Johanna Barraza Tafur es una poeta y fotógrafa nacida en Barranquilla, Colombia, en 1995. En el 2019, Sembré nísperos en la tumba de mi padre, su primer libro, fue el ganador del premio de poesía 2019 “Germán Vargas Cantillo” del distrito de Barranquilla y fue publicado en Buenos Aires por la editorial independiente Llantén y en Colombia en el 2022 por la editorial Himpar. Johanna ha participado en la Filsai 2020 (Feria Insular del Libro de San Andrés Islas), en el Festival móvil de poesía latinoamericana de Berlín Latinale, en la Fiesta de la Lectura y Escritura del Chocó y en la Feria del Libro de Bogotá 2022. Sus poemas han sido publicados en revistas y medios de ambos países, y su obra ha sido estudiada en el taller de crítica literaria “Aluvión”, proyecto ganador de una beca de crítica cultural del Ministerio de Cultura de Colombia. Presentamos una selección de poemas de Sembré nísperos en la tumba de mi padre (Himpar ediciones, 2022).
***
Un ser con garras afiladas,
como buen macho
posee una gran cresta
y papada turgente.
Capaz de noquear a cualquiera
con su rabo
y mentarle la madre
a quien se atreva a cortárselo.
Experto en rituales de cortejo
y en general
de los más solitarios,
con una rutina inmutable
porque cualquier cambio
lo expone al estrés.
Si alguien quisiera matarlo
sabe en dónde
y a qué hora encontrarle.
Animal con desagradables resoplidos,
un caporo*,
eso era mi padre.
——
*Se le llama a la iguana macho en la costa colombiana.
***
Que un canario
resulte bueno para competir
es cuestión de instinto o suerte,
papá los elegía a ojo.
Un día me llevó a una pajarera,
había más de cincuenta en una jaula.
Los observó durante media hora
y cuando se decidió por uno
lo mojó con una jeringa,
el canario no se movió
como si supiera lo que pasaba.
La dueña lo sacó de la jaula
y lo metió en una bolsa de papel
llena de agujeros
para que respirara.
Nos despedimos
con esta frase de papá:
Espero que no salga flojo y con mañas.
***
Mi padre regalaba los canarios con mañas
mientras que a los mejores
los llevaba a competir
a la Iglesia de la Santa Cruz.
Nunca presencié una competencia de trino,
No es un lugar para niñas,
pero me la relataba:
la inscripción se paga
pasando por la mesa
del supervisor de pájaros,
quien le asignará un número.
Compiten más de cien.
Cuando están listos son agrupados,
uno reta al otro
y empieza la batalla de plumas:
los canarios cantan desde sus jaulas
como si fuera su último día.
Hay cuatro jurados por ronda
encargados de contar los trinos,
por cada tres seguidos,
algo así como tri-tri-tri,marcan un punto a favor
con un collar de bolitas de colores,
gana el que más acumule
al final de una batalla de tres minutos.
Alrededor corren las apuestas,
aficionados alientan a las criaturas
y los dueños presionan al jurado.
El negocio, esto lo repetía fervorosamente,
no está en la competencia
sino en los pajareros que asisten
dispuestos a pagar lo que sea
por los mejores del día.
***
En el barrio suenan disparos,
me apresuro a cerrar la puerta
pero un conocido la empuja
para resguardarse y lo dejo entrar.
Les disparan
a los que juegan cartas
en la esquina, dice.
Corro hacia el lugar
pero un vecino me detiene,
me abraza contra una reja,
pide que no me mueva
e intenta que no mire al sicario.
Decido mirarlo
mientras me apunta con el arma,
mi miedo no representa un peligro.
Las sillas y las mesas están agujereadas,
yo busco una billetera,
una camisa o una chancleta,
algo a lo que aferrarme.
Junto al árbol de níspero
veo el cuerpo de mi padre,
lo volteo para acunarlo
en mis brazos,
abre sus ojos
y su mirada penetra en mí
como bálsamo sobre una herida.
***
Desde aquel día
la muerte se pasea por el barrio,
junto a la puerta de mi casa.
Tiene veinte años,
nombre y apellido,
siempre usa una gorra
que no permite ver
sus ojos cafés,
esos que me gustaron
cuando era chica.
Ahora me obligan a jugar
a que no les conozco.
***
Llevo horas aquí afuera,
abrumada de ver como la burocracia
nos persigue más allá de la muerte.
¿Acaso nos volvemos parte
de una sociedad para esto?
Señores forenses,
ese cuerpo no les pertenece,
murió en mis brazos
y desde entonces
yo lo parí.
Cada vez que esas puertas se abren
veo en el fondo
hombres con overoles blancos
entrar a una sal
y me siento como perra en parto
que no quiere que sus criaturas
sean tocadas por manos extrañas.
Señores,
devuélvanmelo como lo traje a este mundo,
desnudo, ensangrentado,
no lo toquen, no lo abran,
quiero ser yo quien vea su hígado cirrótico
y la trayectoria de las balas en su pecho.
Quizás pido mucho,
quizás no,
cada quién debería
hacer con sus muertos
lo que le plazca.
***
Dos horas caminamos
con el ataúd de mi padre
al cementerio,
llevado por sus amigos
y los hombres
que aún quedaban en mi familia.
En las manijas de la cabecera
iban los macizos
mientras que en los pies
el cajón tambaleaba un poco.
Rotaban unos con otros
hasta encontrar la ciencia del balance.
¡Hijueputa, pesabas más en vida!
gritaba mi tío
y papá adentro se cagaba de la risa.
Una procesión de trescientas personas,
muestra de nuestra adoración hacía él.
Ritual a seguir:
llorar, cantar,
tomar aguardiente
y darle de tomar
al cadáver.
No se sabe dónde
empezó la tradición,
en mi familia
viene de Suán,
ese pueblito recóndito del Atlántico.
***
Maté a mi padre
cientos de veces,
mamá también lo hizo
aunque no lo admita.
Le deseé la peor suerte en el juego.
Se marchaba durante días
y yo lo envenenaba
cada vez que sentía hambre.
Lo castré todas las veces
que nos abandonó
por otras mujeres
y le clavé un cuchillo
cuando volvía borracho
rompiendo todo a su alrededor.
Fueron crímenes perfectos,
en mis pensamientos.
***
El árbol de níspero
junto al que murió mi padre
ha sido cortado.
Mi vecina vino a traerme
sus últimos frutos y una bala
que encontró en su tronco.
Teníamos dos cosas en común,
haber sostenido su cuerpo
mientras sangraba
y mantenernos en pie
sin importar los disparos.
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