«Es que no puedes no hacerlo, no sé si tú me comprende». Tengo esa frase grabada a fuego en mi memoria. La pronunció Michael Robinson la primera vez que nos vimos.
Gracias a él hoy me dedico profesionalmente a aporrear un teclado.
Corría el año 2011 y el encuentro lo había organizado Diego Zarzosa, con quien, por aquel entonces, tenía una empresa de representación de jugadores de rugby. Mi socio, que trabajaba con Michael como asistente personal, le había entregado los seis primeros capítulos de algo que se titulaba: Versos, canciones y trocitos de carne. «Léetelo» —le dijo—. Y se lo leyó en un vuelo a Mallorca —recuerdo perfectamente—, adonde tuvo que viajar para retransmitir un partido. Semanas después quedamos los tres a comer, y antes de los postres ya había conseguido intoxicarme el cerebro. Básicamente me convenció de que tenía la obligación moral de terminar esa novela que estaba escribiendo y, a cambio, él se comprometía conmigo a firmar un contrato con una editorial si lo hacía sin bajar el listón. Yo nunca me había planteado dedicarme profesionalmente a escribir. No era algo vocacional, ni mucho menos, pero en mi fuero interno sentía la necesidad de seguir contando aquella trama protagonizada por un sociópata narcisista y un inspector de homicidios pelirrojo; una historia que titulé Memento mori y que terminó convirtiéndose en una trilogía. Me convenció porque en ningún momento dudé de su palabra. Así, poco después dejé mi trabajo como director comercial y de marketing y me trasladé a Madrid con el firme propósito de dedicarme en exclusiva a este santo oficio.
Michael cumplió. Vaya si lo hizo. Y no con un sello cualquiera, no, con Suma de Letras, la marca más «comercial» del Grupo Santillana. De este modo él se convirtió en mi representante y yo en su único representado. En los años sucesivos compartimos muchos momentos inolvidables para mí. El inesperado éxito que cosechó la publicación de mi primera trilogía tanto en volumen de ventas como en críticas vino acompañado del lanzamiento de Acento Robinson, su programa de radio en la SER y en cuyo parto y primera temporada tuve el honor de participar. Luego llegaron las desavenencias, por motivos que han quedado enterrados en mi memoria bajo el peso de miles de anécdotas, hechos tan increíblemente veraces que no tendrían cabida en la ficción.
Nos ha dejado un tipo irrepetible de corazón inmarcesible y perpetua sonrisa. Un hijo de la Gran Bretaña con retranca gaditana e ímpetu pamplonica. Un comunicador único, seductor, de acento distintivo y mirada trasparente. Nadie antes que él se interesó por buscar el lado humano que late tras la aparente frivolidad del deporte. Nadie antes que él encontró la forma de hacerlas llegar al público. Nadie como él logró conmovernos como lo hacía él.
El 28 de abril de 2020 se apagó su voz, pero somos muchos los que siempre la escucharemos cada vez que nos invada su recuerdo. Porque es de esas personas que dejan huella para que otros puedan seguirla y, por eso, allá donde ahora esté nunca caminará solo.
Se lo ganó a base de codazos en el campo.
Se lo ganó a base de abrazos en la vida.
Hasta siempre, Michael.
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Publicado en El Norte de Castilla
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