Joaquín O. Giannuzzi, fue un poeta, crítico literario y periodista nacido en Buenos Aires, Argentina, en 1924. Publicó críticas literarias en los diarios Crítica, Crónica, Clarín y La Nación. En 1962 empezó a colaborar con la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Obtuvo la beca del Fondo Nacional de las Artes (PK) para cursar estudios de poesía italiana en la Universidad de Florencia (1989). Se desempeñó como crítico de poesía en suplementos literarios de los diarios La Nación (PK), Clarín (PK) y La Prensa (PK) y en revistas especializadas. Entre sus libros destacan: Nuestros días mortales (1958), Contemporáneo del mundo (1962), Las condiciones de la época (1967), Señales de una causa personal (1977), Principios de incertidumbre (1980) o Cabeza final (1991). Recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes, el Premio Municipal, el Premio Nacional de Poesía y Premio Konex 2004, 1994 y 1984. Murió en enero de 2004.
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Por Alguna Razón
Compré café, cigarrillos, fósforos.
Fumé, bebí
y fiel a mi retórica particular
puse los pies sobre la mesa.
Cincuenta años y una certeza de condenado.
Como casi todo el mundo fracasé sin hacer ruido;
Bostezando al caer la noche murmuré mis decepciones,
escupí sobre mi sombra antes de ir a la cama.
Esta fue toda la respuesta que pude ofrecer a un mundo
que reclamaba de mí un estilo que posiblemente no me
correspondía.
O puede ser que se trate de otra cosa. Quizás
hubo un proyecto distinto para mí
en alguna probable lotería
y mi número no salió.
Quizá nadie resuelva un destino estrictamente privado.
Quizás la marea histórica lo resuelva por uno y por todos.
Me queda esto.
Una porción de vida que me cansó de antemano,
Un poema paralizado en mitad de camino
hacia una conclusión desconocida;
un resto de café en la taza
que por alguna razón
nunca me atreví a apurar hasta el fondo.
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Fulgor en el subte
Los jóvenes amantes se lamían
las caras y las manos, desnudando
en la pública luz
la energía de la creación, la mutua
penetración de la materia viva.
Entonces los señores y tristes pasajeros
se irguieron esperando que el incendio
estallara hacia todas direcciones y destinos:
dejando que esa fuerza
se filtrara en ellos y cavara
en ropas, carnes, metales y maderas,
hasta un liberado resplandor.
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Amantes en la noche
Nos amamos y apagamos el televisor
como negando la realidad. Pero el mundo
insiste en sus convicciones o las busca
por motivos que ignoramos o acaso
porque el crimen debe seguir su curso.
Desde afuera, sus figuras insomnes
presionan contras las paredes que nos refugian.
Se encarnan en el viento, aullidos
de neumáticos y en las inmediaciones
de todas las cosas, tiroteos
que no resuelven la discordia general.
Ahora acumula hojas secas
al pie de las ventanas y desliza
una carta de origen desconocido
por debajo de la puerta.
Pero florecemos desnudos en medio de la noche
donde el amor decide en su propia voluntad
y por él sabemos cómo hacer de la historia
un rumoroso escándalo que no nos concierne.
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Sueño del nadador
El nadador ha pulido
su artesanía de joven felino
para corresponder
a los principios míticos del agua.
La coreografía empieza desde un punto
aéreo, elastizado,
donde el filo del trampolín revela
la soledad de una energía
concentrada en suspenso y en el cielo.
El conjunto se afina hasta crear
una mínima carne liberada
de carga emocional. Ahora solo basta
el pulmón feliz. Suelta su amarra
la tensionada fibra, se desprende, salta
y en rápida parábola
entra como un cuchillo en un reinado lento.
El agua vibra al sol como estrellada.
Convertida en mujer
con un baile en su seno se incorpora
una segunda alegría. El huésped cae
y largamente se demora abajo
como probando
la impune gracia de permanecer
para siempre en la azul profundidad,
palpando sus opciones
y sus posibles sueños venideros.
Pero aquí vuelve, sacudiendo un resto
de ensoñación goteada
a su estado mortal, con paso herido,
al triste error, vacilando
entre rígidos objetos aplastados
y su cuadrado peso.
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Lluvia en el jardín
He observado el comportamiento de las mariposas
sorprendidas por la lluvia en el jardín.
En vano buscaron refugio bajo las hojas
y en la profundidad de las flores.
Pero una de ellas se elevó
hacia las nubes sombrías
y eligió la muerte en el rayo
perdida la memoria de la especie.
Yo fumaba en la galería, tendido de espaldas;
yo sobrevivía tranquilamente, ensayando
mi oficio de holgazán, mis vacaciones metafísicas,
aunque también pensando
qué clase de muerte, qué modelo de sepulcro
podría convenir a mi exclusiva historia personal,
la especie de pena que me correspondía.
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Regresando al pueblo
Melancolía animal de género humano
en el último ómnibus de la tarde.
Mi mujer y yo volvemos al pueblo
a la hora sombría, cuando hay una sustancia amenazante
en la oscuridad creciente del crepúsculo.
Signos de lluvia en el camino que no podemos amar;
el viento frío nos hace cerrar los vidrios.
¿Por qué nos sentimos traicionados?
¿En qué vamos a creer?
Pronto envejeceremos, en una época helada
donde los vivos entierran a sus vivos.
Ahora nos apretujamos, mi brazo rodea sus hombros;
y el mundo organiza un vacío envilecido.
Buscamos protección entre nosotros, el cuerpo mutuo,
contra un poder que nos declara apartados,
contra algo terrible
que hace juntar la cabeza de los esposos
a un costado de la primera lluvia invernal.
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No hay nadie
Celebro esta confusión al salir del sueño,
pálida escarcha en el vidrio,
cuando el calor interno, todavía,
elabora en mi cabeza un campo discontinuo
de lenguaje en preparación:
minutos antes
del agua fría y de mi entrada
al orden que juntará los fragmentos,
en cuanto suene el golpe
de la primera puerta en el edificio,
el grito del teléfono
y la radio anunciando una temperatura
de dos grados bajo cero en la ciudad
y, lo que es peor,
que se ha lanzado una llamada al espacio exterior
y nadie ha respondido todavía.
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