La obra cinematográfica de Julio Medem, caracterizada por una intrépida, ambiciosa y arriesgada naturaleza, es sumamente difícil de analizar. Desde sus inicios, con filmes tan portentosos como Vacas, Tierra o Los amantes del Círculo Polar, el célebre director donostiarra ha sido capaz de erigir a lo largo del tiempo una filmografía tremendamente personal, forjando ex nihilo un universo propio único e inimitable. Todas sus cintas, tildadas a menudo de superferolíticas y remilgadas, subvierten las ortodoxas reglas de la narración convencional y se transmutan, merced a la prodigiosa habilidad de este alquimista del cinematógrafo, en luminosos poemas que trascienden el medio y diseccionan hasta el más ignoto recoveco del alma humana. Resultaría prolijo desmenuzar todas las películas de Medem, y por ello en las siguientes líneas nos vamos a centrar en su flamante nuevo filme, perfecto epítome de todas sus manías y obsesiones, de todas sus filias y fobias y de todos sus rasgos como autor.
Como a buen seguro conoces, apreciado lector, con el triunfo del Frente Popular tras las elecciones de febrero de 1936, en el estamento militar se fue gestando una insurrección militar con el propósito de poner fin a la caótica situación social y al desorden imperante, y de recuperar la robustez espiritual y la pujanza nacional —según la retórica de los sublevados— del otrora invencible Imperio español, jibarizado en aquel instante por una heteróclita casta política compuesta por chupópteros liberales y radicales izquierdistas de ralea diversa, por seguir con la jerga militarista. La cinta de Medem arranca con el advenimiento de aquel ilusionante régimen segundorrepublicano violentamente cercenado el 18 de julio de 1936, en aquella esperanzadora y mítica efeméride del 14 de abril, fiesta nacional, a decir de Santos Juliá, con una conmovedora imagen en extremo alegórica: dos madres que simultáneamente dan a luz a un niño y a una niña, respectivamente, en sendos alumbramientos que, por diversas razones, se complican. Fiel y singular metáfora de una España que expira (la monárquica) y una que nace (la republicana). Original y brillante prólogo para un filme que desde sus albores se antoja histórico, por su avilantez formal y, sobre todo, por su profunda y conmovedora honestidad intelectual. Aquellos que busquen en esta cinta de Medem cualquier atisbo de maniqueísmo, de chabacanos reduccionismos tan propios de los “hunos y de los hotros” (Unamuno dixit), pueden huir a velas desplegadas, pues se darán de bruces con un fosforescente manifiesto a favor del amor, con una enternecedora proclama en pro de la concordia y de la reconciliación nacional.
Carl Schmitt, egregio filosófo alemán, uno de los popes del pensamiento político contemporáneo, hablaba de la lógica amigo-enemigo como uno de los hilos conductores de la realpolitik. Pues bien, Julio Medem, en 8, aun a riesgo de ser tildado de nefelibatas, candoroso o idealista, aboga por un ideal tan noble y elevado como el perdón, el alejamiento definitivo de esa inveterada pulsión guerracivilista que corroe y marchita el alma de los españoles, esa atávica y corrosiva disyunción entre vencedores y vencidos. A través de los ocho capítulos de la película asistimos emocionados a la truculenta historia de amor entre Adela y Octavio, dos amartelados fugaces, dos enamorados furtivos a causa de las fratricidas heridas abiertas. No en vano el padre de Octavio fue fríamente asesinado por un pelotón republicano comandado por el padre de Adela, quien, posteriormente, en un macabro círculo de occisos, será a su vez ajusticiado por el propio Octavio, dando lugar a una suerte de mefistofélico y revanchista eterno retorno nietzscheano, dentro de la imperecedera e ignominiosa dialéctica amigo-enemigo.
A partir de estas premisas, las vidas de Adela y Octavio se van a entrecruzar directamente por primera vez. Nos hallamos en la efervescente década de los sesenta, momento de auge para el régimen franquista, que salía de la misérrima autarquía y comenzaba su liberalización merced al advenimiento de ministros provenientes del Opus Dei, como López Rodó, López Bravo o Ullastres, quienes capitanearon el famoso Plan Nacional de Estabilización Económica. Adela sufre un matrimonio opresivo. Su esposo, magistralmente encarnado por Álvaro Morte, es el prototipo de hombre machista que se cree con derecho a dominar y a poseer física y espiritualmente a su pareja, eterno ángel del hogar condenado a permanecer en casa dedicado íntegra y abnegadamente al cuidado de su prole. Este valetudinario sistema patriarcal doméstico, en plena vigencia en la sociedad española de la época, ahoga a Adela, quien, en un estallido de voraz libertad, se escapa en una despavorida huida de esa prisión familiar y, como por ensalmo, se topará con Octavio en un libidinoso y volcánico encuentro sicalíptico. El refocilamiento anatómico, allana, pues, la religación espiritual entre estas dos almas heridas, Adela y Octavio, predestinados a encontrarse y a superar cuantos obstáculos se vayan interponiendo a lo largo de su escarpado periplo romántico, fiel prosopopeya de las dos Españas fatalmente condenadas a fusionarse, a pesar de sus innumerables divergencias ideológicas. Parece que el advenimiento de la Transición, tras el óbito de Franco en noviembre de 1975, tampoco facilitará las cosas a nuestros amartelados protagonistas, otra metáfora más de esas dos Españas emberrinchadas que, incluso con el cambio de régimen, seguían interpretando el pasado bajo el antifaz de esa luctuosa frase de Sartre: “El infierno son los otros”.
En 1992 —quingentésimo aniversario del descubrimiento de América, de la Reconquista de Granada, de la publicación de la Gramática de Nebrija, etc., auténtico annus mirabilis para la Monarquía Hispánica— España lucía sus mejores galas para convertirse, una vez más, en el centro del mundo. Octavio y Adela, por una serie de vicisitudes que no viene al caso detallar para no incurrir en spoilers innecesarios, siguen condenados a vivir separados. Diversos acontecimientos barafustan su romance y su imposible historia se ve nuevamente sacudida por la tragedia: el ciego fanatismo y la violencia cainita vuelven a hacer acto de presencia. La lógica amigo-enemigo aparece transformada en pugilato deportivo cuando unas hordas de energúmenos aficionados del Real Madrid y del Barcelona se enzarzan en una violenta rebatiña que desemboca en fatídica tragedia. Nos vamos aproximando a las postrimerías de la película para asistir, entre impávidos y emocionados, al catártico desenlace. Medem oblitera el ancestral combate entre esas dos Españas que nos hielan el corazón, ofreciéndonos una emotiva elegía del perdón y de la reconciliación nacional. Las familias de nuestros protagonistas declaran el alto el fuego, sabedores de que la eutaxia, el buen orden y la armonía nacional no se lograrán jamás mientras una de las dos Españas trate de imponerse vesánicamente, manu militari, frente a la otra.
En el ocaso de sus vidas, unos provectos Adela y Octavio afrontan sus últimos días con la confianza de que hemos sido capaces de superar definitivamente las heridas, de que hemos soterrado indefinidamente el guerracivilismo y de que, finalmente, nos han legado una España mejor que la surgida aquel luctuoso 18 de julio de 1936. La película va dedicada a todos los españoles. Ojalá estemos a la altura y seamos capaces de preterir las simas ideológicas que nos separan; ojalá podamos construir una nación sólida y cohesionada en la que imperen el diálogo y la cordura, en la que las diferencias políticas encuentren solución en el ejercicio de la razón y jamás en el paredón, una España democrática, unida y libre.
Quisiera concluir felicitando a Julio Medem, por dos motivos principalmente. En primer lugar, por haber tenido el arrojo y la gallardía de rodar una película tan virtuosa, tan luminosa y tan arrebatadoramente honesta y esperanzadora, en la que antepone el amor al odio, frente al resentimiento los sentimientos, y frente a la muerte la vida. En segundo lugar, por haberse mantenido siempre fiel a su peculiar y admirable universo cinematográfico, por no dejarse seducir por los cantos de sirena de las sinergias capitalistas de consumo bulímico que carcomen y pervierten la industria del cine y, finalmente, por ser capaz de seguir filmando películas que trascienden el medio cinematográfico para transformarse, como por arte de birlibirloque, en verdaderos poemas catárticos de los que uno sale expiado y rejuvenecido, poemas que nos revigorizan y nos animan a ser mejores personas de lo que éramos antes del visionado de tan conmovedoras y emotivas historias. ¡Larga vida al cine más grande que la vida! ¡Larga vida a Julio Medem!
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