorial Papeles del Náufrago viene de publicar una edición no venal de Una sola oscuridad, un poemario de Joan Margarit del que Zenda comparte cinco poemas, antecedidos por el breve prólogo escrito a propósito de la publicación del libro por Antonio Lafarque.
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A mis soledades voy
Antonio Lafarque
No figuraba Lope de Vega entre los autores de cabecera de Joan Margarit, pero el verso inicial de uno de los romances de La Dorotea resume la mirada con la que el poeta catalán contempla sus primeros doce años de vida. Las secuelas de la Guerra Civil determinaron la orientación temática y la crudeza expresiva de estos textos. Tan descriptivos son que nada tienen que envidiar a los iconos fotográficos de aquella etapa firmados por Robert Capa o Agustí Centelles.
Margarit viaja a su infancia con la lucidez de quien conserva el dolor y ha aprendido a convivir con él. El poeta va a sus soledades (ausencias de los padres, aislamiento escolar, carencia de amigos) para sentir el consuelo que proporciona la descarga de algunos hechos puntuales y sus emociones consecuentes, pues, como dejó escrito, «la poesía sirve para introducir en la soledad de las personas algún cambio que proporcione un mayor orden interior frente al desorden de la vida».
En un pasaje de Para tener casa hay que ganar la guerra rememora la noche del fallecimiento de su hermana Trini como «una sola oscuridad»: la misma que nubló su solitaria infancia.
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Tres mujeres
Esa fotografía nos la hicimos
a los tres años de acabar la guerra.
Es el jardín, o mejor dicho, el patio
trasero y descuidado de la casa.
Nadie sonríe.
El miedo impregna los vestidos rotos
y remendados tantas veces,
igual que las familias.
Miramos a la cámara: mi madre
con su peinado alto, de película
de la Francia ocupada, y mi abuela
que retuerce un pañuelo entre sus manos
por uno de sus hijos, todavía en la cárcel.
A la otra mujer casi no la recuerdo:
mi tía, enflaquecida por las penas,
murió del corazón al cabo de unos meses.
Entre las tres, en bicicleta, serio
como un adulto, con mis cuatro años.
Qué poco queda ya
guardado en el cuartucho del recuerdo
que da a ese jardín seco de un otoño
con fantasmas de rosas.
Jardín de mi niñez: patio del miedo.
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Coraje
La guerra ha terminado, pero la paz no llega.
La tarde cae ruda y silenciosa.
Miro a mi abuela —tengo cuatro años—
mientras mea de pie junto al camino
con las piernas abiertas debajo de la falda.
Siempre que lo recuerdo, vuelve el chorro,
poderoso, a caer contra la tierra.
Fue ella quien me enseñó que el amor es
claridad y dureza al mismo tiempo,
que sin coraje nadie puede amar.
No era literatura: no sabía leer.
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Primer amor
Triste Girona de mis siete años.
Posguerra, donde los escaparates
tenían un color gris de penuria.
Y, sin embargo, en la cuchillería,
destellaba la luz de las hojas abiertas
como si se tratase de pequeños espejos.
Descansando la frente en el cristal,
miraba una navaja larga y fina,
bella como una estatua gris de mármol.
Puesto que en casa no querían armas,
fui a comprarla en secreto y, al andar,
la sentía, pesada, en mi bolsillo.
Cuando, a veces, la abría, muy despacio,
surgía, recta y afilada, la hoja
con esa conventual frialdad del arma.
Silenciosa presencia del peligro:
la oculté, los primeros treinta años,
tras los libros de versos. Después, en un cajón,
metida entre tus medias y tus bragas.
Hoy que he cumplido los cincuenta y cuatro,
vuelvo a mirarla, abierta en la palma de mi mano,
igual de peligrosa que en la infancia.
Fría, sensual. Más cerca de mi cuello.
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Refugios
He conservado pocos: uno de ellos
es el recuerdo de aquellas mañanas
de un invierno en Girona
con las calles cubiertas por la nieve.
El humo de una estufa comenzaba
lentamente a escribir un poema futuro.
Guardo pocos refugios: los olores
que fui coleccionando al recoger del suelo
los paquetes vacíos de tabaco,
aquel mítico rubio que traía consigo
un perfume de nombres de películas.
Una fotografía de mi padre sonriente
mirando con franqueza hacia la cámara.
Yo dejé de escucharle.
Él dejó ya de hablar y de escuchar.
Me queda una sonrisa, justo esa
de la fotografía.
No necesito más para no ser un huérfano.
***
En invierno antes del alba
Las recuerdo de niño:
grandes e iluminadas, las puertas del mercado.
Eran como mi madre, que no vivía en casa.
Se abrían a la helada oscuridad
de la calle por donde, con temor,
yo pasaba camino de la escuela.
Los miedos de los viejos, ¿vienen todos
de las calles oscuras de la infancia?
Madre, este viejo no es más
que el niño al que durante aquellos años
dejaste solo demasiado tiempo.
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