Durante sus años de juventud, el poeta y novelista galés William Henry Davies fue un vagabundo que recorrió Estados Unidos y Canadá. Pero su vida como asiduo a los suburbios, habitual en el mundo del hampa e incluso buscador de oro cesó el día en que, al saltar de un tren, sufrió un accidente que obligó a los médicos a amputarle un pie. A partir de ese momento se dedicó a la literatura. Su obra sigue cautivando por su estética de la fealdad y sus juegos de ingenio.
En Zenda ofrecemos cinco poemas de la Antología Poética publicada por El Desvelo en una edición a cargo de Gabriel Insausti.
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“SCOTTY” BILL
Aquí está ‘Scotty’ Bill —sesenta abriles—
que al levantarnos, a primera hora,
jura que todavía no es verano.
“¿Pues dónde”, nos pregunta, “están las moscas?”.
Pensé que lo alteraba la vejez
pero sentía gran sorpresa cuando
lo oía lamentar, todos los días,
que no trajese moscas el verano.
Pregunté a un huésped: “¿Sabes qué problema
aqueja al viejo Bill, por qué rezonga?”.
“Bill fabrica un papel con pegamento
y se gana el jornal cazando moscas”.
Qué importa que el verano traiga flores:
eso no alegrará sus ojos lúgubres.
No le digas que ya está aquí el verano
si viene sin las moscas de costumbre.
Pero Bill no es del todo un ignorante
y sabe cuál es la maldita causa
que ha robado sus moscas al verano:
“Esas jodidas leyes sanitarias”.
Yo, con mejor comida y ropa,
podría mantener a Bill cien años.
Tres veces no apagó su luz la muerte
esperando la ayuda de su llanto.
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EL BUEY
¿Por qué pararme, bestia, a elogiar
tus flancos pálidos, tu rojo lomo,
los rizos de tu frente, que no dan
alegría a tus ojos pesarosos?
Yo no entablo amistad con el ganado,
las ovejas, las aves que no vuelen,
pues no viven según naturaleza
y es el hombre quien los sentencia a muerte.
Porque, aunque yo te concediese un nombre
y cuidase de ti por hoy tan sólo,
¿dónde estarás mañana si despierto
y hacia ti vuelvo, ávido, mis ojos?
Pues no, no perderé lo que no encuentre,
no tengo para ti gozo o tristeza.
Así que aparta tus enormes ojos,
que a través de la verja me contemplan.
¿Ves ese petirrojo solo, quieto,
en la rama sin hojas del manzano
con su pecho rojizo, como un último
fruto que por azar nadie ha arrancado?
Sólo con que le haga yo algún caso
vendrá todos los días a mi puerta
y es Dios, no el hombre, quien decide cuándo
el petirrojo ya nunca regresa.
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EL PERPLEJO BROWN
Vino un hombre a vendernos su camisa.
¡Un borracho misérrimo, sin blanca!
Riley, que por allí estaba sentado,
le susurró a Brown estas palabras:
“A ese mendigo que ha pasado ahora
lo conocí yo en tiempos más boyantes.
Ganaba tres chelines en un día
cuando la recogida del guisante”.
“¡Dios nos asista! ¿Quién lo hubiese dicho?”,
exclamó Brown, “Hoy cuesta imaginarlo:
pensar que el hombre fue lo que me cuentas
¡y hoy verlo taciturno y cabizbajo!”
“Si fuese otro, Riley, quien contase
lo que tú me has contado”, siguió Brown,
“—¡Dios nos asista!— yo pondría en duda
que es como tú lo cuentas”, le gritó.
“No lo vas a creer, pero hace años
conocí en este mismo albergue a alguien
que ahora es propietario”, dijo Brown,
“de una pescadería, ¿no es chocante?”.
“Un tipo muy educado, pero hacía
cosas extrañas para un pordiosero:
lo vi una vez lavándose los dientes”,
exclamó Brown, “¡que me aspen si no es cierto!”.
***
EL VAGABUNDO ALEGRE
Soy un alegre vagabundo: os gruño
y silbo hasta que encuentro otro zoquete.
Llamo “señor” al hombre, “mozo” al chico,
“joven” a la doncella, y a la madre
adulo cuando el niño ya camina.
Aunque en la casa pobre no hay contento
salvo cuando blasfema o anda el niño,
les entristece mi fingida pena.
Cuando —como ese roble sin corteza
que deja ver sus ramas ya desnudas,
inertes sobre el suelo— sin mi abrigo
me tumbo entre una hierba que es tan alta
que ocultaría a un niño, compadezco
a medio mundo. Si es verano, ¿importa
que esté descalzo o que mi piel asome?
Tu precio es la incomodidad, orgullo.
Tú hiciste que aquel bestia se cortara
los pies, que en sus zapatos no le entraban.
Aunque no leo libros, leo al hombre
y en lo que vale el alma precio un rostro
mejor que muchos que creen saberlo.
Cuando el sol luce, me es grato acostarme
todo el día, entregarme a la pereza
y dejar que mi sueño haga el trabajo:
uno muy dulce, sin sudor ni agobio.
Me río de su pena y sus preguntas,
pero siempre halla excusa el hombre ocioso.
Aunque no siempre río: por ejemplo,
qué hermoso el día ayer, qué azul el cielo.
Vino una nube clara y tres oscuras
—barcos piratas que entre sí luchaban—
y una lluvia inclemente durante horas
que casi derribó por tierra el cielo.
Y luego hubo riachuelos, y no fui
ya un vagabundo alegre, sino triste.
***
EL VIENTO
A veces gime entre los árboles frondosos
como en una ensenada, cuando las olas corren
entre las altas rocas, o rompen majestuosas
igual que melodías en una vieja iglesia.
A veces se parece al ruido de los niños
cuando encuentran a uno jugando al escondite.
A veces refunfuña como un perro dormido
que es pasto de las pulgas, y luego deja oír
profundos y vacíos sonidos, como un hombre
hambriento al que le suenan las tripas, y más tarde
murmura un gran lamento igual que el de un enfermo
que teme que al moverse su dolor sólo crezca
o gime horriblemente, como gime el minero
que suben de los pozos a los pies de su esposa,
después de algún derrumbe. Si un día está travieso,
nos trae males peores que el parlamento extraño
que mantienen las brujas allá en las islas Hébridas.
Por aquí, por allá, siempre hace cuanto quiere,
sabe los trucos del fantasma por la noche:
cómo cierra las puertas, nos apaga la luz,
hace temblar los cubos, llama en la ventana
y susurra, suspira, brama, grita, aúlla.
Sin duda él encaneció la cabellera
de un hombre que durmió un día en el albergue.
Por la mañana era un anciano, estaba loco.
Quienes vieron la escena no lograban creerlo.
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Autor: William Henry Davies. Título: Antología poética. Traducción: Gabriel Insausti. Editorial: El Desvelo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Una flor que nació y murió en un desierto, sin que se supiera de ella, porque nadie lo contó, fue desgraciada.