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Ab Urbe condita

Según quiere la tradición tal día como el 21 de abril del 753 a.C. Roma, la Urbs por antonomasia, fue fundada. Con ella nació un sueño para unos, para otros una pesadilla. Hoy cumple 2773 años. Vayan estas líneas como homenaje a su legado.

El hombre intentó apurar la marcha. Aquella endiablada subida a la arriscada cima del Collis Palatinus se le estaba haciendo en exceso dura. Los mozalbetes que lo precedían no le daban tregua. Sus ropajes de augur, con la túnica verde que le llegaba hasta los tobillos y la toga ceremonial blanca, le entorpecían el paso. Le dieron ganas de arrojar el lituus, el bastón que acababa en un espiral, con el que escrutaba la porción de cielo que los ritos marcaban. De nada le servía en la ascensión: más le ayudaría cualquier rama grande en la que apoyarse. Pero se abstuvo: sería una ofensa (otra más) a los dioses. Bastante los había afrentado ya como para arriesgarse a hacerles perder su paciencia, que sabía finita. Se detuvo para recuperar el resuello. Uno de sus predecesores volvió sobre sus pasos y lo empujó para que prosiguiera.

Al fin arribaron a la cima. Exhausto, quiso sentarse sobre un peñasco, pero el caudillo se lo impidió: le apremiaba iniciar el ritual ya. Lo primero que hicieron fue buscar en la cima del Aventinus al otro grupo. Se comunicaron con él a través de las señales de sol transmitidas con un disco de bronce. Acordaron escudriñar los cielos en busca de los signos de los dioses durante dos horas solares. Marcó con su lituus el espacio de cielo por escrutar. A su siniestra se colocó su dux, que no podía ocultar su nerviosismo, y a su diestra el observador que había enviado el otro líder para que no hubiera ninguna añagaza. A sus espaldas, el resto de la comitiva. Todos observaban con un nudo en las entrañas.

"Tarquinio, un etrusco como él, gritó entusiasmado: había visto dos buitres volando en círculo a la derecha. El sacerdote confirmó el augurio"

El tiempo pasaba inmisericorde sin que a los dioses les pluguiera mandarles las señales pedidas. Desde el Aventino les llegaron hasta cuatro exclamaciones de júbilo: sus rivales habían visto ya cuatro buitres enviados por las divinidades como muestra de simpatía con su causa. Numitor, uno de los de la escolta, señaló un ave a su izquierda. No era un buitre, sino un cernícalo. El sol avanzaba inexorable. La frustración y la rabia hasta ahora contenida iban en aumento. Un quinto griterío desde la otra colina exacerbó aún más los ánimos.

Tarquinio, un etrusco como él, gritó entusiasmado: había visto dos buitres volando en círculo a la derecha. El sacerdote confirmó el augurio. Una exclamación de júbilo envolvió a la comitiva, excepto a Amulio, el enviado del grupo rival. Un tercer buitre y, casi sin interrupción, un cuarto les hicieron dar saltos de alegría. Alegría ahogada cuando los del Aventinus aventaron su júbilo por sexta vez.

El augur bebió vino de un pellejo que le pasaron. A su vera, el dux rehusó. No quería perder detalle de lo que acontecía en las alturas. Lo observó con atención: su cuerpo, fibroso y esculpido por una vida al aire libre y de privaciones, estaba hecho para la guerra. Su rostro exudaba determinación, fe en sí mismo. Fe capaz de contagiar a los que, cuales marineros atraídos por el canto de las sirenas, sucumbían a su mirada de fuego. Por eso se unió a él y a su partida de facinerosos cuando los conoció el año que lo expulsaron de su patria de Falerios por haberse apropiado de parte del tesoro del templo. Aquellos bandoleros necesitaban un sacerdote que mediara por ellos ante los dioses. Más tarde se les unió otro augur que decía venir de Soútrion. Aquél tomó partido por el otro gemelo que comandaba la hueste, Remo, y se alineó con su bando. Por eso se hallaba ahora con ellos en el Aventino. Remo no acababa de gustarle. Su mirada de hierro lo privaba de humanidad. Era turbulento y pendenciero como su hermano, pero carecía del carisma de éste. Se mostraba cruel, inhumano con las víctimas de sus tropelías o  con los enemigos vencidos.

"Remo porfió por el Aventino y exigió que se llamara Remoria, mientras que Rómulo ordenó que se erigiera en el Palatinus y que su nombre fuera Roma"

Recuerda cómo comenzó la pelea que les forzó a estar esa mañana de Aprilis ahí. La mesnada se había trasladado a aquel infecto meandro del Tíber, al lado de la isla que dividía en dos el curso de sus aguas, usada desde tiempos inmemoriales para cruzar el río a través de sendos pontones. Por allí pasaba la Vía Salaria, que usaban latinos y sabinos para comerciar con la sal que obtenían a la vera del no muy distante mar. Rómulo los persuadió de expulsar a los latinos que controlaban el paso y cobraban portazgo y establecer allí una población fortificada que les permitiera ser ellos los que exprimieran a los viajeros. Derrotar a los latinos no les fue difícil. La discusión surgió cuando no se pusieron de acuerdo sobre en cuál de las colinas se iba a alzar la nueva ciudad. Remo porfió por el Aventino y exigió que se llamara Remoria, mientras que Rómulo ordenó que se erigiera en el Palatinus y que su nombre fuera Roma. Argumentó que en las estribaciones del Palatino fue donde transcurrió su infancia, en la cueva donde su madre, Luperca, se abría de piernas ante los clientes que le pagaban una bolsa de sal por sus servicios. Allí también, cuando murió su madre, los encontró el pastor Fáustulo y se los llevó con él para que le ayudaran a cuidar sus piaras. Ambos hermanos estaban calientes tras la batalla y el mucho vino bebido. La cosa empezó a salirse de madre: llegaron a las manos, secundados por sus respectivos compinches. Se desenvainaron varios puñales. Al sacerdote y a Demócrito, un aedo tarentino ambulante que se les había unido recientemente, les costó restaurar la paz. Acordaron que cada gemelo subiera a la cúspide de la colina elegida, acompañado de testigos fiables y un augur, y que rogaran a los dioses que les mostraran su favor enviándoles buitres: quien más viera sería el elegido, edificaría donde sugiriera y le daría nombre.

Un berrido de Rómulo rompió sus cavilaciones: había divisado un quinto buitre a poniente. Los gritos se quintuplicaron cuando Numitor señaló tres aves distantes y comprobó que eran buitres. ¡Los dioses sonreían a Rómulo! Amulio se mordió los labios, avinagrado, sin dejar de atusarse la barba: no podía negar la evidencia. Fueron doce las aves divisadas desde el Palatino. Los del Aventino no volvieron a bramar.

Cuando se reunieron en la inmensa explanada que separaba las dos colinas, todos tenían claro que el vencedor había sido Rómulo. Remo porfió con que ellos habían sido los primeros en recibir los augurios, y que, aunque habían sido seis los buitres, los vieron antes que su hermano: él debería ser el vencedor. Sólo lo secundaron Amulio y otros dos más de sus fanáticos. El resto de sus hombres lo abandonó. Muchos no creían en más dioses que ellos mismos, pero eran supersticiosos y no querían poner a prueba al destino y sus fuerzas. Remo se retiró enfurruñado.

"Remo se presentó de improviso acompañado de los suyos. Estaba borracho. Llevaba todas sus armas. Rómulo lo invitó a unirse al banquete. Su gemelo desdeñó el ofrecimiento"

Rómulo mandó uncir dos bueyes blancos. Ascendió con ellos a la explanada que más le gustaba en el Palatino y con el arado trazó un rectángulo: sobre él se levantaría la empalizada que protegería a la Vrbs y a sus habitantes. Hasta que los ritos de inauguración no estuvieran concluidos según los mores de sus ancestros, ese surco no podía ser cruzado por nadie bajo pena de muerte: comprometería la seguridad de la ciudad y la haría expugnable.

Acabado el trazado, Rómulo ordenó sacrificar un par de bueyes y cuatro cerdos. Al día siguiente continuarían con los ritos inaugurales. Una algarabía secundó sus palabras. El vino corrió sin freno. La carne se hacía en los asadores. Rómulo no se olvidó de ofrecer las primicias a Marte, el dios de la guerra, bajo cuya protección se confesaba.

Remo se presentó de improviso acompañado de los suyos. Estaba borracho. Llevaba todas sus armas. Rómulo lo invitó a unirse al banquete. Su gemelo desdeñó el ofrecimiento. Con paso vacilante se dirigió hacia el surco. Se volvió desafiante hacia el resto, esbozó una sonrisa carroñera y saltó por encima de él.

"El augur, sentado junto al aedo, observó a Rómulo, consciente de haber vivido unos hechos que dejarían huella en la memoria de los hombres"

Un silencio fúnebre saludó el sacrilegio. Sólo Amulio lo secundó con una carcajada que más parecía un rebuzno. Sus hombres lo miraban aterrorizados. Rómulo embrazó su escudo y se abalanzó sobre su hermano con el gladius desenvainado: había condenado a Roma a ser conquistada alguna vez. Ese crimen no sabía de lazos de sangre. Los dos combatieron como alimañas y se hirieron mutuamente, pero la furia de Rómulo era un torrente desbordado y acabó alcanzando en el hígado a su hermano, que bajó la guardia fugazmente, entontecido por el mucho vino trasegado. Amulio quiso vengarlo, pero Numitor lo agarró por detrás y lo degolló. Rómulo mandó arrojarlos a una fosa que cavaron junto al surco: sus cadáveres servirían de cimientos a las murallas de Roma.

El augur, sentado junto al aedo, observó a Rómulo, consciente de haber vivido unos hechos que dejarían huella en la memoria de los hombres.

Demócrito, amigo, esto tiene que cantarlo alguien.

—¿Qué vas a cantar, anciano? ¿Que dos hijos de una puta, de una lupa, y de padre desconocido pelearon por dar su nombre a un poblado de pastores y forajidos?

—No, la verdad es que no. Pero ya sabes tú que las gestas que cantan a los héroes tienen muchas mentiras, muchas exageraciones para ensalzarlos aún más. Podíamos decir que su padre fue… fue…, ¡ya lo tengo! Su padre fue el mismo Marte: de ahí su carácter belicoso.

—Ya que te pones, su madre fue una vestal.

—¿Una vestal? Esas sacerdotisas han de permanecer vírgenes durante 30 años. No pueden ser madres: su vida depende de su castidad.

—Marte la violó. Y al dar a luz a los gemelos, el rey de su ciudad…

—Que se llamaba Amulio, como el infeliz que yace junto a Remo.

—Amulio ordenó arrojar al Tíber a los dos gemelos en una canasta.

—Canasta que encalló ahí abajo…

—Donde una loba de verdad, no una prostituta, los encontró y los amamantó.

—Me gusta la historia, griego.

—¿Te gusta? Pues, si quieres más: hagamos descender su estirpe de la simiente de uno de los héroes que combatió en Ilión. Antes de que me expulsaran de mi ciudad escuché a un aedo cantar un poema compuesto, dicen, por un ciego de Quíos: la Ilíada. Canta cómo los aqueos arrasaron una polis dárdana. Es pura ambrosía. Lo que sucede es que nuestro poema habrá de estar en griego. El latín que hablan estos bárbaros es una lengua de follacabras.

—Sea en griego, ¿qué más da? Pero en vez de hacer descender a Rómulo de uno de los vencedores de Ilión, hagámoslo de uno de esos troyanos que salvaron la vida huyendo. Lo humaniza más.

—En la Trinacria hay una leyenda que dice que uno de ellos, un tal Eneas, pasó por allí antes de asentarse en el Lacio.

—¿No te das cuenta? ¡Roma está en el Lacio! ¡Por los dioses! Voy a escribirlo antes de que se me olvide. Pero lo haré en latín. Mi griego no es tan fluido como el tuyo.

—Como quieras, augur. Oye, ¿no echas algo en falta en esta fiesta?

—No, ¿por qué?

—Yo sólo veo hombres. Ni una mujer. Que yo sepa las mujeres son necesarias para la procreación y que esta ciudad prospere.

—No me importa, seguro que a Rómulo se le ocurre algo. Anda que no hay buenas mozas en la aldea sabina de ahí enfrente.

El anciano sacó de su zurrón unas tablillas enceradas y comenzó a anotar con un punzón el título de lo que quería que fuera su legado: Ab urbe condita, Desde la fundación de la urbe.

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