“No soy yo, son mis fluidos”, intento deslindarme para que nadie caiga en el error de confundir a mi inocente yo con ciertas aguas negras que en mala hora corren por mis entrañas. Según decía Hipócrates, tales líquidos turbios y quizá cenagosos son el origen de la melancolía. Para mayor quebranto, el renombrado médico de la isla de Cos atribuía también a la atrabilis —combustible esencial del atrabiliario—– la responsabilidad de echar a andar las alarmas de los hipocondríacos.
Bastante ya tiene uno con albergar líquidos perniciosos y padecer su efecto devastador, para además de todo hacerse responsable de su producción. Ahora bien, no es lo mismo dejarse hipnotizar por la melancolía, o en su caso implorar el arribo piadoso de los santos óleos, que meterse en la piel de un energúmeno. Pues si negocia uno con monstruos y demonios, tendría que hacer lo propio con sus humores íntimos antes de que el vecino sugiera recurrir a los electrochoques.
¿Cómo negocia uno con sus vísceras? En mi experiencia, toca sobornarlas. Una vez que el estómago procesa tres buenas quesadillas con guacamole, el tsunami recóndito se degrada a depresión tropical. Nada que no debieran resolver medio vaso de Baileys con dos hielos y una canción de playa, aunque tampoco faltan las morriñas dadas a la extorsión y la glotonería. Dales un par de copas y querrán la botella; pídeles que no lloren y berrearán como un adolescente recién circuncidado.
Me dijo alguna vez Joaquín Sabina que los imbéciles siempre son más imbéciles con drogas adentro. Abundan, por lo pronto, quienes en estos días las emplean para hacer el encierro soportable, a riesgo de que nadie los soporte a ellos. Hay, eso sí, de drogas a drogas. Antes entra en razón un león enjaulado que un cocainómano en cuarentena, ya sea que le llueva o le escasee la execrable caspa de Satanás. ¿Quién ha visto que al rey de la selva le salten los complejos y resentimientos del beodo tremebundo que recién se ha polveado la nariz?
Afortunadamente mi correclusa sabe cómo entenderse con mis fluidos negros sin saltarse las reglas de la diplomacia. Suele verlos venir cuando yo todavía me desvivo por regatearle méritos a Hipócrates, pero en lugar de frenarlos en seco sugiere alguna forma tersa de soborno, antes de que las vísceras se conviertan en una fosa séptica y me hunda en el silencio abochornado de los suicidas faltos de vocación. ¿Exagero? Sin duda y a propósito. Nadie que se encobije con la melancolía querrá que se le tome a la ligera. “Llamen pronto a un forense”, ruega el hipocondríaco para hacer respetar su tos perruna.
—¿Y por qué no te bañas? —hábilmente sugiere mi correclusa a medio atardecer, no porque huela mal (o al menos eso creo) sino por ayudarme a drenar la atrabilis que de pronto el encierro multiplica.
—¿Te llegó el sobacazo? —la sondeo, anyway. En tiempos de fake news no está de más verificar tus datos.
Me mira, cejijunta y cuasiregañona, no porque en realidad esté enojada (o al menos eso espero) sino para cumplir con su papel en la diaria comedia y no soltar la risa antes de tiempo. Y allá van, espantados por nuestras risotadas, los pestilentes miasmas del encierro. Finalmente la risa es la terapia, el hechizo y la droga: no hay aguas negras que puedan con ella.
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