«Quien lo probó, lo sabe», escribió a cuenta del amor en el remate a uno de sus sonetos más célebres, y a poco que se husmee en su biografía cabe pensar que Lope de Vega (Madrid, 1562-1635) sabía bien de lo que hablaba, porque tuvo ocasión de probarlo en abundancia. A decir verdad, todo en él fue tan excesivo que se hace difícil creer que una sola vida diera para tanto. Se le han atribuido unos tres mil sonetos, tres novelas, cuatro novelas cortas, nueve epopeyas y tres poemas didácticos, y eso sin contar lo más importante: que fue el gran renovador del teatro de su época —ahí queda su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609) como guía de lo que habían de ser a partir de entonces las convenciones escénicas— y que, no contento con fijar la teoría, la aplicó en varios cientos de comedias que aún hoy siguen subiendo a las tablas para disfrute de los espectadores que hemos nacido más de tres siglos después de que él se fuera de este mundo. Fue tan prolijo que le apodaron Fénix de los ingenios y Miguel de Cervantes, en una demostración de grandeza —porque a lo largo de su vida Lope no hizo más que humillarlo—, lo calificó de monstruo de la naturaleza merced a su capacidad para «alzarse con la monarquía cómica» y «llenar el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas».
De casta le venía al galgo, porque se dice que ya dominaba el latín y el castellano cuando tan sólo tenía cinco años, y que a esa edad fue cuando compuso sus primeros versos. Sus aptitudes le permitieron estudiar con el poeta y músico Vicente Espinel, y aunque parecía que sus pasos lo iban encaminando hacia la carrera eclesial, su afición a las faldas y su vida disoluta le retiraron el favor de sus protectores y le obligaron a ganarse la vida ejerciendo labores vicarias para diversos próceres del momento o escribiendo alguna que otra pieza de circunstancias para llevarse algo a la boca. No es una anotación baladí, porque los amoríos de Lope influyeron en su obra hasta el punto de que una parte importante de la misma no podría explicarse sin ellos. A su primera pareja conocida, una muchacha llamada María de Aragón con la que vivía amancebado mientras estudiaba en el Colegio de los Manriques y que posiblemente fuese la madre de su primera hija, le escribió poemas en los que la hacía aparecer bajo el nombre de Marfisa, pero sería unos años más tarde, tras alistarse en la marina y tomar parte en la batalla de Isla Terceira, cuando conocería a quien fue el primer gran amor de su vida.
Ocurrió en 1583 y se llamaba Elena Osorio. Era hija de un empresario teatral, Jerónimo Velázquez, y estaba casada con un actor, Cristóbal Calderón, del que vivía separada por entonces. Permanecieron juntos cuatro años en los que Lope se ocupó de pergeñar comedias para beneficio de su suegro oficioso. La relación concluyó cuando éste concertó para su hija un nuevo matrimonio y Lope, despechado, glosó la situación en una comedia, Belardo furioso, y en varios sonetos y romances. Su osadía le acarreó una denuncia que terminaría dando con sus huesos en prisión, pero ese castigo no fue suficiente para aplacar su ira: continuó lanzando invectivas por escrito contra su amada y el padre de ésta, y un nuevo proceso lo abocó a un nuevo destierro, del Reino y de la corte, bajo amenaza de muerte si se atrevía a desobedecer la sentencia. Su relación con Elena Osorio —a la que llamó Filis en su obra— aún le serviría de inspiración para la novela dialogada La dorotea.
Cuando dio a conocer ese título, Lope se había vuelto a emparejar con Isabel Alderete y Urbina —la Belisa de sus escritos—, a la que apartó de su familia para poder casarse con ella. Seguramente estuvo en ese rapto la explicación de que se enrolara en la Gran Armada, porque de alguna manera tenía que congraciarse con la familia política una vez superada la afrenta. El caso es que, a su regreso, la pareja se trasladó a Valencia y fue en esa ciudad donde el escritor aprendió, gracias a la atención que prestó al llamado imbroglio italiano, a quebrantar la unidad de acción que hasta ese momento constituía una premisa inquebrantable de las funciones teatrales. No obstante, le tiraba la tierra, así que, una vez cumplimentado el destierro del Reino, se instaló con Isabel de Urbina en Toledo antes de trasladarse a Alba de Tormes, donde sirvió como gentilhombre en la corte ducal. Allí encontró en el teatro de Juan del Encina la figura del donaire, que a partir de entonces incorporaría a los elencos de sus propios textos. La desgracia quiso que también allí falleciera su mujer de sobreparto, casi al mismo tiempo que él escribía su novela pastoril La Arcadia.
Cumplidos los plazos del otro destierro, el que le alejaba de la corte, Lope se instaló en Madrid a finales de 1595 y poco después ya era procesado por amancebarse con una actriz viuda llamada Antonia Trillo. No pasaron ni tres años hasta que se volvió a casar de nuevo, ahora con una tal Juana de Guardo que era hija de un vendedor de carne —para gozo de un Luis de Góngora que se burló con ganas del casorio— y de la que no debía de estar muy enamorado, porque sabemos que iba y venía constantemente de Toledo para encontrarse con las amantes que había dejado a orillas del Tajo, especialmente con otra actriz, Micaela de Luján, por la que sí parece que sintió abundantes predilecciones. No era, sin embargo, su única relación extraoficial, porque también andaban por ahí Jerónima de Burgos o María de Aragón. Entre las numerosas amantes que ocupaban sus días y el hecho de que en muchos casos sus andanzas tenían como resultado el nacimiento de hijos ilegítimos, Lope se vio abocado a un tren de vida tan alto que tuvo que trabajar hasta el desmayo para garantizar su sustento y el de las muchas bocas de las que iba siendo responsable. De ahí que, además de esmerarse con la pluma hasta el punto de acabar convirtiéndose en el primer escritor profesional de la literatura española, se embarcara en una lucha para conseguir que primaran sus derechos como autor, de modo que quienes imprimían y compraban sus comedias no pudieran modificar los originales a su antojo, tal y como se acostumbraba en la época.
Pero aún estaba por llegar un importante giro de guión en su biografía. El fallecimiento de Juana de Guardo, anticipado por numerosas dolencias, y el de uno de sus hijos, unido a los sinsabores que le procuraban su extrema popularidad y su vida disipada, terminaron abocándolo al sacerdocio. Los disgustos, o el arrepentimiento, o la mezcla de ambas cosas, le hicieron tomar los hábitos, pergeñar sus Rimas sacras y ahondar en su polémica con Luis de Góngora, por quien no obstante terminó admitiendo cierta veneración al dedicarle su comedia Amor secreto hasta celos, cuyo título en sí mismo ya daba pistas. De hecho, la publicación de la Fábula de Polifemo y Galatea del cordobés le animó a él a componer La Filomena o La Circe, obras en las que sigue la estela mitológica, y aunque arremetió sin empacho contra el culteranismo se mostraba un poco más tibio cuando de referirse a su máximo representante se trataba.
Pero dicen que la cabra tira al monte, y por muy sacerdote que fuese no podía Lope esquivar los instintos de la carne. Se enamoró de una chica llamada Marta de Nevares que contaba sólo veinticinco años de edad y con la que terminaría conviviendo durante cerca de veinte años. Sus amores quedaron reflejados en la égloga Amarilis, que escribió después de que ella muriese tras padecer varios episodios de locura, en lo que fue el preludio amargo de un final que tampoco presumió de grandeza. Dos años después del deceso, la hija que ambos tuvieron, Antonia Clara, se fugó con un galán que curiosamente se apellidaba Tenorio —el propio Lope lo contó en otra égloga, la titulada Filis— y su vástago favorito, Lope Félix —fruto de su relación con Micaela de Luján—, se ahogó pescando perlas en Isla Margarita. Fueron demasiadas penas para un Lope de Vega que, envejecido y cansado, sólo aguantó unos pocos meses antes de exhalar su último suspiro. «Que al amor verdadero no le olvidan el tiempo ni la muerte», puso como título a un soneto incluido en sus Rimas humanas y divinas. Verdaderos o no, los suyos —o, al menos, una parte— terminaron resultando inolvidables gracias a su empeño en dejar constancia escrita de su paso, y no está de más recordarlos porque es muy posible que Lope, sin las mujeres de su vida, no hubiese sido el Fénix que hoy conoce la historia de la literatura.
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