Foto: Asis Ayerbe
Un viaje literario por los escenarios de un crimen
Estábamos de viaje por el norte y fuimos a conocer la zona de Bermeo y San Juan de Gaztelugatxe, que unos amigos nos habían recomendado fervientemente. Después, según volvíamos de regreso a Bilbao —donde nos esperaba una cena de despedida—, Rosa, mi novia, me pidió que parásemos en un pueblo pequeñito de la costa, un lugar llamado Illumbe. Me explicó que en su club de lectura habían leído un libro muy famoso que ocurría allí. Y que había, además, una historia truculenta alrededor de aquello… Bueno, dijo que quería darse un paseo por el escenario y quizás conocer a alguno de sus personajes en la vida real (cosa poco recomendable en mi opinión, pero ella es muy friki de estas cosas).
Nada más llegar al pueblo, saltó la reserva del depósito del coche y entramos en una gasolinera que había en lo alto, un lugar con unas vistas impresionantes del pueblo y del mar. Entramos allí y yo bajé a repostar. Rosa se bajó también a estirar las piernas y fue ella que vio el cartel. MIRADOR DE PUNTA MARGÚA. Yo había entrado a pagar la gasolina y ella apareció a mi lado como si hubiera visto un fantasma. “Es aquí, es aquí”, me susurró. “El lugar del que te he hablado. El lugar donde ocurrió aquello”.
Puestos a salir de dudas, le preguntamos al chico de la gasolinera (un chaval de pelo color zanahoria y demasiados piercings, en mi opinión) si era ese lugar en el que había sucedido aquella historia que había salido en la TV.
—Sí, fue allí —dijo él—. Pero ya no se puede subir. Hace tiempo que lo han cerrado.
Con un escalofrío en el gaznate, salimos de allí y volvimos al coche. Según entramos, Rosa me miró con unos ojitos muy extraños.
“Venga, aunque sea solo echar un vistazo…”
—¿Qué? —le dije— ¡Estás loca!
******
Rosa y yo solo llevamos un año juntos, y sé que le encantan esas “historias que hay detrás de las novelas”, pero ¿hasta el punto de querer visitar el lugar de un crimen? Reconozco que me sorprendió un poco, pero en fin, un tío enamorado hace la estupidez que haga falta por su chica (y tampoco era cuestión de quedar como un compañero de viaje soporífero). Así que le dije que sí, que lo haría, pero le pedí que esperásemos al menos hasta que se hiciera de noche. Nos acercaríamos a mirar de lejos y nos largaríamos. Sería una aventura divertida antes de volver al hotel.
Salimos de la gasolinera y aparcamos a la entrada del pueblo, en un parking que estaba lleno de furgonetas con matrículas francesas, holandesas… Surfers que venían recorriendo la costa atlántica desde vete tú a saber dónde. Hacía un día gris pero templado, sin amenaza de lluvia. Compramos unos cafés para llevar en el bar del puerto y nos fuimos a beberlos a un lugar al que llaman La Atalaia, con unas vistas preciosas del océano. Bueno, estuvimos allí un rato disfrutando de las acrobacias de esos surfers sobre las olas. Entonces Rosa se puso a hablar con unas chicas que estaban sentadas en el banco siguiente. Rosa es así, no sé cómo se lo monta pero siempre termina hablando con todo el mundo. Las chicas eran del pueblo y conocían el libro —claro que sí— y toda la historia trágica y terrible que había sucedido en Punta Margúa.
—Es cierto que el acantilado está cerrado al público —dijo la chica—. Pero bueno, aquí en el pueblo hay una persona que podría ayudaros…
Yo sentí que se me ponían los pelos de punta, quizá porque me imaginaba lo siguiente que iba a preguntar mi chica:
—¿Quién?
******
Estábamos dónde nos habían enviado las chicas de La Atalaia, al bar de un tipo llamado Alejo, en la calle que atravesaba el pueblo. Nos habían dicho que fuéramos allí a probar el pintxo de txangurro y que le preguntásemos por la manera segura de llegar a Punta Margúa. Nos pareció buena idea, una forma de probar la gastronomía local y de profundizar, al mismo tiempo, en aquella investigación amateur de Rosa.
Alejo, el dueño, resopló un poco ante las primeras preguntas de mi chica. Dijo que el acantilado era peligroso.
—No me voy a arriesgar a daros un consejo. Se puede ir desde la playa de Ispilupeko, con mucho cuidado, sin despegarse del pinar. Pero yo no lo haría… Las razones son más que obvias.
Claro que eran obvias, eso es lo que yo trataba de decirle a Rosa con la mirada, mientras en mi boca se producía un exquisito maridaje entre un txakoli y el pintxo de centollo. Pero Rosa parecía no haber calado la indirecta del viejo lobo de mar-barman.
—Sin despegarse del pinar —repitió y, desplegando nuestro mapa sobre la barra, contraatacó—. ¿Y nos puede decir dónde está esa playa Ispilu… ¿qué?
—Ispilupeko —repitió el hombre—. Pero si os interesa esa historia, hay algo todavía más espeluznante que podéis hacer: visitar la fábrica abandonada donde empezó todo.
Creo que jamás había visto a mi novia tan emocionada.
—¿La fábrica? —preguntó con su mejor pose de detective privada—. ¿De verdad, se puede ir?
El barman asintió mientras su dedo volaba hasta un punto concreto de nuestro mapa.
—Si no os dan miedo los fantasmas…
(Continuará…)
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