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5 poemas de W. D. Snodgrass

William de Witt Snodgrass fue un poeta nacido en Wilkinsburg, Pensilvania, el 5 de enero de 1926. Se le considera con frecuencia como uno de los fundadores de la poesí­a confesional, aunque el propio autor afirmó en vida que detestaba este término porque era una etiqueta periodí­stica que se podí­a leer con connotaciones religiosas. Sus poemas tratan temas cotidianos con un tono y unas imágenes sencillas, que ahondan en los sentimientos presentes en el día a día. En un momento posterior de su obra, Snodgrass amplió su visión para examinar los problemas del siglo XX en la cultura occidental. En este último sentido, es reconocido el libro Fuehrer Bunker, en que da voz a los hombres y mujeres que compartieron el búnker de Adolf Hitler en 1945. Ganó el Premio Pulitzer de Poesí­a en 1960 con el libro Heart’s Needle (La aguja en el corazón, 1959), donde transmite, con ferocidad y austeridad, el dolor que sintió por la separación de su pequeña hija tras su divorcio, pero también el deseo de empezar una nueva vida buscando algo parecido a la felicidad. Murió en el Condado de Madison, Nueva York, en 2009. Presentamos una selección de sus poemas con traducciones de Giselle Rodríguez Cid, Frank Báez, Juan Afanador y Santiago Ospina.

***

La aguja del corazón (fragmentos)

2

Finales de Abril y tú tienes tres años; hoy
plantamos tu jardín en el patio.
Para prevenir que perros realengos por la noche
y los túneles de los topos, dañen tus juegos,
cuatro delgados palos hacen guardia
levantando su delgado hilo.

Pero fuiste la primera en demolerlo.
Y después de batir bien la tierra
trajiste tu regadera para ahogar
a la tierra y a nosotros con ella. Pero estas semillas mezcladas
están metidas con leve marga en firmes filas.
Hija, hicimos lo mejor que pudimos.

Alguien tendrá que sacar las malezas y esparcir
los jóvenes retoños. Regarlos en la hora
en que cae la sombra sobre sus lechos.
Tendrás que mirarlos diariamente
porque cuando florezcan
yo estaré lejos.

***

Nadie puede decirte por qué
la temporada no espera;
la noche en que te dije
que debía partir, sollozaste de una forma aterradora
para quedarte hasta tarde despierta.

Ahora que el abanico está girando,
damos nuestro paseo
entre las flores municipales,
robamos una de su tallo,
tratamos de conversar.

Resollamos como gigantes bocones
dispersando con nuestro aliento
grises dientes de leones;
secuela de helados vientos es la primavera.
Dice el poeta.

Pero los ásteres, también, están grises,
un gris fantasmal. El frío de la noche pasada
pone en camino a
petunias y enanas caléndulas,
jorobadas y viejas.

Como nervios sujetos en un gráfico,
la escarcha ha borrado a
la mitad de la vid de campanillas
aun garabateada a través de sus rígidos cordeles.
Como líneas rotas

de versos que no puedo componer.
En su telar enmarañado
encontramos una flor para llevar,
con algunos capullos tardíos que quizás florezcan,
de vuelta a tu habitación.

Viene la noche y el rocío se endurece.
Me cuentan que la hija de un amigo lloraba
porque un grillo, quien
había trovado toda la noche frente
a su ventana, ha muerto.

***

8

Yo te insistía lo mejor que podía
aunque no servía de mucho;
no tolerabas tu comida
hasta que la dulce y fresca leche se agriaba
con jugo de limón.

Eso te alborotaba como una buena broma.
El primer junio en el patio
como Nerón en cuclillas durante una fiesta
te sentaste y masticaste el clavo dulce.
Eso ha terminado.

Cuando fuiste lo suficientemente mayor para caminar
fuimos al zoológico a alimentar
los conejos con hierba dulce;
vimos el par de monos, encerrados,
consumiendo su sal.

De vuelta a casa vimos las lentas
estrellas que nos seguían bajo la bóveda celeste.
Dijiste, vamos a atrapar una que esté bajita,
despellejarla
y preparárnosla de cena.

Como el proveedor ausente,
rara vez te convidaba a tales comidas;
comíamos en restaurantes locales
o traíamos los almuerzos que podíamos empacar
en una bolsa marrón

con un pan rancio y seco que le arrojábamos a los patos
en la laguna verde e inmunda.
Galletas para los puerco-espines y los zorros.
Caramelos para que los astutos mapaches
los frieguen y los enjuaguen

arrojándolos luego en sus mugrientos cubos
y contemplándolos entre sus garras.
Cuando me mudé cerca de la cárcel
aprendí a freír
tortillas y pastelitos de manera que

pudiera prepararte meriendas en mi mesa.
Mientras me reconstituía de la desesperanza,
cuando fui capaz,
la única solución posible era
que vinieras lo menos posible.

En Halloween vienes una semana.
Te disfrazas de zorro
bermellón, lustrosa,
gorda y bizca en el desfile
o donde asoman las lámparas con malicia

vas con tu bolsa de puerta en puerta
recogiendo obsequios. Qué bizarro:
cuando te quitas la máscara
mis vecinos olvidadizos se preguntan
de quién eres hija.

Por supuesto pierdes el apetito,
lloras y no quieres tocar tu plato;
como una ley local
coloco tu comida en un cajón naranja
en tu cuarto durante días. De noche

te tiendes dormida ahí en la cama
y te rascas el mentón.
Con toda certeza los crímenes de tu padre
te están
visitando.  Tú me visitas de vez en cuando.

Se acabó el tiempo.  Ahora nuestra calabaza me ve
trayéndote tu maleta.

Se aguanta la risa;
la frente se arruga, hundiéndose.
Este año rompiste tú primera corteza de nieve

del escalón para comértela.
Aunque nos manejamos bien por días
ansío dulces cuando te vas y sé
que estos pudren mis dientes. Así es, nuestra dulce
dieta nos provoca caries.

***

Sentado afuera 

Estas sillas de jardín y la chaise lounge
de voluminosa madera de secuoya fueron compradas para mi padre
hace veinte años, luego desplomadas en el patio
adonde él iba raras veces cuando aún podía trabajar
y nunca se quedaba un largo rato. Su brazo izquierdo
en un cabestrillo, luego talado, ahí fumaba o dormía
mientras el tiempo duraba, miraba qué autos pasaban,
leía los reportes de la bolsa, contaba pastillas,
luego dormitaba de nuevo. Yo no fui allá
en esas últimas semanas, harto de los delirios
que ellos aún tenían, su charla de planes
para algún tour en bote o un viaje a las Bahamas
una vez que se hubiera recuperado. Bajo nuestros sauces,
a este viejo conjunto le ha ido bien: nos hemos sentado en compañía,
leído o tomado notas —aunque los apoyabrazos
se ponen secos y astillosos o las llantas se caen
por lo que todo el armazón se debilita si se arrastra
a través del áspero terreno. Claro que los árboles,
también, pueden no durar: las hojas se huracanan,
las ramas se quiebran, la corteza perforada
se separa, luego se desprende. Yo mismo tengo un hijo
con cosas por las que preocuparme. A veces pienso
desde que me retiré, sentado aquí a la sombra
y sintiendo los vientos virar, que debo de haber estado lleno
de un pavor infantil de que podías encontrar a alguien muriendo
si te acercabas demasiado. Y no puedes estar seguro del todo.

***

Una casa con llave

Mientras conducíamos de regreso, cruzando la colina,
la casa aún
oculta entre los árboles, yo siempre pensaba
—un miedo de tonto— que podría haberse encendido
en llamas, alguien podría haber penetrado.
Como si las cosas debieran de ser
demasiado buenas aquí. Aún, siempre la encontrábamos
bien asegurada, sana y salva.

Mencioné eso, una vez, a manera de chiste;
hablamos, sin lugar a dudas,
sobre lo absurdo
de temerle a la envidia de un dios arisco
de nuestra buena fortuna. Desde la granja
de al lado, nuestros vecinos no vieron que algún mal
llegara a las cosas que queríamos aquí.
¿Qué teníamos que temer?

Tal vez debí haber pensado: todas
esas cosas se pudren, caen
—graneros, casas, muebles.
Los dos somos más fuertes que lo que éramos
separados; hemos crecido
juntos. Todo lo que poseemos
puede arder; sabemos lo que cuenta —una idea
de ese estilo. Dijimos tanto.

Hemos visto a amigos llevados a la traición;
sintieron que el amor les vació
algún yo que necesitaban.
Habíamos dicho que el amor, como un brote, puede alimentarse
del odio que entregamos y disfrazamos;
nos advertimos. Que tú podrías despreciarme
—odiar todo lo que más amamos—
ninguno de los dos lo pudo haber adivinado.

La casa aún está en pie, con llave, como estuvo en pie
sin ser tocada unos buenos
dos años después de que partiste.
Algunas cosas se perdieron en el acuerdo;
algunas cosas se escabulleron. Suficiente ha quedado
para que yo vuelva algunas veces. El robo
y el vandalismo eran de nosotros.
Tal vez debimos haberlo sabido.

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Francisco Santos
Francisco Santos
8 ddís hace

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