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La amistad encuadernada

La amistad encuadernada

Alcancé a vivir un mundo crepuscular en el que los hombres de edad vestían traje en invierno y guayabera en verano, usaban sombrero y se tocaban el ala al saludar por la calle. Las personas mayores, cuando se les caía un trozo de pan al suelo, lo recogían y besaban. En las hojas en blanco —antes de escribir— hacían una cruz en el borde superior; plegaban con cuidado el papel de los regalos recibidos y lo guardaban en los cajones junto a los cordeles, para reutilizarlos. De uvas a peras ponían una conferencia telefónica, y entonces, les brillaban los ojos y elevaban el tono de voz como si su interlocutor, en lugar de hallarse en otra provincia estuviese en un país remoto. Y esos mismos hombres, al pasear con saboreada lentitud, lo hacían cogidos del brazo de sus amigos íntimos, los de toda la vida.

Aprendí en mi casa el valor de la amistad a través del relumbre de pupilas en las conversaciones y de los nombres de pila dichos con unción. De niño, me gustaba observar los abrazos con palmeo en las espaldas como redobles de tambores, las risas en sensurround y las tertulias sobre viajes, aficiones comunes y vida cotidiana en las que, siempre, se hablaba de libros y de cine. Por eso me gustan tanto las amistades encuadernadas y cinematográficas, la literatura y películas que ensalzan esa forma de amor llamada amistad.

El año pasado, bajo el denso calor agosteño de Baeza, Sergio Vila-Sanjuán y yo charlamos sobre best sellers históricos en un curso de verano de la Universidad Internacional de Andalucía, y durante la cena seguimos hablando de literatura. Y de la vida. Yo algo menos, porque me fascina escuchar al periodista y escritor barcelonés por su finezza intelectual, hondura de juicio y elegante cosmopolitismo. De regreso al hotel, al pasear por las calles que tantas veces recorrió Antonio Machado, hablamos acerca de los vínculos amicales cuando llegan en la madurez, de la ósmosis vital que se produce, tan diferente de la que suele darse en los amigos de infancia y juventud. En las empinadas cuestas baezanas, bajo la luna, comentamos la última de Tarantino. A ambos nos había encantado.

"En la sagrada oscuridad de las salas siempre se han proyectado historias de amistades vencedoras del paso del tiempo"

Érase una vez en… Hollywood, protagonizada por unos Leonardo Di Caprio y Brad Pitt en estado de gracia, es, ante todo, la historia de una amistad, pero también la evocación de una época dorada del cine y de un código de conducta clásico basado en la confianza, el deber, el trabajo, el respeto y la lealtad. Su luminosa fotografía, el ritmo lento, los diálogos, el sentido del humor y las secuencias son tan embrujadores como desmitificador el tratamiento que le da a los movimientos contraculturales sesenteros, algo que me recordó a Michael Burleigh —uno de mis historiadores de cabecera—, que en su ensayo Causas sagradas: Religión y política en Europa (Taurus, 2006), analiza los años sesenta bajo el epígrafe La época de las trompetas de juguete. Tanto Vila-Sanjuán como yo coincidimos en considerar como muy bueno el final de la cinta de Quentin Tarantino, una feliz y poética reescritura de uno de los crímenes más mediáticos cometidos por psicópatas. Está bien que el Arte le enmiende la plana al Mal.

Cine y amistad es un pleonasmo. Aunque en los últimos tiempos predominan filmes de colegueo (o sea, de relaciones epidérmicas, banales, coyunturales), en la sagrada oscuridad de las salas siempre se han proyectado historias de amistades vencedoras del paso del tiempo. John Ford, como en tantas otras cosas, es el maestro en sondear almas que se atraen entre sí aunque al principio se repelan, como sucede en El hombre tranquilo, si bien suele mostrarnos amistades que vienen de antiguo y constituyen la esencia de su épica de celuloide: hombres y mujeres corrientes sometidos a circunstancias extraordinarias que sólo se tienen a sí mismos. Ford aparte, en el cine del Oeste encontramos muchos ejemplos, entre los que espigo dos obras de Howard Hawks que son la misma película contada con ligeras variantes: Río Bravo y El Dorado, y que me plantean la duda insoluble de no saber cuál es mejor.

Librería Escarabajal, Cartagena.

Clint Eastwood me entusiasma por muchas razones. ¿Estamos? El clasicismo renovado es el secreto de su cine, algo que se palpa en Million Dollar Baby y Gran Torino. En la primera hay una doble historia de amistad tan conmovedora que resulta imposible que las emociones acumuladas no se me licúen al ver la película. En Gran Torino se demuestra que la amistad no es tanto una cuestión temporal, sino de intensidad. Y el apoteósico final de la película, con su carga de sacrificio y redención, la empareja en algunos aspectos con La misión, en la que los amigos mueren por una causa común después de haber entregado su vida por un ideal.

Otras muertes de sendos amigos son las de Memorias de África, en el papel y en la pantalla. Ella tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, y aunque la historia amorosa entre Karen Blixen (Meryl Streep) y Denys Finch Hatton (Robert Redford) eclipsa todo, este cazador profesional y hombre cultivado mantiene una relación de fraternidad con otro cazador —también lector de buena literatura— que vive un amor clandestino con una mujer negra para no escandalizar a la puritana sociedad colonial. Para ambos cazadores, la libertad y los libros son sus más preciados tesoros. No es mala divisa.

"En la España de Carlos V se fragua una amistad que parece digna de un best seller, porque sus protagonistas, un barcelonés y un toledano, fueron más grandes que la vida: Boscán y Garcilaso"

Finalizo el ramillete de películas acordándome del actor que cité al principio, Brad Pitt, porque interpreta a Aquiles en Troya. Y es que pego un volantazo para encarrilar el asunto y hablar de literatura, de la primera obra maestra occidental, la Ilíada. He de hacer la salvedad de que mis simpatías están con Héctor y no soporto a Aquiles, el narcisista de los pies ligeros que, sin embargo, llora con tal desesperación la muerte de Patroclo que, intuimos, se trataba de una amistad anclada en el amor carnal. Hay un pasaje muy emotivo: cuando Patroclo, ya fallecido, se le aparece en sueños a Aquiles para pedirle que, al morir, los huesos quemados de ambos sean depositados en la misma urna. Este afán de perpetuar el amor o la amistad (¿qué más da?) me recuerda al bello sarcófago etrusco de los Esposos, a muchas lápidas funerarias romanas y a la última estrofa del soneto de Quevedo Amor constante, más allá de la muerte: «su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, más tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado».

Marguerite Yourcenar concibió Memorias de Adriano como unas largas epístolas del emperador dirigidas a Marco Aurelio, su sucesor. El emperador filohelénico nacido en Itálica recuerda de manera recurrente a Antínoo, su amigo y amante. La escritora tuvo la idea de la novela como una especie de revelación, la escribió en estado de trance durante un viaje ferroviario por Estados Unidos, consiguiendo que el lector cayese rendido ante el hechizo de la novela histórica más intimista y pausada jamás publicada. Un estilo narrativo muy alejado de estos tiempos donde en dicha modalidad novelística suele solicitarse un ritmo trepidante.

En la España de Carlos V se fragua una amistad que parece digna de un best seller, porque sus protagonistas, un barcelonés y un toledano, fueron más grandes que la vida: Boscán y Garcilaso. Cuando el militar Garcilaso de la Vega muere en el asalto a un castillo, Boscán le dedica un soneto elegíaco en el que una de sus estrofas condensa toda la tristeza: «Dime ¿por qué tras ti no me llevaste / cuando de esta mortal tierra partiste? / ¿Por qué al subir a lo alto que subiste / acá en esta bajeza me dejaste?». Juan Boscán reunió y ordenó la obra poética de Garcilaso y tuvo un gesto de cariño póstumo, pues dio a la imprenta sus propios poemas y los de su amigo para que ambos quedasen unidos en la literatura y el recuerdo. Con el paso de los siglos, la fama le llegaría a Garcilaso. No concibo un mejor tributo a la amistad desinteresada, que por otra parte, es la genuina.

Cervantes compendió la naturaleza humana en el Quijote. La creciente amistad entre el hidalgo y su escudero alcanzará una hermosa profundidad en la segunda parte y llegará hasta el lecho de muerte del caballero manchego, donde Sancho, al ver postrado al de la Triste Figura, intentará animarlo con unas palabras muy sentidas que ya no brotan del corazón de un rústico: «¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía». ¡Alehop!, quitémonos el cráneo.

"El gran Gatsby es una novela de redención a través de la amistad de dos hombres de estatus social antagónico"

El siglo XIX es el que más obras maestras de esta literatura ha producido, y quizá la biblia sea La educación sentimental, de Flaubert, donde retrata la mudanza de las amistades en función de los vaivenes de la vida, los intereses y la tontuna o sagacidad de las personas. Ese siglo también ha dado la pareja de amigos más célebre de la novela contemporánea: Holmes y Watson. Conan Doyle acertó al construir los engranajes psicológicos de dos hombres muy diferentes que se complementan mutuamente y que, desde que se conocen, son incapaces de pasar el uno sin el otro. Confieso que me decanto por Sherlock debido a mi irresistible atracción por las personas excéntricas e inteligentes.

Y ahora vayamos al siglo XX canturreando «Cambalache»: «Siglo veinte, cambalache, problemático y febril». Canto ese tango para hablar de dos argentinos, claro. Tanto me gustan los heterodoxos y tantísimo disfruto con el vapuleo de lo políticamente correcto y el escándalo de los buenistas, que grito ¡hip, hip hurra! ante las conversaciones entre Bioy Casares y Borges que el primero registró en sus diarios a lo largo de cuarenta años. Borges, el torrencial volumen —por el número de páginas y caudal de malicia— reunido por el dandy de planta y de pluma Adolfo Bioy Casares es, sin duda, la historia de la amistad literaria más minuciosa que existe.

Ahora escojo El gran Gatsby, escrita por F. Scott Fitzgerald antes de que el alcohol se tragara por el sumidero su genialidad. Es una novela de redención a través de la amistad de dos hombres de estatus social antagónico, y de los desengaños del oropel de la vida. Es un novelón que me sigue pareciendo tan moderno que quema, como recién sacado del horno.

El ambiente british es una de mis debilidades. Leí Retorno a Brideshead al comienzo de la veintena, y todavía recuerdo los momentazos que me proporcionó la novela de Evelyn Waugh: el espíritu oxfordiano, el decadentismo y la amistad estudiantil.

Nada, la icónica obra de Carmen Laforet, es, tal vez, la obra fundacional en literatura española de la importancia del grupo de amigos y de la amistad femenina como forma de liberación personal. No ha perdido brillo.

"La amistad es una variante del amor, por eso la traición de un amigo duele como una ruptura"

Dentro de los códigos narrativos revertianos la amistad es uno de sus puntales. Podría citar cualquiera de sus novelas, pero entresaco Hombres buenos. Pérez-Reverte plantea Hombres buenos como la España que de una vez por todas pudo haber sido y no fue —aunque existió durante el reinado de Carlos III—, pero sobre todo, como una aventura cervantina. Los protagonistas, académicos de la RAE, son dos hombres contrapuestos, uno de horizontes oceánicos y aventureros y otro de horizontes domésticos y reposados, pero que, por ese sabroso misterio de la vida, acaban anudando una amistad entrañable. Una de las claves de esta novela reside en que el escritor desentraña los mecanismos psicológicos de la realidad: las afinidades electivas no tienen nada que ver con la clase social, sino con la disposición del espíritu y la conexión intelectual.

Sabemos que estamos enamorados cuando, un día, descubrimos sin sorprendernos que en nuestro interior habita otra persona, aquélla en quien no dejamos de pensar. La amistad es una variante del amor, por eso la traición de un amigo duele como una ruptura y enfría una relación que, por más que se meta en un microondas, jamás se recuperará del todo. Otra cosa es el distanciamiento físico provocado por la geografía o los avatares de la vida, pues cuando volvemos a ver a esa persona, somos Fray Luis de León: parece que fue ayer; y retomamos el cariño de acero inoxidable como si el tiempo no hubiera pasado.

Biblioteca particular de Andrés Bueno

Siempre que un amigo me ha regalado un libro lo he anotado en sus primeras páginas, de manera que en mi biblioteca sobreviven libros de amistades evaporadas, latentes y existentes. De todas ellas me acuerdo cuando veo los lomos en mi biblioteca, y reverdecen los fotogramas de los recuerdos durante unos segundos. Quien me conoce sabe que no se me puede hacer mejor regalo que un libro, y que cuando pido algo, es eso. Sólo hay una cosa que me guste más que ir solo a una librería: hacerlo acompañado de un amigo. Juntos, al acecho de novedades, deambulando tranquilos en un tiempo sin tiempo, enseñándonos portadas y sinopsis para comentarlas, elogiando títulos y autores ya leídos y despotricando de otros, comprar y salir a la calle con una renovada ilusión casi infantil, sentir el peso del papel en la bolsa con la promesa del intercambio, porque los libros no se prestan a no ser a amigos lectófagos, a camaradas letraheridos, si sabemos que habrá devolución.

"Ha habido viajes a países o ciudades españolas en los que he entrado con amigos a librerías con la misma emoción sagrada que al hacerlo en iglesias, museos y restaurantes"

Al desplegar el Mapa de los Afectos del móvil, en muchas conversaciones suelo hacer una pregunta a bocajarro, como un disparo de postas verbales: «¿Qué estás leyendo?». Y la charla discurre ya por esos senderos, y yo, tan telegráfico por teléfono, me vuelvo locuaz y me emborracho de palabras y se me va el santo al cielo y me olvido del mundo.

Ha habido viajes a países o ciudades españolas en los que he entrado con amigos a librerías con la misma emoción sagrada que al hacerlo en iglesias, museos y restaurantes. ¿Cuándo volveré a hacerlos? En Roma, Florencia, Compostela, Jaén y Madrid he disfrutado con Andrés Bueno buceando en el silencio libresco. Nos conocemos desde segundo de BUP, nuestras vidas están jalonadas por lecturas compartidas, y ya con dieciséis años, cuando viajábamos a Madrid, entrábamos en el sancta sanctorum de la librería San Martín, en la Puerta del Sol, para, con nuestros magros ahorrillos, meter en la buchaca libros de historia. Su casa madrileña ha sido muchas veces mi posada, allí nos pimplamos durante año y medio las cajas de botellas de rioja que iban a servirse en la despedida de soltero previa a su boda, que canceló quince días antes de celebrarse, y en su biblioteca hemos leído, hablado y reído mucho. Y lo que nos queda.

Ay, Madrid, Madrit, Madriz. No sé si, cuando vengas a Madrid, chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés, pero cada vez que voy compro libros en La Central y en el FNAC de Callao, y el pistoletazo de salida de cada una de mis novelas lo doy en una librería madrileña, flanqueado de amigos como una guardia pretoriana del corazón. Con Juan Eslava —mi bitácora— enhebro la vida en la aguja de la literatura en las mesas del Café Gijón y bebiendo copas de fino en La Venencia, como dos bohemios galdosianos, y en su casa, hacemos tertulia a la que se une Chani. En la Feria del Libro, bajo los árboles del Retiro, me encuentro con lectores míos que me tratan con el singular afecto nacido de la lectura, y cada año hay más reencuentros en las casetas. No diré la acaramelada boutade de García Márquez, pero la escritura me ha brindado la oportunidad de agrandar la escala del mapa de la amistad, de conocer a gente sin la cual ya ni puedo ni quiero vivir.

Mi última novela se la dediqué a un amigo «por el tiempo compartido», y en la primera, el protagonista toma el apellido de una de las librerías donde fui más feliz: Escarabajal. Estuvo en Cartagena desde el siglo XIX hasta 2013. Fue la segunda librería más longeva de España y, aunque desapareció, no lo ha hecho mi amistad con Ana Escarabajal, su librera, mi hada madrina literaria. Con ella comparto vinos y charlas en la ciudad mediterránea, sintiendo el mar de fondo, sabedores de su presencia.

Como la de los amigos que están. Y los que vendrán.

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