Lo único que me interesaba de aquel pueblo era la litera del albergue, al que había llegado demasiado tarde, quemado por el sol y llorando. Era la última cama libre, y una pareja a la que había oído reír detrás de mí durante kilómetros —su risa en los bosques, sus carcajadas en los pueblos abandonados— tuvo que caminar hasta un hotel en otro pueblo y dejó de reír. Eran las cinco de la tarde, pero me duché, me curé las ampollas y me dispuse a olvidar ese día, que había comenzado de mañana creyéndome invencible y había terminado sintiéndome débil y miserable, cuando mi rodilla derecha decidió quejarse con todas sus fuerzas a cada paso. Caí en el sueño como la piedra que un niño tira a lo profundo de un pozo para comprobar que tiene agua.
Me despertó el escándalo de los gorriones en la ventana. Había luz de ropa de cama lavada demasiadas veces con lejía. Notaba la masa de algunos cuerpos tumbados a mi alrededor. Los humanos, cuando no pensamos fuerte, somos más silenciosos que un árbol. Olía a yodo, a ropa sucia y a deseos sencillos. Ayer era una leyenda y mañana igual no podría seguir caminando. Miré el reloj. Sólo había dormido tres horas, pero me sentía bien. La rodilla había dejado de dolerme, igual que una chicharra deja de cantar cuando alguien se acerca. Me levanté, cogí un trozo de pan y queso de mi mochila, y salí.
Era como si otro día hubiera amanecido dentro del mismo día. De pequeño, mi madre me dejaba limpiar los cristales de las ventanas: echaba un líquido que al secarse parecía una gasa blanca; luego lo quitaba con un trapo, como si despintara la vida. No sé si se debía al contraste con la niebla blanca, pero hasta este momento no había vuelto a ver unos cristales tan limpios: el cielo azul, donde flotaba alguna nube gozosa como un copo de lana enganchado a una zarza; el arbolito donde la familia de gorriones seguía jugando; la sombra sólida, fresca de la montaña tras la que el sol se desmaquillaba; las mesas de plástico blancas, rodeadas de sillas del mismo material, pero verdes, con la marca de una cerveza gallega; la hierba recién segada exhalando su aroma a infancia. Alguien había limpiado los cristales mientras dormía.
Lo vi venir caminando lentamente, tan encorvado que parecía que buscaba algo en el suelo, y sentarse en el murete del prado del albergue. Algunos peregrinos conversaban como cazadores junto al fuego al caer la noche. Yo llevaba desde el primer día negándome a hablar con nadie y me alejaba de las sonrisas que buscaban compañía. No sabía muy bien a qué había venido, pues lo que habría querido pedir era imposible, o qué quería demostrar, y solía sentarme solo, apartado y en silencio. Únicamente había llevado conmigo un libro de poesía china en el que no lograba concentrarme y una libreta en la que apenas había apuntado unas cuantas ideas idiotas.
—Chaval.
Sorprendido, alcé la vista de la hoja en blanco. Se había sentado a mi lado tan lentamente que ni me había dado cuenta. Era como si hubiera brotado del suelo. Calzaba zapatillas de cuadros a las que se les salía el relleno como a un peluche viejo. Cubría la cabeza con una boina desgastada. Tenía la nariz aguileña. Sus ojos eran azules y pequeños, el derecho con una gran catarata blanca. Posaba ambas manos, nudosas como una raíz, sobre el bastón.
—¿De dónde vienes?
—De Asturias —contesté, temiendo decepcionarlo por tratarse de un sitio tan cercano.
—Buena tierra, buena tierra… Estuve allí hace muchos años —dijo, y se quedó un rato en silencio, sus ojos brillantes esperando algo—. ¿A que no sabes cuántos años tengo? —hizo, por fin, la pregunta que cada atardecer dirigía a cualquier peregrino lo bastante cansado como para escucharlo.
Y yo cerré la libreta de opiniones manidas, cerré el libro de poesía china, le puse el capuchón al boli, dejé este junto al libro y respondí que no, que no sabía cuántos años tenía.
Cuéntame, anciano. Cuéntame de dónde vienes.
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Autor: Manuel Astur. Título: San, el libro de los milagros. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros y Amazon
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