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7 poemas de Robert Lowell

Fotografía de portada: Steve Schapiro.

Robert Traill Spence Lowell IV fue un poeta nacido en Boston, EE. UU., en 1917. Nació en el seno de una familia perteneciente a la alta sociedad de Boston, una «casta» denominada satíricamente «brahmines de Boston», de la cual se pueden rastrear los orígenes hasta el Mayflower. Tanto el pasado como el presente de su familia fueron temas importantes en su poesía. Crecer en Boston fue también uno de los temas que dio forma a su obra, a menudo emplazada en la región de Nueva Inglaterra.​ La académica literaria Paula Hayes sostiene que Lowell mitificó Nueva Inglaterra, particularmente en sus primeras obras. A partir de los 30, Lowell sufrió los ciclos implacables del trastorno bipolar. Lowell, perteneciente a una generación de niños mimados de la cultura estadounidense, parece que comprendió la necesidad de llegar al público como lo hacían los escritores Beat. Fanáticamente religioso en su juventud —se convirtió, incluso, al catolicismo—, desencantado y pacifista en la madurez, prisionero de sus tormentos, su pasado y su arte al final. Poco después de publicar Day by Day, su último libro, Lowell falleció repentinamente en el asiento del taxi que lo trasladaba del aeropuerto Kennedy a su casa en Nueva York, el 12 de septiembre de 1977. En nuestro país destaca la publicación de su Poesía completa en dos tomos, Poesía completa 1: 1946-1967 (Vaso Roto Ediciones, 2017) y Poesía completa 2: 1967-1977 (Vaso Roto Ediciones, 2017) con traducción de Andrés Catalán, así como la antología publicada por Visor en 1983 y reeditada en 2003 con traducción de Antonio Resines. Presentamos una selección de textos con traducciones tanto de Andrés Catalán como de Carlos Monsiváis y Antonio Resines.

*****

El delfín

Delfín mío, solo me guías por sorpresa,
cautivo como Racine, el hombre de ingenio,
atraído en su laberinto de férrea composición
por la incomparable y errante voz de Fedra.
Cuando andaba mal de la cabeza, te acercaste a mi cuerpo
atrapado en su nudo de ahorcado de sedales hundidos,
el vidrioso inclinarse y arrastrarse de mi voluntad…
Me he sentado y escuchado demasiadas
palabras de la musa que colabora conmigo,
y tramado quizá demasiado libremente mi vida,
sin evitar hacerle daño a otros,
sin evitar hacerme daño a mí mismo;
para pedir compasión… este libro, mitad ficción,
una red tejida por el hombre para luchar con la anguila:
mis ojos han visto lo que mi mano hizo.

***

Leyéndome a mí mismo

Como muchos, me enorgullecí lo justo y más aún,
prendí fósforos que me hicieron hervir la sangre;
memoricé los trucos para prender fuego al río:
en cierta forma jamás escribí nada a lo que regresar.
¿Puedo dar por sentado que acabé con flores de cera
y me he ganado mi jardín en las bajas laderas del Parnaso…?
Ningún panal se construye sin una abeja
añadiendo cerco a cerco, celda a celda,
la cera y la miel de un mausoleo;
esta redonda cúpula demuestra que su autor está vivo;
el cuerpo del insecto sobrevive embalsamado en miel,
ruega que su perecedera obra perviva
lo suficiente antes de ser profanada por el oso glotón:
este libro abierto… mi ataúd abierto.

***

Epílogo

Esas benditas estructuras, trama y rima…
¿Por qué no me sirven ahora
que quiero trabajar
desde la imaginación, y no desde el recuerdo?
Escucho el sonido de mi propia voz:
La visión del pintor no es una lente,
tiembla para acariciar la luz.
Pero a veces todo lo que escribo
con el raído arte de mis ojos
parece una instantánea,
morbosa, apresurada, estridente, apiñada,
más elevada que la vida,
pero paralizada por la realidad.
Toda una unión mal avenida.
¿Pero por qué no decir lo que pasó?
Reza por la gracia de la precisión
que Vermeer otorgó a la iluminación del sol
avanzando como la marea sobre un mapa
hasta esta muchacha, toda anhelo.
Somos pobres realidades pasajeras,
advertidos por ello a que otorguemos
a cada figura de la fotografía
su nombre exacto.

***

La buena vida

Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno de la vida;
servicial, la descomposición se quema…
y no por las medallas lamer culos en el prado del pavorreal,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.

***

Desde 1939

Nos perdimos la declaración de guerra,
en la luna de miel, en tren hacia el oeste;
en los revolucionarios treintas
fatigamos los Poemas de Auden, hasta que bajamos
la cabeza
de acuerdo al caminar
de lo anacrónico, confortable y mezquino…
Hoy de más cosas me pierdo,
mi equivocación es más consciente.
Veo otra muchacha leyendo el último libro de
Auden.
Debe ser muy moderna,
usa el pretérito para diseccionarlo.

Como Munich, él es ahora histórico
y quizá maduró
hasta amar la podre del capitalismo.
Vivimos todavía
entre el demonio de sus negligencias
que él quiso desdeñar
con la excentricidad malévola de la vejez.

En nuestro inconcluso y revolucionario presente
nada comienza y todo ha terminado.
El Diablo sobrevive a sus vacías esquelas
y se dirige, cojeando y maldiciente, a su demolición,
la pesadez moral más allá de balanzas,
vómito circular como manchas
de hierba amarillenta.

Inglaterra y Estados Unidos han durado
lo suficiente para temerle a su pasado,
los hábitos se aprietan como cera.
los alegres, los prósperos,
su ácida violencia.

Hace unos diez años
caballerosos negros africanos revisaron
su pequeño cementerio inglés y en la basura
sofocaron estatuas
de la Reina Victoria, de Kitchener, de mercenarios
de Belfast
tallados en jabón y por mandato desangrados hasta
la blancura.
Los apresan las cartas marcadas que norman su
salario—
que el infortunio soberano abandonen.

¿Se entusiasmaron demasiado como una gran actriz
dedicada a probarse su vestuario?
¿Tal vez creyeron que ellos revivirían
de proseguir su espíritu?

Sentimos a la máquina huir de nuestras manos,
como si alguien más la condujera;
si vemos una luz al fin del túnel
es la luz de otro tren que se aproxima.

***

Afeitándome

Al afeitarme veo, en toda su extensión,

sólo por esta vez, mi cara en el espejo.
La miro de reojo como si se tratase
de un problema de carpintería…
Aunque la encuentro un poco más delgada,
es la cara de siempre,
con ojos acechantes al ritmo de mi mano..

Nunca tienen los días las suficientes horas…
Según estoy tumbado, confinado, anhelante,
monomaniaco,
celoso incluso de la intrusión más mínima
(me resulta imposible rechazar
la diminuta espina de algún cardo).
Incapaz de imitar la manera espontánea
con que exigen los niños sus respuestas.

Tan inflamable es para mí una piedra
como una cerilla de cartón.

La marea doméstica ha cesado;
y, tú también, inclinas la cabeza
sobre lo que has escrito
y corriges, a veces disgustado,
con cara inexpresiva, como los girasoles.

Tenemos suerte
de haber podido juntos realizar tantas cosas.

***

Agua

Era una ciudad de langostas de Maine—

cada mañana botes llenos de manos
partían hacia las canteras

de granito de las islas,

y dejaban atrás docenas de desnudas

casas blancas de madera adheridas

como conchas de ostra

a una colina de roca,

Y debajo de nosotros, el mar lamía

los desnudos y pequeños laberintos

de palos de cerilla de una esclusa,

donde se atrapaban los peces para cebo.

¿Recuerdas? nos sentábamos en una laja de roca.

Desde esta distancia en el tiempo,

parece del color

del iris, pudriéndose y volviéndose más púrpura,

pero no era más que la habitual roca gris

que se volvía del habitual color verde

cuando el mar la empapaba.

El mar empapaba la roca

a nuestros pies todo el día

y continuaba arrancándole

trozo tras trozo.

Una noche tú soñaste

que eras una sirena aferrada a un pilón de un muelle,

y que intentabas arrancar

los percebes con las manos,

Deseábamos que nuestras dos almas

pudieran regresar como gaviotas

A la roca. Al final,

el agua resultó demasiado fría para nosotros.

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Danilo
Danilo
1 año hace

Poesía orgullosa y sin piedad