Luis (Sepúlveda) y yo solo coincidimos una vez —escribe el autor de este artículo-homenaje sobre el escritor chileno fallecido el pasado jueves—, sin embargo, yo le considero un amigo. También lo soy de Jack London o de Neil Gaiman, pero a ninguno de ellos los conozco personalmente.
Con la garganta atenazada por una soga invisible redacto estas líneas que quieren ser un sentido homenaje al amigo que escribía los libros más hermosos, porque en ellos había desencanto y esperanza, porque eran épicos a la vez que cotidianos, porque en ellos cabían conspiradores, exiliados, piratas, ecologistas, indios y perros fieles y hasta un viejo perdido en la selva que leía novelas de amor.
Luis Sepúlveda, que luchó contra Pinochet y salió casi indemne del enfrentamiento (digo «casi» porque sé que tenía más de una cicatriz en su piel y muchos camaradas se quedaron en el camino del tormento), que desde hace unos años tenía casa en Asturias y era uno de los pilares de la Semana Negra de Gijón, que me hacía esperar más de lo que yo quería para leer un nuevo libro suyo… ese hombre grande en todos los sentidos ha caído bajo el veneno de un insignificante ser microbiológico.
Luis y yo solo coincidimos una vez, y sin embargo yo le considero un amigo. También lo soy de Jack London o de Neil Gaiman, pero a ninguno de ellos los conozco personalmente, a uno por razones obvias y a otro porque no ha habido ocasión.
Pero con Luis sí que la hubo. A principios de los años 90 del siglo pasado (a Luis le habría agradado esta apreciación) fue invitado a la Feria del Libro de Burgos de 1994 o 1995 (los años bailan en mi memoria). Se programó una sesión de firma de libros a eso del mediodía y yo guardé la cola de rigor. Luis Sepúlveda era ya famoso en España gracias a Un viejo que leía novelas de amor, auténtico best seller que casi 30 años después de su primera edición se sigue reeditando. Pues bien, cuando llegó mi turno saqué un pliego de color en el que iban encartados dos folios. Le tendí el delgado cuadernillo y un ejemplar de Un viejo… para su firma. Él me sonrió, sonreía mucho, y me preguntó: «¿Qué es?». No me dio tiempo a contestar, porque abrió aquel encarte y descubrió el par de artículos que me habían publicado sobre Un viejo… y Mundo del fin del mundo. «Son unas reseñas que he escrito sobre sus libros», le informé ya inútilmente, porque él estaba leyendo aquellas fotocopias de sendos artículos que habían salido en la prensa local. El puesto de firmas estaba montado en la plaza donde se celebraba la Feria del Libro, sobre la mesa de una cafetería y bajo una sombrilla que atenuaba un poco el sol de aquel día. Luis accionó su gran humanidad, echó hacia atrás la silla en la que estaba sentado, me atrajo hacia él y estrechó mi pequeño cuerpo. Supongo que la imagen sería, cuando menos, peculiar: un tío de casi dos metros y corpulento abrazando a un joven de un metro de altura… Y mientras el gigante patagón tenía entre sus brazos al enano burgalés que escribía reseñas de libros, me dijo: «Muchas gracias, José Luis. Desde ahora tienes un amigo para lo que quieras». Ese fue mi fugaz encuentro con Luis, y por eso digo que era mi amigo.
Hoy, junto a este incómodo nudo en la garganta, también siento en mi espalda aquel sincero apretón, y oigo aquellas palabras con acento chileno, y aunque no me consuelan por la pérdida, me traen ecos de unos días más felices.
Tengo aquí, a mi lado, casi todos los libros de mi amigo. No voy a reseñarlos. Tan solo citaré mis favoritos, tarea ardua, ya que en todos se agazapa esa chispa que hace vibrar al lector y constituye la verdadera comunicación entre él y el autor. Si alguien que eche los ojos sobre estas apresuradas líneas busca uno de estos títulos y lo lee, mi misión estará cumplida, porque solo leyendo sus libros mantenemos a los escritores vivos.
Descubrí a Luis Sepúlveda con Un viejo que leía novelas de amor, una historia en plena naturaleza que relata el duelo entre un animal de la selva enloquecido por la estulticia humana y un viejo solitario y sentimental que vive a la orilla del río más largo del mundo. Hay una escena de este libro que nunca se me va de la cabeza, y eso que no es trascendental para la trama, que es la de Antonio José Bolívar Proaño, el viejo del título, pescando camarones en el río bajo la lluvia torrencial.
Nombre de torero (Tusquets, 1994) y su secuela de 20 años después, El fin de la historia (Tusquets, 2016), es un díptico en el que Juan Belmonte, un antiguo guerrillero reciclado en encargado de la seguridad del último cabaret de Hamburgo, se ve involucrado en la búsqueda de un tesoro nazi y dos décadas después en la venganza contra un torturador de las cárceles de Pinochet.
Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (Tusquets, 1993) se configura como una fábula en sentido estricto: esto es una ficción con intención didáctica o moralizante en la que los animales hablan y toman el papel de humanos. Historia de la superación de una gaviota herida y perdida en tierra y de la amistad del gato valiente y curtido que la toma bajo su protección en las peligrosas calles de Hamburgo, es posible leerla como un western atípico o como un texto de autoayuda prescindiendo de toda la palabrería estúpida de ese tipo de textos. ¿Recuerda alguien aquel plúmbeo Juan Salvador Gaviota? Pues olvídense de él. Este libro sirve para lo mismo pero es mucho más divertido.
Mundo del fin del mundo (Tusquets, 1994) y Patagonia Express (Tusquets, 1995) son libros híbridos entre la trama novelesca y la crónica de viajes. Historias marginales (Seix Barral, 2000), por su parte, reúne relatos cortos que se desarrollan en diversos y dispares lugares del mundo, mientras que entre los que recopiló en Desencuentros (Tusquets, 1997) se halla la historia de iniciación a la vida de adulto más sugestiva de las que he podido leer en «Acerca de algo que perdí en un tren».
Todavía faltan por citar La sombra de lo que fuimos (Espasa, 2009), que narra las andanzas de tres hombres que tuvieron que exiliarse del Chile de Pinochet y 35 años más tarde, ya ancianos, se reúnen para una última acción revolucionaria, o Historia de un perro llamado Leal (Tusquets, 2016), donde en el título se explicita el resumen de este relato de amistad…
¡Hasta siempre, Luis!
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