[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, XXX: 9C
—Listo —anunció Teresa con gesto triunfal, tras cerrar con cinta americana la última caja—. Por Dios, qué descanso.
Guillermo, sin apartar los ojos del pollo que se recalentaba en el horno, soltó una risita mordaz.
—El año que viene intenta poner menos lucecitas y chirimbolos que un centro comercial —bromeó.
—Más quisieras —replicó su mujer—. Déjame en paz con mis chirimbolos. ¿Qué más te da? Si los recojo yo…
—¿Falta mucho? —preguntó Lucas por cuarta vez—. Me muero de hambre…
—Diez minutos —aseguró su padre, también por cuarta vez.
—Nena, ¿puedes bajar las cajas al trastero? —rogó Teresa, sacudiéndose la nieve falsa del pelo—. Tengo que ducharme, parezco un árbol de Navidad…
Carla la miró con aprensión. Su mano se cerró sobre el mando a distancia.
—Es que estaba viendo esto…
—¿El qué? —indagó su madre, echando un vistazo al televisor—. ¿Otra vez esa serie? Si la habrás visto veinte veces…
—¿Por qué no va Lucas?
—¡Que estoy a media partida! —protestó su hermano, haciéndole una mueca—. ¡Vete tú!
—Voy luego, mamá, te lo prometo.
—Ay, Carla, no seas pesada —resopló Teresa, enfilando hacia el baño—. Va, espabila, que vamos a comer.
Trató de quemar su último cartucho. Guillermo seguía escrutando el pollo como si quisiera hipnotizarlo. Llevaba puesto aquel mandil ridículo de cerditos con gorro de cocinero.
—No quiero ir —le dijo, suplicante—. Me dan miedo los trasteros.
—¿Mmmm? ¿Qué dices, cielo? —balbuceó su padre, distraído—. Mujer, ¿miedo por qué?
—Hay algo ahí abajo —aseguró Carla muy seria—. Donde la puerta del 9C. Algo malo.
—Nena… —canturreó Guillermo, condescendiente—. ¿Qué va a haber? Arañas, como mucho.
No sirvió de nada insistir. Al fin y al cabo, no era la primera vez. Tenía más que asumido que nadie la creía.
Mientras esperaba el ascensor, sosteniendo las dos cajas, intentó respirar hondo y tranquilizarse. Nunca funcionaba, pero seguía intentándolo de todos modos. A medida que iba descendiendo, un piso tras otro, la sensación de angustia crecía imparable. Se le hizo un nudo en el estómago y empezó a temblar. Se forzó a seguir respirando profundamente, procurando ignorar el bombeo de su corazón. Cuando estuvo ante el largo pasillo en penumbra, la ansiedad aumentó aún más, y la invadió un deseo atroz de dar media vuelta y escapar. Pero no lo hizo. Se quedó clavada en el umbral del sótano, escrutando la oscuridad con ojos ansiosos. Solo tenía que dar un paso para que los sensores se activaran y se encendiera la luz. Era tentador, desde luego. Con luz, hasta la peor pesadilla asusta un poco menos. Solo que, por otra parte, dar un paso implicaba moverse. Suponía aceptar el reto. Dar un paso significaba entrar. Y no quería entrar. Nunca quería.
Debieron pasar casi cinco minutos. No se oía nada, salvo un goteo pausado en alguna parte. Se estremeció. Siempre hacía más frío allí. Cogió aire varias veces, como si fuera a zambullirse en una piscina. En el último momento, le faltó valor y exhaló, con un gemido de impotencia.
—Por favor… —musitó con un hilo de voz—. Por favor, no vengas. Solo voy a dejar esto en el 9D. Por favor…
No tenía sentido alargarlo más. La espera casi era peor. Aquella tensión, encogiéndole todo el cuerpo… La estancia se iluminó con un parpadeo perezoso en cuanto se decidió a avanzar. Caminó despacio, incapaz de apartar los ojos del rincón donde sabía que aquello aparecería, como hacía siempre. Aunque primero lo oiría. Así solía pasar. Oiría el gruñido, que la dejaría paralizada. Y luego, tras unos pocos segundos, aquel sonido rítmico, de algo que se arrastraba. Entonces la vería surgir, como salida directamente de la pared. Una mano blanca y huesuda. Después, el escuálido brazo. Y el resto del cuerpo, la melena oscura tapándole el rostro, las piernas largas y sucias. Llevaba una especie de camisón viejo. Nunca le había visto la cara. Tampoco es que deseara hacerlo. De hecho, estaba convencida de que un día, el ser alzaría la cabeza y la miraría. Y sabía que, cuando eso pasara, se le pararía el corazón. Moriría de miedo, sin más. La encontrarían allí abajo, tirada en el suelo de baldosas, con una expresión de mudo terror. Curiosamente, la idea del remordimiento de sus padres la llenaba de un placer intenso y mezquino. Entonces la creerían. Pero ya sería tarde.
Aceleró un poco el paso, con la llave en ristre bien sujeta entre los dedos. Se apoyó en la puerta, el cuerpo ladeado, sin dejar de mirar hacia el trastero del 9C. Le temblaba tanto la mano que necesitó tres intentos para acertar en la cerradura. Oyó el chasquido, aferró la manilla y entró como una tromba, jadeando. Soltó las cajas, sin importarle lo más mínimo el crujido de loza rota. Las apartó, con una patada rencorosa. Podían darles mucho por el saco a las bolitas y los angelotes. Se dobló en dos, apoyando las manos sobre sus rodillas, intentando recobrar el aliento. El alivio la dejó exhausta. Se pasó la manga del jersey por la frente húmeda, y no pudo contener una risilla. No había aparecido. El ser la había dejado en paz. Se había apiadado de ella, quizá. El resto sería mucho más sencillo. Solo tenía que correr a toda pastilla hasta el ascensor. Sin mirar atrás. Oyera lo que oyera. Y estaría a salvo, en casa, con su familia. Comiéndose el maldito pollo al limón de su padre que, para no variar, estaría demasiado reseco.
Decidida, abrió la puerta de un tirón. La cerró de golpe, sin molestarse en dar las dos vueltas de llave. Si alguien se empeñaba en robar las chorradas navideñas y la bici estática, a ella le parecía perfecto. Ni siquiera le dio tiempo a girarse hacia el pasillo. El gruñido le erizó la piel. No quería mirar, pero lo hizo de todas formas. Preguntándose si aquel sería el día en el que por fin le vería los ojos.
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