Suele ser frecuente entre los escritores consagrados la publicación de un libro de recuerdos y memorias. Pero es más raro dar un paso más allá: construir con esos recuerdos un testamento, un testamento literario. Quizá el ejemplo por excelencia de esta práctica inhabitual sea Dante con su Convivio. Temeroso de que su lección no haya sido comprendida por sus contemporáneos y que pueda seguir así en las generaciones futuras, el escritor que ha alcanzado una categoría de excelencia se esfuerza por dar las claves de su obra, en lo que suele ser la versión más íntima de sí mismo, su autorretrato literario. Es, precisamente, el caso de Luis Mateo Díez con este libro dual en el que se funden fabulaciones y recuerdos.
Este género, el del testamento literario, admite una gran libertad formal. Ángeles Encinar señala en el prólogo del libro su carácter híbrido, libre. Y es que esa libertad es imprescindible para afrontar la tarea de desentrañar el impulso vital del autor y le sirve a Díez para desembarazarse de las fronteras convencionales. No es una obra más. Es la obra más ensimismada, palabra esta que resulta clave en el libro.
Si leemos este libro a ritroso, es decir, desde el final, la lección que contiene resulta transparente. “Valles, bosques y ríos” es el capítulo último y, como suele suceder con las obras que encierran cierto misterio, el momento revelador. Díez nos explica la correspondencia simbólica de geografía y vida. El amparo del valle, el misterio del bosque y el río como imagen del tiempo vital son los tres pilares —símbolos— sobre los que se asienta el territorio imaginario que es, a la vez, el territorio natal, el espacio de la infancia y la adolescencia —la fuente de la edad—. En esa ecuación entre geografía y vida se funda el rito de la palabra, el ritmo natural que organiza la prosa. Pero permite también la reflexión, esto es, el impulso para el crecimiento personal —algunos dirían intelectual—. Valles son esas sombrías ciudades provincianas en las que los hombres se empequeñecen y fracasan. El valle acoge, pero también adormece. El bosque es el laberinto de la aventura, del misterio. No es Díez autor de aventuras, pero sí de misterios. Esos misterios suelen tener un cariz realista, al estilo chejoviano, pero constituyen la dimensión hermética junto al carácter rutinario de la vida provinciana —rutina que alcanza a la vida del barrio de la gran ciudad—. El río es el tiempo. El tiempo en la obra de Díez no es circular, como lo es en los autores que se encierran en su espacio natal. Díez ha salido de ese espacio natal —el valle leonés— no solo biográficamente, también simbólicamente. Esa es su aventura (“aventura a la vuelta de la esquina”). Esa salida es la grieta por la que entran la alegría y la educación. Hay siempre momentos de humor en estos relatos y en sus reflexiones. Anécdotas juveniles, casos y bromas aportan las notas de alegría necesarias para abrir el espacio sombrío. El hermetismo —onírico o misterioso— y el humorismo son los dos pilares de la estética de Díez, como explica Encinar en su cuidado prólogo. A estas dos dimensiones básicas de la estética moderna hay que sumar una tercera: el ensimismamiento. Díez es un autor profunda y cabalmente ensimismado. La reflexión brota por doquier en sus fabulaciones y en sus recuerdos. Su imaginario es tan personal e intransferible porque está tallado en el proceso del ensimismamiento.
Esas tres dimensiones conforman la arquitectura literaria de Díez. Sobre esos cimientos se levanta su concepción de la novela y del relato breve. Una de las señas de identidad de esa concepción fabuladora es la novela de educación, lo que suele llamarse Bildungsroman. Nuestro autor pone el acento en varios momentos de sus lecciones sobre este aspecto, al que suele ser escasamente sensible la crítica española. No parece casual que nuestro autor dedique su capítulo más extenso, además de inédito —“Males”—, a comentar uno de sus símbolos predilectos, la enfermedad, y que analice de paso su novela La mirada del alma, de la que ofrece algunos párrafos. Esta novela es un Bildungsroman. Díez la define como una fábula sobre la enfermedad o, al menos, una fábula sobre enfermos. Y explica que el personaje central, que se llama Romero, cuenta al narrador y a otro compañero que conviven en el mismo pabellón de un sanatorio “el tránsito de cincuenta años de su vida”, que se resumen en tres encuentros con “mujeres misteriosas”. La novela es un testamento, “el que las palabras consuman la vida según van desprendiendo su secreto”. Esos son los mimbres del Bildungsroman: el testamento vital, la lección de la vida, las presencias demoníacas y el impulso del misterio femenino. Y en esa dirección apuntan los párrafos citados. En ellos el personaje “reflexiona mientras cuenta, como si sintiera el espejo de la conciencia en esa tarde testamentaria”. La concepción educativa de la novela se percibe asimismo en la preferencia de nuestro autor por los personajes adolescentes en sus relatos —“enfermos del alma”— y por su propia adolescencia como materia para sus reflexiones.
Explica también Díez que su origen como escritor se apoya en la oralidad. Los grandes fabuladores —modernos o no— tienen ese origen. La costumbre del valle del noroeste —en el que no se ha perdido el hábito de la reunión nocturna, el filandón, para contar— es la fuente de la fabulación. No son pocos los momentos de este libro en los que se trasluce la nostalgia de un tiempo en el que la industria y la tecnología no obstaculizaban la imaginación. Sin embargo, Díez no es un conservador de la tradición. Apuesta por la educación para superar un mundo obsoleto. Y reivindica el poder de la imaginación. A propósito de la educación afirma: “No deja de ser curioso que en ese medio [el educativo]… ninguna asignatura tenga como materia la imaginación…, la mano armada de la libertad”. Y es que incluso el estudio de la literatura, la región más transparente de la imaginación, suele reducirse en las instancias académicas a mera erudición.
Estas lecciones constituyen un autorretrato de Luis Mateo Díez. Son piezas —tanto las fabulísticas como los recuerdos más o menos fabulados— extraídas del corazón creativo del escritor para objetivar su propia imagen, no la imagen física sino la imagen espiritual, como saben hacer los grandes pintores. Los autorretratos literarios, si alcanzan la profundidad requerida por la materia, se convierten en testamentos vitales. Por eso, este libro es el libro más ensimismado de su autor y piedra fundacional de lo que es y habrá de ser la interpretación de su ya magna obra.
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Autor: Luis Mateo Díez. Título: Invenciones y recuerdos. Edición y prólogo: Ángeles Encinar. Editorial: Eolas. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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