Niños jugando. Foto, creo, de Ramón Masats.
En una red de cuyo nombre no quiero acordarme colgué hace mucho una historia, bajo pseudónimo, que me divirtió bastante. El relativo éxito —todo éxito lo es— de esa historia —que, por cierto, no tiene nada que ver con las tres novelas que he publicado hasta la fecha—, ha provocado que varias veces haya estado a un paso de repetir la experiencia. ¿Por qué no lo hago otra vez?, me decía, ¿por qué no me dejo llevar por un personaje que vuele solo, sin que nadie —bueno, casi nadie— sepa que yo manejo sus hilos?
He reprimido esa tentación a menudo. Escribo despacio y, además, no me sobra el tiempo, ese bien cada vez más escaso. Y desde al menos un par de lustros sobre todo me apetece escribir novelas, una labor ambiciosa y prolongada, incompatible para mí con otros proyectos literarios.
Sin embargo, hace unos días se me ocurrió una idea y, sin apenas dejar que madurara, la ejecuté: el 25 de abril solté que había perdido mis cuentas de Twitter e Instagram en una apuesta. Al día siguiente, Jandro, un personaje aparecido en dos de mis novelas, un compadre de Juan Torca, las «okupó»: cambió las fotos de perfil, las renombró como @jandropem y empezó a usarlas como si fueran suyas.
Algunas de las publicaciones del okupa, ya borradas.
Bien. Mejor, dicho, mal. El experimento ha sido un fracaso. Una idea que no ha interesado a casi nadie, entre otras cosas, porque apenas me ha interesado a mí. Con esos mimbres, sólo podía tejer un cesto chapucero.
Mi intención, puedo explicar diez días después, era desatascarme, escribir una pequeña historia, escribir por escribir; mejor dicho, escribir para cortar la sequía que padezco desde que irrumpió la pandemia. Después de semanas de confinamiento y sequía, se me ocurrió soltar a Jandro en las redes para que, una vez al mando de las cuentas, yo me viera obligado a contar su historia. Una historia sin palabras previas, sólo intuida. Una historieta corta, ambientada en estos días puñeteros y coronavíricos.
Me dije, después de un mes de confinamiento: como soy incapaz de retomar mi novela, el novelón —hablo de cantidad, no de calidad— que desde hace un año y hasta febrero escribía sin prisa y sin pausa, voy al menos a pasar un buen rato con Jandro. Pero la cagué.
No era el momento ni el lugar para intentar contar la historia de Jandro.
¿Sabéis qué ocurrió?
El novelón. La novela extensa y desgenerada que había interrumpido llamó de nuevo a mis puertas. Esa novela, esa novela que califico de extensa y desgenerada aunque por ahora sea sólo una novela en marcha, una novela que quizá no termine, que quizá sólo sea un proyecto muerto en un cajón, quién sabe, esa novela que nada tiene que ver, creo, con lo que he escrito hasta ahora, donde no salen ni Torca ni Kolia, ni por supuesto Jandro, llamó a mis puertas.
Estos días, mientras retomaba la novela, he dejado que Jandro colgara algunas palabras e imágenes. Pero sin convicción. Quería parir otra cosa con Jandro cuando dejé que okupara mis redes. Me he dicho, cada anochecer, mañana escribo y cuelgo la historia de Jandro. Pero al amanecer lo dejaba pasar, improvisaba algo, por no dejar vacía la cuenta, por mantener la apuesta, y dejaba que pasara un día más. Y me centraba en lo que de verdad me importa. El novelón. Y así hasta hoy.
Hoy he desalojado a Jandro y he vuelto a ser el que era en las redes. ¿Para qué? Ni idea. Me sigue tentando dejar las redes, la verdad. Casi tanto como jugar con ellas, como mostrarme allí de otra forma. Por eso también estoy pensando en cedérselas, por ejemplo, a dos compañeras de Zenda que las usarían mejor que yo: la poética Laura di Verso o Audrey Soprano, firma recién llegada a la nueva sección de cine y series. Pero todavía no sé qué haré.
En fin. Las redes me atraen, me aburren, me distraen, me entretienen, me informan, me enredan. Las redes me confunden.
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