García Márquez supo que quería ser escritor cuando leyó a Faulkner. Yo —guardando todas las distancias— viví una epifanía similar cuando leí Cien años de soledad. Quería escribir y quería escribir como aquel hombre. Pero antes quería leer y, en particular, quería leerlo todo de aquel hombre.
Descubrí Cien años por mi profesora de primero de Bachillerato, cuando el Bachillerato aún era un Bachillerato. Quedé embrujado por el título, poético y melancólico. Como anillo al dedo para aquel adolescente de aura bohemia y vaporosas inquietudes intelectuales. Ese verano devoré la obra y, sin solución de continuidad, todo el Gabo que pude encontrar en la biblioteca municipal. Desde mi casa, barrio obrero en el extrarradio de Cartagena, caminaba bajo el sol abrasador de la canícula levantina hasta el centro de la ciudad en pos de mi dosis de prosa tropical. Intoxicado por la opulencia de aquella escritura allende los mares, buscaba enfebrecido mi papelina de la onírica atmósfera de Macondo, de plátano frito y guayaba, de las mulatas exuberantes de Cartagena —la ciudad homónima—.
Yo también quedé fascinado por el memorable comienzo, citado ad nauseam: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Y más fascinado aún por el final, «porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tendrían una segunda oportunidad sobre la tierra». Pero, en verdad, era el arranque de La hojarasca la parrafada perfecta a mis ojos: «De pronto, como si un remolino hubiera echado raíces en el centro del pueblo, llegó la compañía bananera perseguida por la hojarasca. Era una hojarasca revuelta, alborotada, formada por los desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil». Yo me preguntaba entonces lo que se pregunta un personaje de El otoño del patriarca cuando descubre los poemas de Rubén Darío: ¿cómo es posible que alguien escriba una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo?
Como el alcohólico que progresivamenta aumenta su resistencia etílica, Gabo comenzó a saberme a poco. Busqué droga más dura y la hallé en Alejo Carpentier. Del estilo emperifollado pasé al puro churriguerismo.
Después, algo se rompió en el gusto estético del joven y del público general. La literatura emprendió otros caminos, más minimalistas. Y el joven, que ya no era tan joven, recorrió gustoso el camino de la mano de las nuevas corrientes, de estilo más humilde. El mismísimo Borges avalaba la tendencia a la contención; cuando le preguntaron por Cien años, dijo que estaba bien, pero que con cincuenta habría bastado.
El maestro argentino insistió en que al escritor no le está permitido hacer uso de todas las palabras que aparecen en el diccionario. Solo le es lícito recurrir a aquellas que sean moneda corriente. Si uno atiende al diccionario, señalaba Borges, aparecen como sinónimos de “azul”: azulino, azuloso, azulejo, azulenco. Posibilidades inválidas todas ellas; debemos mantenernos en el familiar “azulado”. O en ninguno. Un amigo, profesor de Lengua y Literatura en uno de los institutos con más pedigrí de Murcia, me confesaba, en uno de esos cafés peripatéticos que nos hacíamos por los parques en la triste época de cierre de bares: «No soporto los adjetivos».
El propio Delibes, autor de estilo comedido, de castellano laconismo, incurrió también en excesivas florituras en su debut novelístico, La sombra del ciprés es alargada. Delibes aniquiló aquel furor lingüístico de la mocedad; Gabo incidió en él. Siempre vi una alegoría de este hecho en sendas anécdotas de ambos escritores. En una primera versión de Cinco horas con Mario, la mujer sermoneaba al marido, ambos en el sofá de casa. Delibes se atrancó. De repente, la solución: la mujer era una viuda hablándole al cadáver del recién difunto. Delibes mató a Mario y Mario pasó a los anales de nuestra literatura. García Márquez encontró el atranque en Cien años porque Remedios, la bella, había de elevarse a los cielos, pero no levantaba el vuelo. La salida fue recubrirla de una sábana de bramante, arrastrada por un viento de luz. Delibes suprime, aniquila; Gabo viste, adorna.
Ahora abogo por la simplicidad estilística con el ardor del converso. La puntilla me la dio la filosofía. La llamada filosofía analítica, mayoritaria en el ámbito anglosajón, me descubrió que claridad argumental y recato expositivo no solo no están reñidos con la profundidad de pensamiento, sino que son dos de sus síntomas.
La frase larga, la acumulación de adjetivos, la palabra inusual: indicadores infalibles de mediocridad literaria, de vacuidad conceptual. De petulancia. De textos, en definitiva, que se hacen más largos que cien años. O que cincuenta, que ya va bien.
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Autor: Gabriel García Márquez. Título: Cien años de soledad. Editorial: Literatura Mondadori.
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