Foto: Pepo Paz.
Rosana Acquaroni es una poeta nacida en Madrid en 1964. Licenciada en filología hispánica (1989, UAM) y doctora en lingüística aplicada (2008, UCM), trabaja como profesora de español para extranjeros en el Centro Complutense para la Enseñanza del Español (CCEE). Ha publicado los libros Del mar bajo los puentes (Rialp, accésit del Premio Adonais de Poesía, 1988), El jardín navegable (Torremozas, 1990 y 2017 2da Ed.), Cartografía sin mundo (Premio de Poesía Cáceres Patrimonio Mundial, 1995), Lámparas de arena (2000), Discordia de los dóciles (Olifante, 2011) y La casa grande (Bartleby Editores, 2018), Premio Libro del Año 2019 en la modalidad de Poesía, otorgado por el Gremio de Librerías de Madrid. La historia que se recoge en La casa grande ha recibido una mención especial en los Premios Ondas 2020, gracias al podcast De eso no se habla, Episodio 1: “Preguntan por ti”. Sus poemas aparecen recogidos en diversas antologías como Ellas tienen la palabra (1997, Hiperión), En legítima defensa, poetas en tiempos de crisis (2014, Bartleby), Disidentes; Antología de poetas críticos españoles (1990-2014) (2015, La oveja roja) o (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres (1980-2016) (Bartleby Editores, 2014). Su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, árabe y portugués.
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EL MAR CONTIENE AL MUNDO
No nos deja olvidar
pues cada ola
es un recordatorio
bramando nuestra muerte
hacia la orilla.
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HAY VENTANAS QUE PUEDEN HABITARSE
como se habita una ciudad.
Hay escenas que encienden una vida y vidas
que encienden una muerte
mientras duran.
Tan sólo fue un instante.
Después
aquella imagen fue quedándose atrás
y tuve la certeza
de que ella misma había consentido en su muerte.
El sacrificio es siempre
una forma de venganza.
En la noche anterior
él le había prometido llevarla a ver el mar.
La ventanilla de un tren puede contener
el mundo en un instante.
Después de golpearla
ella cayó de rodillas ante él mientras él la miraba
y su mano homicida se abría sin querer
y la piedra sangraba
se dejaba caer
se despeñaba talud abajo.
Me pregunto cómo se conocieron.
En dónde enamoraron.
Si ella sabía coser.
Si habría criaturas esperándola.
No pude decir nada.
Asistir al fragmento de la vida de otros.
Sentir la cercanía
de un cuerpo malogrado.
Ver cómo me alejaba
y mis ojos sin tiempo querían estirarse,
detenerse
comprender.
El tren seguía su curso.
(Un hombre solo que planea una muerte en campo
abierto. Alguien que casualmente miraba en ese instante
por la ventanilla de un tren y lo contempla. Eso es
todo.)
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DE LA CASA GRANDE
solo recuerdo aquel armario blanco
encallado en aquel largo pasillo
como en un río encajonado y pedregoso.
Un útero vacío que no sangrase nunca
y alumbrara por dentro.
En su interior
entre sábanas perfumadas
mantelerías de hilo
y toallas de rizo americano
mamá nos escondía bajo llave
las fotos y las cartas de aquel desconocido.
Canoso y trajeado,
era un hombre elegante
de facciones sureñas
que imantaba mi cuerpo,
lo llenaba de lámparas,
con aquella sonrisa
sonora y reflectante.
Eran fotos de estudio
siempre de medio cuerpo
–su corbata ejemplar,
el chaleco de ante abotonado,
ligeramente abierto–.
Yo entraba en ellas
como en un oleaje sin retorno.
Me imaginaba dentro
de aquella madre
rebosante y eterna
que siempre estaba huyendo.
Me encarnaba en tu piel
me infiltraba en tu sueño de tálamo escindido
de camisón secreto.
Después llegaba él
y yo lo acariciaba
con cada uno de tus dedos
que eran lentos navíos
penetrando aquel hielo.
Él sigue allí
a veces puedo verlo apostado en mi infancia
–cada vez más ajeno–,
mirando hacia el balcón de nuestra casa
mientras un limpiabotas
le lustra los zapatos.
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LA HORA DE LA SIESTA ERA MI PURGATORIO
como una pesadilla de persianas izadas
en una noche blanca
sobre una madre blanca que ha perdido los ojos
y no sabe volver ni despertar.
Condenada a vagar por las estancias
de una casa vencida
necrosada
donde rompen los sueños
y el tiempo se detiene,
como en aquellos cuentos de palacios
o reinos narcotizados por las hadas.
Mamá y papá recién atardecidos.
Papá y mamá dormidos para siempre
como si hubierais muerto
y yo me dedicara
a cerrar vuestra boca,
ese párpado ardiendo
que respira su noche.
Alguien está llegando
está irrumpiendo de nuevo
en aquel dormitorio de trenes apagados.
Es la niña que fui
que ahora regresa
para verte dormir al lado de mi padre.
Tu pecho acompasado con el suyo
el ruido de las sábanas arropando el silencio.
La gélida ignorancia de dos cuerpos
que no se resucitan
-ni siquiera se rozan-
como un rescoldo eterno
enterrado en el agua.
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***
UNA MANO
la misma que en la noche
anidará en el párpado vacío
del suicida
será la que conduzca
mi nave hacia el abismo.
No debes olvidarlo:
Un navío es un párpado que crece
y no sabe mirar.
Al embarcar lo sabes.
Mientras navegas
hay siempre un hombre
al borde de ti
mismo que extiende incansable su mano
para salvar a dios.
Un dios de cartón arrepentido.
Un dios suicida.
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LLEVO ALOJADA EN EL CORAZÓN
una bala de plata.
La misma que mi madre
no supo disparar.
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