Foto: Juan Manuel Foglia.
Diego Ignacio Muzzio es un poeta y narrador nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1969. Es autor de libros de poemas como El hueso del ojo (1991), Sheol Sheol (Grupo Editor Latinoamericano, 1997), Gabatha (Primer Premio Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz, 2000), Hieronymus Bosch (Ediciones del Dock, 2005), Tratado sobre la ejecución de los animales (Honorarte, 2007), El sistema defensivo de los muertos (Hilos Editora, 2011) o Los lugares donde dormimos (Llantén, 2020). También es autor de libros de cuentos como Mockba (Entropía, 2007) y Doscientos canguros (Guid Publicaciones, 2019) y de la novela Las esferas invisibles (Entropía, 2015).
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Cruces
Profundo, en la sangre,
vive el árbol de cada uno;
de esta íntima madera
será la cruz.
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Posdata
Las cartas escritas en verano son las más tristes.
Cartas escritas sobre las paredes de una casa
abandonada entre pájaros.
Las cartas escritas durante la siesta,
mientras tu mano abre el cañaveral
con un machete de estrellas,
mientras mi mano se cierra
sobre una moneda de arena negra,
esas cartas siempre son las más tristes.
Cartas escritas a la fuerza, de memoria,
porque ya no hay nada que hacer,
y el tiempo gira como un puma
alrededor de una columna rota.
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Carne
florece porque florece
Angelus Silesius
Un hombre con media res al hombro
cruza una calle bajo la lluvia.
El hombre, vestido de blanco,
doblado bajo la carne, trabaja;
concentra la fuerza de sus músculos vivos
en soportar el peso de la carne muerta.
Desde donde estoy, el hombre parece
uno de los ángeles que asoló Sodoma,
y la res que carga otro hombre
cuya carne será pasto del fuego.
Hombre y ángel, res y hombre
pueden confundirse, mirados desde aquí,
y uno puede pensar que ciertas escenas
son signos de un alfabeto oscuro.
Hombre y ángel, res y hombre
pueden confundirse.
La lluvia y la carne pueden confundirse,
también, en sus últimos gestos:
la lluvia
cae porque cae.
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Ventanas iluminadas
Abre los ojos. Su mano cae sobre los libros
apilados junto a la cama, toma uno al azar
y lee un poema: es como abrir una ventana
en una casa desconocida, a la que llegamos
por la noche, perdidos, empapados por la lluvia.
Aún somnoliento, su cerebro organiza el trabajo.
¿Puede aprovechar algo de sus sueños?
El asno cayendo de lo alto de la montaña
o aquella voz que, en la oscuridad, repetía:
la muerte es una silla en una habitación vacía.
Escribe. Corrige. Vuelve a escribir.
La tarde despliega la pregunta de siempre
y, al anochecer, cree encontrar una respuesta
en otro libro abierto al azar:
debo escribir poemas, la más fatigante de las ocupaciones.
Enciende la luz. Se acerca a la ventana.
Otras luces resplandecen a lo lejos,
entre las copas de los árboles.
Algunas permanecerán encendidas hasta la madrugada.
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Ciervos
Deer, death is near…
Frederick Seidel
Durante la brama de otoño
los jóvenes ciervos luchan entre sí
pero los viejos machos son solitarios
como solitarios eran los místicos,
y mientras unos descienden de las montañas
a los bosques y valles para aparearse,
los otros se alejan a lugares elevados.
La poesía llega a veces con dificultad,
muy lentamente; con la misma lentitud
ascienden los viejos ciervos la montaña,
deteniéndose a menudo, inclinando
sus largos cuellos hacia la tierra
con tal humildad y sosiego que nadie
podría decir si rumian o rezan.
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West 67th Street
Esas son las últimas palabras que Robert Lowell
pronunció en vida: la dirección de su segunda esposa,
en Nueva York, susurradas al chofer del taxi
y empapadas del cansancio de aquel
que acaba de atravesar el océano
estudiando la anatomía de las nubes, comparando
la veloz metamorfosis del cielo con la corrupción.
Delfines lo acompañaron bajo el avión, reunidos
en la alargada sombra sobre el agua.
Ellos lo sabían. ¿Lo sabía acaso él?
Sin embargo, esa era sólo la mitad del camino;
le faltaba aún recorrer el resto.
Un poema es un acontecimiento,
no la descripción de un acontecimiento,
solía decir; de modo que los árboles a ambos lados de la calle,
los autos que circulan como peces, la luz de un cuadro de Vermeer,
los botiquines repletos de torazina, la casa de piedra de su abuelo,
las mansiones bostonianas bajo la nieve,
la celda que ocupó por negarse a matar,
el Santo Padre afeitándose detrás de un spinnaker,
el humo de un cigarrillo sobre un poema inconcluso,
nada tienen que hacer aquí. Recomienzo, escribo:
West 67th Street. Esas son las últimas palabras
que Lowell pronunció en vida, tal vez.
Tampoco es posible imaginar lo que un hombre ve
mientras el barquero lo conduce entre el incesante
movimiento del tráfico y esos inesperados derrumbes de la luz,
una nueva forma de corrupción, como la capacidad de corromper
que la poesía posee y que incluso
en ese último instante lo sostiene.
A ambos lados del taxi, delfines lo escoltan en el aire.
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Los lugares donde dormimos
Los muertos se amontonan a mirarnos
en la noche dentro de otra noche oblicua, inclinada.
Los oigo hurgar como topos, murmurar
las últimas palabras que en vida pronunciaron,
en distinto orden. Pero si siembra la sombra su sueño
en los lugares donde dormimos y aun así soñamos,
si ellos, los muertos, veloces como nubes o altísimos incendios
se internaran laterales en la ola:
¿no habrá una forma de organizar esa arquitectura ausente,
alguna manera de ordenar las palabras?
Escucho el tren, en la madrugada, cuando nadie
ha despertado aún. Viene de lejos, de mi infancia,
cargado de caballos mojados y libros amarillos.
Esta es tu casa; éste, tu cuerpo.
Aquí mora tu espíritu.
Con la salvedad de West 66th Street, que recae en mi percepción personal y gusto o mal guato en ella, me parece un ejercicio sublime en la selección, muy en esa alquimia que se topa con la cruda e irreversible realidad que somos casi nada más que unos ratones dando vueltas en un lugar que llamamos tierra hasta que cansados sin ninguna más oportunidas, nos rendimos y trascendemos a nada más que sepamos. Interesantísimo.