La sevillana Esther Garboni reúne sus nuevos poemas en un libro «de mundo amplio, de ánimo aullante, de voluntad indomable, de intimidad dañada: A mano alzada«, que acaba de publicar Libros de la Herida en su colección «Poesía en resistencia». Son versos de meditación y de hallazgo, de vida en crudo, porque la poesía también es eso: no aceptar lo irremediable, buscar sin equilibrio.
Como indica su título, A mano alzada se sirve de las artes plásticas, si bien aquí la palabra es la única herramienta. “Solo tengo un idioma heredado y vivo, a veces enemigo, a veces cómplice. / Solo tengo mi voz”, confiesa. Luego, a través de tres técnicas artísticas, «Aguafuerte», «Pincel seco»… Garboni da estructura al libro, donde lo celebratorio y lo trágico coinciden en una misma voz.
A MANO ALZADA
Busco el trazo preciso, la imagen más nítida,
el dócil pincel que dé vida a la idea
y limite con ímpetu mi irreductible abismo.
Busco atrapar la luz que contiene el tiempo;
busco el lienzo sagrado donde toma forma
la verdad policromática
y busco, ante todo y ante ti,
las áureas proporciones del amor…
Pero yo solo tengo la soledad del verbo primero
frente al misterio de lo no expresado.
Solo tengo un idioma heredado y vivo,
a veces enemigo, a veces cómplice.
Solo tengo mi voz.
Nunca fue recta mi línea, ni firme el pulso,
pero mi palabra es un lápiz afilado
con el que dibujo siempre,
indómitamente,
a mano alzada.
LA LECTORA
Nosotras, que cerrábamos
la puerta, a ciegas,
tantas veces mirábamos la lámpara…
Teníamos quince años.
También tuvimos siete
y siempre era la víspera
de cada primavera
para nosotras,
que llegábamos tarde
al verano y a casa.
Cerrábamos la puerta para escribir poemas
sin sangre en las rodillas, en pijama o en bragas,
descalzas, casi siempre, y despeinadas
las más veces. Insomnes soñadoras,
nosotras,
que cerrábamos la puerta
y abríamos los ojos al misterio
de la palabra viva que sacude,
la palabra que azota y que perturba,
la que viste de viernes por la noche
cualquier lunes de invierno en la mañana.
Confundieron a veces
nuestro silencio
con la tristeza; no podía nadie
ser más feliz
que quienes caminábamos
sin mirar nunca al suelo,
pues no se cae aquel
que va sujeto a un libro.
Vosotras que cerrabais la puerta con pestillo,
¿llegasteis a saberlo?, ¿podíais intuirlo?
La poesía era eso.
Éxtasis y dolor.
Nada más pornográfico
que el cálido momento en que subía
al pecho una metáfora.
Yo, pecador, me confieso ante Dios…
Hoy lo sabemos:
crujirán nuestros huesos
cada vez que crezcamos;
con fiebre y a estirones se escribe algún poema.
Y cuando nada quede,
cuando abramos la puerta,
será nuestra palabra, sencilla y descarnada,
el hilo de sutura
que nos ate a la vida.
POETA
Se te dio, poeta, el don de la mirada
sobre las cosas bellas; pudiste ver arder
el mar y encenderse los bosques en la noche.
Se te dio, poeta, el color, el sabor, el tacto
de la belleza.
Se te dio la palabra.
Se te dio la música.
Y a cambio, poeta, se te dio el dolor,
el desgarro infinito, inconsolable, impúdico
de contemplar
cómo lo bello se hace mentira
a poco que alguien se recree en su goce.
Se te dio, poeta, el dolor de saber
que, al cabo, de nada sirve tu palabra.
Es la poesía, y no tú, poeta,
la que resiste al tiempo.
Morirás, poeta,
aunque tuyos sean ahora
el color, el sabor, el tacto… la poesía.
VERANO DE 1930, VUELTA A CASA
(Homenaje a Vicenta Lorca Romero y a mi madre)
Y se comió con piel la Gran Manzana,
a grandes lametazos, viendo, triste,
el flujo de la sangre en las aceras,
dolorosas sin luto y sin un nombre,
mercantiles, impúdicas, borrachas…
Compró una aurora rota en Wall Street,
oyó a la tierra fermentar de asco,
tomó fotografías de los ecos
que el ruido crucifica en las vidrieras
y calculó desproporciones áureas
en las formas que toma la obsesión
por lo excesivo. No quería un mundo
tan grande, ni tan hondo un mar. Cedió
a tanta desmesura. Tomó un taxi.
Y ha vuelto, sin maletas, a la vega,
al tiesto de arrayán, al pozo sabio.
Desgranando certezas, a la sombra
de un patio de geranios, me ha pedido
un vaso de agua fresca para el alma
y en su silla de anea y de paciencia
me ha dejado el relato de su andar.
Vendrá un definitivo y negro agosto
quebrando juncos, de dolor tiñendo
los campos bajo un sol apocalíptico,
pero ahora… Silencio, no despierten,
con su curiosidad y sed de lunas,
no al hombre, sino al niño que dormita
soñando, al aire libre, con jazmines.
BRINDIS FINAL
Escancias en mi copa tu sentencia,
derramada penumbra, amargas vides
que nunca contuvieron ambrosía,
sino el sudor del campesino herido
por el sol, por la sed, por la codicia.
A beber quieres darme un vino roto
nacido en emparrado y espaldera,
de un dolor que, baldío, se hace odio
y templado fermenta como el ego
del necio que al abrigo del poder,
sabiéndose vengado, halla su calma.
Y ahora que perdimos los pudores
y el tiempo y el dinero y la paciencia,
brindemos por los muertos compartidos,
por Góngora y Herrera, por San Juan,
Cernuda, Juan Ramón, Vallejo, Otero;
busquemos el perfecto endecasílabo
que encabalgue distancias y soberbias;
paguemos todo el vino que bebimos
y el pan, la piel, la sal, la paz, las ganas
de vivir, de volar… la poesía.
Y ladremos verdades como perros
sin miedo a que el bozal del amo fiero
nos robe la razón y la pureza.
¡Descorcha otra botella de silencio
y lo que callo, escucha, y lo que brindo:
soy vid, fui sed; fui dios, soy fe. Soy tú!
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Autor: Esther Garboni. Título: A mano alzada. Editorial: Libros de la herida.
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