Cumple, en primer lugar, realizar una sincera advertencia: quien se acerque a este poemario debe tomar a los actantes que en él se han citado, con objeto de celebrar un particular ”cónclave en un nido”, de la mano; debe tomarlos, en suma, del ala, pues acudiremos todos a estos versos, sin más remedio,
[…] por el camino
de los tejados,
nube abajo,
entre abismos
y eternidades.
Quien no desee hablar, quien no se atreva a hablar alto y claro, con valentía ritmada y melodiosa sobre la muerte,
[…] la mayor tragedia
contemporánea
de todos los tiempos,
puede desandar todavía sus pasos y volver; pero se quedará, en tal caso, sin saber en la experiencia de la lectura de Alas vividas que la muerte es, justamente, la que otorga a la vida su sentido absoluto; la que nos hace valorarla y agasajarla; la que nos obliga a batallar, aliento a aliento, cada día; es, en síntesis, la muerte, con el eco borgiano pertinente,
[…] esa flaca sinrazón
que exhibe de la luz su sombra,
y es que, no ha de olvidarse, las luces las dibujan, a menudo, los ángulos oscuros.
Alberto Escabias Ampuero, ataviado manifiestamente de Ícaro y disfrazado tácitamente de Caronte, busca conducirnos con sus versos no por las aguas del Hades, sino por las corrientes del aire que atraviesan, como una saeta tranquila, la distancia que va desde el cielo de Madrid hasta el cielo de Málaga y viceversa, puesto que el viaje iniciático es, sin duda, de ida y vuelta, aunque nunca regrese idéntico aquel que partió de su peregrinatio vitae. El periplo, por su parte, ha sido dispuesto en un total de cuatro etapas, desiguales en extensión —son más largas las dos primeras— y, no obstante, ecuánimes en cuanto a la intensidad y a la exactitud, todas ellas, además, precedidas por la misma sentencia —de Odisséas Elýtis—, que se repite incesante como un latigazo y que, empero, posee, en cada ocasión, diverso significado gracias al original subrayado de unas u otras palabras: “Escribo para que la muerte no tenga la última palabra”.
Así, en primera instancia, volaremos —y seremos aves fugadas y fugaces con él— bajo el amparo de “Las alas de Ícaro”, el bloque que rinde homenaje a la abuela fallecida. En esta fase nos encontraremos con nuestro querido pájaro-poeta, quien
[…] ha convertido
la esperanza
en su última residencia,
y allí habitaremos unos instantes, en silencio, aguardando. Y aguardando llegará para el protagonista la redención, pese a su firme rechazo de todo credo:
Si fuese creyente,
creería en los pájaros;
únicamente ellos
pueden acercarse a Dios
con su vuelo crucificado,
y sobrevendrá aun el roce de la experiencia mística insospechada a través de esa
[…] líquida luz
que se niega a asistir
a la comunión
de todas las almas.
Alguien dijo alguna vez que solo se canta lo que se pierde, y no es cierto. Muy por el contrario, solo se pierde lo que no se canta, por ello Escabias Ampuero, plenamente consciente de tal fenómeno, no deja de cantar a su yaya, ya sea con el trino, ya sea con el graznido, y su estribillo no para de reverberar, en consecuencia y en ecolalia, contra nuestra propia garganta:
No sé si he cerrado los ojos,
o si en ti los he abierto […],
y el poeta, ahora “girasol inverso”, al fin perdona su herida a fuerza de penetrarla, “[…] vencido desde dentro”, consolado
[…] con la única compañía
de tu muerte
sobre mis alas.
En segunda instancia, nos toparemos, a continuación, con “Las alas de la muerte” y, bajo tan triste palio, nuestro guía rapaz se detendrá a reflexionar y a meditar sobre la muerte, en toda su oscuridad —en su memento mori—, sí, pero también en todo su esplendor. De esta suerte, se verá transformado, metamorfoseado ante el espejo de las lágrimas derramadas, y dirá:
[…] tan solo soy un ángel
con aliento de buitre,
un rayo de ceniza
incapaz
de tomar la forma del Fénix.
Asimismo, conviene destacar que, en este bloque, de manera directa o indirecta, surgirán, para el leal lector de Disparo de nieve (Ediciones en Huida, 2016), su libro anterior, algunas reminiscencias poco casuales que conectan uno y otro poemario, las cuales emanan de la anticipación y de la fantasía semimorbosa de la muerte propia, autorretrato lírico a fin de cuentas:
El cadáver del poeta
[…] no hiede a guiso amargo,
sino a cine de verano.
En tercera instancia arribaremos a “Las alas del vértigo”, bloque dedicado al cáncer paterno, a la figura eternamente próxima y distante del padre, relación que, en cierto modo, podría conservar el sabor de una de las lecturas de cabecera de Alberto Escabias Ampuero: La isla del padre, de Fernando Marías. Sucede que hay, en el mundo, verdades tan crudas que no pueden ni deben ser poetizadas; verdades tan duras que ni la repetición exasperada hace que nos parezcan estas menos amargas, por esa razón escribe en Alas vividas lo que nunca se ha atrevido a verbalizar en voz alta:
Mi padre tiene un tumor
(no todos los versos
saben a poesía),
y quisiera decirle
lo mucho que lo necesito,
y repetírselo sin pudor
como eco de luz […].
De otra parte, estas distancias paralelas al borde del abismo de la incomprensión y del extrañamiento se ven apaciguadas, afortunadamente, por la similitud de los individuos que las sufren y por las intersecciones que, de tanto en tanto, se producen entre el progenitor y el primogénito:
Mi padre tiene un tumor
y yo no,
su dolor no es mi dolor,
pero nada nos distingue.
A pesar de lo tremendo y lo desgarrador de la experiencia propiciada por la enfermedad, es esta, curiosamente, la que permite a nuestro Ícaro reconfigurado vencer el vértigo y, por consiguiente, mirar a la muerte cara a cara, como si de una igual se tratase, tal y como ocurría en las danzas medievales, para afirmar ante ella con total seguridad:
[…] aunque él tenga un tumor
y yo tenga su vértigo,
entre mi padre y yo
jamás habrá ninguna muerte.
Y sí, sin atisbo alguno de duda, más que nunca, omnia vincit amor.
Por último, en cuarta instancia, nos esperarán “Las alas de la victoria”, bloque postrero entretejido por cinco poemas. El primero de ellos es para el difunto poeta brasileño-cordobés Eduardo García, quien fuera pronto arrancado de la vida por un cáncer de páncreas. El tercero de los poemas, en cambio, está dedicado a Adrianna Pennino, que no es otra que la esposa de Rocky Balboa, su héroe por antonomasia; que no es otra —simbólicamente— que la amada de quien escribe, y de ahí que el texto lleve por título el nombre sorprendente de la calle en la que, actualmente, ambos residen, lugar en el que ha hallado, de una vez por todas, un refugio en el que curarse y en el que reconstruirse:
Me sostuvo los huesos
entre su carne
los días y las noches,
de la mano me condujo
hasta su vientre […].
Retorna, de nuevo, la yaya en el cuarto poema de esta sección, con la intención de quedarse ya para siempre en los versos y en el corazón del poeta, al cual sana con el cariño que solo emana, de forma natural e incontenible, de nuestros mayores; cierra ella, por ende, la herida que, a priori, nuestro protagonista abrió en canal:
Remienda mis alas
con su hilo de ayer
y rebusca
mi voz
en su sorda oreja,
como una ventana
abriéndose al susurro.
“Te digo yo” es el punto final del viaje, del libro. A este poema acude Alberto Escabias Ampuero, escoltado por la yaya, para visitar y rescatar también de la muerte al abuelo del uno y al esposo de la otra, en una mezcla controlada de tranquilidad y de nervios y, por supuesto, preparado para tan única ocasión, haciéndonos creer a todos y cada uno de nosotros —no solo a su madre— en el poder catártico y luminiscente de las palabras:
Mamá se negaba
a creer en la poesía,
hasta ahora
que te visito
vestido de recuerdo.
A partir de aquí os espera el poeta, desentrañando en armonía la madeja de sus recuerdos junto a la yaya-hilandera, entretenidos ambos, como Ariadna, en los laberintos cruciales del tiempo.
——————————
Autor: Alberto Escabias Ampuero. Título: Alas vividas. Editorial: Editorial Independiente.
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