Llegó a la poesía de la mano de grandes maestros como García Lorca, Cernuda, Jiménez y Chacel. A continuación reproduzco 5 poemas de Juan Gil-Albert.
Los muchachos
Homenaje a Porfirio Barba-Jacob
Me veo precisado a repetirlo
una vez más: mis solos compañeros
de ruta y lecho: jóvenes que fuisteis
mi tentación más firme y el encanto
de mi flaqueza. Debo repetirlo
por última verdad: os amé a todos
cual si fuerais el mismo y el distinto
que cada vez mostrábase a la vista
como un primaveral brotar de nuevo:
fuisteis David, Tobeyo, Albano, Cinthio,
y aquél que no durmió nunca en mis brazos
pero supo decirme como nadie
que me quería. Espectros redentores
de mi corporeidad, númenes vivos
de mi pasión, tormentas fugitivas
de mi buen tiempo. Chicos azarosos
que con vuestras muchachas e inquietudes
cumplíais vuestro sino dando el pecho
a toda adversidad y pregonando
la frágil dicha, el sueño interrumpido,
lo duro que es vivir aun siendo joven
y la mucha energía que se gasta
en tratos baladíes. Pero entonces,
como quien oye a Dios o algún maestro
que suele aparentar su misma calma,
veníais a buscar en mi clemencia
el resplandor difuso de mi sombra
rodeada de sol como un gran árbol
que nos acoge en sí y que nos preserva
de no sabemos qué, muchachos míos,
de no sabemos qué. ¡Qué más quisiera
que haberos preservado eternamente
de vuestra soledad originaria,
de vuestro desconcierto! Nunca pude
sino disimular mi limitada
zona de luz, lo poco que tenía,
para que sustentáramos unidos
esta gravitación de la existencia.
Pero os he sido fiel y eso me salva.
Estaban bien dispuestos los altares
en los que colocaba cada noche
vuestra imagen triunfal con su avecilla
de temblorosa luz. y aun cuando a veces
la soledad rociaba con ausencias
mi corazón, presagios eran siempre
de una nueva deidad que se avecina,
y pronto dibujábase en la mente
un inédito rostro que aportaba
con el sueño pasado la extrañeza
de un nuevo amanecer: constancias mías
de la cambiante forma que me disteis.
Así quiero que conste en mis palabras
lo que es verdad y nadie desvaríe
cuando quiere emplear la suficiencia
y hablar de lo que ignora. Sólo sabe
quién es quien se hace dueño de sí mismo.
Yo soy quien os amó. Vosotros fuisteis
los órganos florales de mi suerte.
y ahora que ya no estoy sobre la tierra
y que en hombres vosotros convertidos
añoráis algún día la fragancia
de lo que se extinguió, sabedme siempre, I
dispuesto a recrear no importa dónde, !
no importa con qué nuevo compañero,
la evanescente forma prohibida,
este inútil contacto perdurable
que fue mi meta.
La melancolía
En los postreros días del invierno
las claras lluvias alzan del abismo
un velo luminoso. Despejados espacios
flotan sobre las aguas invernales,
y un recóndito prado verdeante
surge ligero. Entonces una sombra
graciosamente andando reaparece
hacia el claro horizonte derramada,
y tras su espalda se abren los rumores
de una ofrenda gentil. En sus tobillos
sopla la brisa el surco de su velo,
y cual aparición queda en las almas
de arrobamiento. Apenas alejada,
sombra o verdad que cruza melodiosa,
sentimos nuestros pies paralizados
por su espectro ligero, y en las plantas
de nuestra mansedumbre ya verdea
el pálido confín, y los arroyos
se vierten como música en la tierra.
Sagrada luz resbala en nuestros hombros
cual un tibio vestido y contemplamos,
como hijos del sol, la nube henchida
vagar y en la ceñosa peña abrirse
la llama de la rosa. Es, nos han dicho,
la dulce Primavera; id a los bosques
donde al pasar la oscura tentadora
ha quedado un temblor insatisfecho
entre las misteriosas aves frías
que pueblan esas bóvedas silvestres.
Joven es el amigo que acompaña
nuestro pasmado anhelo con su casto
corazón encendido; ya no sabe
si es amor o amistad la que enamoran
sus delicados ojos, y se turba
ante la hermosa vida revelada.
¡Cuán breve es la embriaguez para los hombres!
Hoy, cuando he visto a aquella que ensimisma
los terrenales campos y los llena
de un fulgor amoroso, fui delante
de la visión que antaño sedujera
mi mortal alegría y la vi extraña,
Con sus negros cabellos recogidos
por triste diadema, cual la sombra
de los que como el oro recordaba
brillar entre sus velos. Sus ropajes
cuelgan ensombrecidos con un gesto
de cansada arrogancia. No muy lejos
se oyó cantar la tórtola dolida
en íntimos coloquios, y la dama
miraba con intensa servidumbre
las frescas violetas germinando
entre las verdes hojas de la noche.
Al acercarme vi su frente blanca
de extenuación y dije: ¿Tú quién eres?
Soy la Melancolía.
A un arcángel sombrío
Algún día
el sigiloso administrador de la divinidad,
aquel doncel extraño,
descenderá, para llevarme allí
donde su espada da luz a los elegidos
y la radiante oscuridad de sus ojos
satisface la integridad del hombre,
así como la fruta madura
sirve al inextinguible apetito de la muerte.
Removerá con su oscuro aleteo
el aire corrompido de la tierra
dejando que sus candorosos pies
levanten la polvareda de los caminos
y un viento invernal
hiele el corazón de las criaturas
y haga caer como frías muecas de consumación
los viejos ramajes de los árboles.
Dejará que los que le temen
oculten su vergüenza en la penumbra
y acallando sus pechos
musiten las plegarias que destinan
al huracán que arranca las cosechas
o a la pálida peste
que devora a sus hijos.
La vida que despierta,
el inclemente pasmo de su felicidad,
borrará pronto las huellas
de tanto horror,
y una radiante luz estacionada,
un nimbo clarividente y majestuoso
delatará a los hombres
que allí vive el elegido de su corazón,
y nadie osará desplegar los labios
ni cruzar con la irrespetuosa cabeza cubierta
por aquel vergel intransitable y quieto
donde se celebran las nupcias perennes del amor.
El murmullo de la vida
discurre bajo los apagados mármoles eternos,
y las flores que crecen
en los cercos de aquel confín
ostentan un no sé qué de repleto y magnífico,
y el balanceo de sus tallos
adquiere allí toda la gentileza de lo irremediable.
¡Venturoso el corazón que alberga
tu terrible placidez!
Aquellos sobre los que has descendido libremente
-como en nuestra melancólica tierra
solemos encontramos,
cual insospechado vestigio de tu existencia,
las encantadoras criaturas
sobre las cuales posamos nuestros ojos
con angustia mortal-
tendrán al fin aprisionado
en el frágil reducto de su cuerpo
tu luz enternecedora,
el filo de tu espada que da vida,
yen torno a sus mudas frentes de placer
el aleteo negro de tu fruición
estará moviendo aquellas lacias cabelleras deseadas.
Así reinas,
divino ser del universo,
sobre aquellos que te amaron ciegamente
a través de las apariencias.
La primera tentación de la serpiente
En el tiempo en que el hombre estuvo solo,
en la paradisíaca complacencia
de lo creado, errante por los bosques
de las primeras sombras tentadoras
al descanso, cuando el sol y la luna
parecían venir y suspenderse
para mirar atónitos la gracia
originaria, el don de la sonrisa
en este solitario favorito
de la divinidad, un gran trastorno
turbó sus naturales inocencias
porque la sierpe atenta le espiaba
sus paseos dichosos. No le tuvo
que hacer llegar al claro son del agua
para rendirlo allí a aquel sobresalto
de su desnudo cuerpo. El hombre mismo
lo iba presintiendo lentamente
en un extraño triunfo deleitoso
subiéndole a los labios el aroma
de una oscura arrogancia. El se veía
contemplado en los ojos infinitos
de Dios, con tales muestras de ternura
surcadas por las ondas amorosas
de la benevolencia, que en su hondo
corazón, recién hecho para el juego
demoníaco, oyó que unos murmullos
iniciaban los pálidos temblores
de la inquieta soberbia. Los prodigios
le rodeaban, valles y montañas,
los mugidos pasmosos, los olores,
la virtud transparente de los aires,
el agua que deslumbra y los astros
musicales; a todo prefería
Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo,
ese cuerpo que el hombre adivinaba
tan leve y soberano entre las cosas.
Tocaba su nacida primavera,
el puro despertar de los sentidos,
la latente llamada de su pecho,
la fresca frente en medio de las crines
o plumas negras suaves a sus manos.
Y cayó enamorado de sí mismo,
en una gran torpeza venturosa
medio triste y contento en ese instinto
precursor de su raza. Iba solo
por las recientes sombras de la tierra,
para escuchar el crespo torbellino
de su sangre; la sierpe proyectaba
su doble imagen, y la idolatría
adolescente puso sus cimientos
en esa soledad reveladora
de la belleza. Dios quiso salvarle
de esa gran tentación, y entre las hojas
de un arbusto florido abrió la vida
de la mujer, que apenas despertada
vio al hombre ante sus ojos indefensos
y lo halló ya tan lleno del misterio
de existir que, inclinada libremente,
sintió hacia él su dulce dependencia.
La pupila de Dios volvió al reposo
de sus mejores días tras el goce
del sueño realizado, mas no pudo
borrar de algunos hijos de los hombres
aquella inclinación estremecida
que sellaba una herencia, y en los brazos
de estos ensimismados pecadores
mécese la ilusión de aquel amante
igual a nuestro rostro en el espejo.
Himno a la vida
Cuando eras una joven indefensa
con aquel cuello frágil levantando
la lozana cabeza en que esplendía
el amplio sol su dulce arrobamiento,
y cual pájaro o flor que nada teme
abre al espacio el curso de sus alas
o sus pétalos tiñe ardientemente
con el claro rubor de su existencia,
entonces te canté como si hermana
fueras de mi ilusión, y en tu regazo
fraternal vuelo alzaba contemplando
esa faz adorable. Era aquel tiempo
en que tus ojos garzos me miraban,
del color de los bosques, y surgías
toda tú cual un árbol silencioso
llevándome contigo lentamente
hacia la esbelta copa en que soñaban
las misteriosas aves matutinas.
Allí la transparencia deseada
de miles de deseos tentadores
brillaba como engaño delicioso,
y una invisible mano removía
mis cabellos cual eco prematuro
de los desordenados sentimientos
que el amor transportaba entre sus brazos.
¡Ah, lenta violencia de mi vida,
trastornadora gracia del abismo,
ese negro principio originario
que trepa con tu verde savia alada
el confín sin medidas! ¡Dónde fueron
los que como racimos se mecían
en nacarado aire, tallas ubres
de una vitalidad encantadora,
entre las hojas mágicas de fuego
de aquel festín? ¿En dónde han escondido
sus verdes oleadas de cenizas
esas fragantes rosas tentadoras,
como senos de virgen que se han ido,
dejando sobre el tallo que las tuvo
sólo una sombra gris y porfiada?
Tu color se ha mudado, criatura,
el encendido rostro del que vive
esa ascensión incólume y hermosa
pasa de aquel fulgor del oro vivo
a este gris terrenal que esparce ahora
sobre tu sien la angustia de unas alas.
Postreras alas, cumbres que nos llevan
hacia dentro en un vuelo inesperado,
por extrañas regiones invisibles,
más allá de los lindes de la tierra,
aquí en el fondo mismo del abismo
donde mi vida vive su existencia.
Vuelve hacia mí tus lágrimas sombrías,
fraternal resonancia de ancho seno,
antigua jovencilla ilusionada
cuyos largos cabellos aún evocan
aquella brisa errante. Ahora el hermano
tiende a tus pies las viñas de amargura
y en derredor los campos que florecen
leves lirios oscuros se preparan
a vernos enlazados como amantes
cruzar las blancas crestas de la tierra
por donde están las uvas que no apagan
el eterno sabor incandescente
de su fértil amargo. Allí te esperan
más que tus rosas, ¡oh hija de la carne!,
calladas violetas vespertinas
sobre las cuales vamos densamente
uno hacia el otro, amándonos confusos,
en el cálido soplo que nos lleva.
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