El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
Salgo a comprar —cuando toca— por las mañanas y miro alrededor. Me encuentro una calma como nunca antes había conocido en mi barrio. Por supuesto que hay tiendas abiertas y personas por la calle. Algún coche que otro, colas con la separación mínima recomendada y un sinfín de actitudes más. Y sí, como a muchos les pasa por la cabeza, a mí también me parece que estoy en una novela o película distópica. Apocalíptica. La calma de estar en el ojo del huracán.
Los columpios de los parques sólo son agitados por el viento que los mueve suavemente y revuelve las hojas caídas de árboles cercanos. El cantar de los pájaros ha sustituido, en ocasiones, al de la música. Me cruzo con vecinos y vecinas que en su mayoría aparecen ante mí como sombras cabizbajas, serias. Otros, en un intento por mantener la normalidad, gastan bromas a los tenderos que ríen, nerviosos.
Por la tarde, desde la terraza de casa, cuando subo a colgar la ropa miro hacia el largo horizonte del sur. El barrio se me antoja una rara mezcla de cenefas setenteras cortadas por olivos viejos, que en esta época sueltan sus pólenes al mundo. Un poco más a lo lejos, edificios que parecen torres medievales cortan la vista de los montes, tras los que está el mar. El campanario cercano sustituye a la sirena del colegio al que fui, marcando la hora punta.
Al final del día, el reencuentro con los amigos ha sido sustituido por el de viejas lecturas que me acompañan de un lado para otro de la vida. Y aquí se produce la dualidad de la amistad: echar en falta un chocolate caliente en torno a una mesa, contando las batallas contemporáneas del mundo que nos ha tocado vivir; contra el descubrir las miles de vidas que encierran las páginas de los libros que me rodean en la habitación.
Casi todas las noches me gusta coger el Satiricón y volver a leer la escena del banquete de Trimalción, ese nuevo rico que se cree por encima del bien y del mal. Parece no ser temeroso ni de la ira que los dioses pudieran descargar sobre él. A veces, el soñar despierto me lleva a esos sofás atestados de invitados. Salones engalanados para la ocasión y que, además, tienen las pinturas más ricas que se hubieran visto en la Campania.
Otros días, tras el desayuno hojeo El siglo de Augusto. Esta pequeña gran obra literaria, escrita por Pierre Grimal, es ya todo un clásico. El autor francés desgranó todo el movimiento artístico que se creó en torno a la figura del primer emperador de Roma. ¿Por qué esa apetencia por el arte? Por una pura y clara necesidad de ser aceptado por el pueblo. Augusto supo más que nadie cómo usar lo que hoy sería una campaña de márketing. Y para orquestarla escogió a los mejores en sus respectivos terrenos: Virgilio, Horacio, Ovidio —aunque esta experiencia no acabó muy bien—. Leer los versos de la Eneida nos transporta a un pasado mítico. Pero dentro de esa historia había una justificación secular de por qué el otrora llamado Octaviano debía ser el que gobernara los designios del Imperio. Eso, y que él había ganado contra todos los que se habían puesto en su camino.
Las tardes las dedico a intentar escribir algo que sea medianamente aceptable. He de reconocer que siempre me cuesta ponerme delante de la pantalla del ordenador, a explicar lo que se me pasa por la cabeza, dándole a la tecla. Normalmente suelo preferir la tertulia en torno a un número incontable de cafés. Así que otras tantas veces acabo recorriendo mi escueta biblioteca en busca de algo que desatranque mi hastío de escritura.
Normalmente lo encuentro entre las palabras de Lorca en cualquiera de sus libros. No seré yo quien pretenda ahora descubrir las bondades del autor granadino. Pero me gusta refugiarme en sus obras de teatro y en el Romancero gitano. Sus palabras siempre me ayudan a ver las cosas con otra perspectiva.
Si quiero rozar la locura me interno en el Calígula de Camus y sus múltiples problemas existenciales, más banales de lo que se podrían esperar de un emperador romano al que siempre tildamos de loco. A veces emigro al llano junto con el querido Juan Rulfo. La dureza de la vida en esos parajes inhóspitos, el caminar la subida lenta y tediosa de la Luvina, hacen que me plantee si todos mis problemas no son más que ínfimas gotas de agua, perdidas entre la corriente del río de la vida, aquel del que aprendía Siddhartha sin darse cuenta, en la homónima novela de Hesse.
Toda la historia de la humanidad, y más allá, está representada en los libros que nos rodean. Desde los más antiguos autores griegos, muchos se han hecho las mismas preguntas sin respuesta, pero algunos han estado más cerca que otros de encontrarlas. Hay temas universales, que ahora no voy a citar porque hay gente que los explica mucho mejor que yo. Esos temas, si se tratan bien, son capaces de hacer cosas maravillosas. Por ejemplo, cuando nos acercamos a un libro, a veces se convierte en ese espejo en el que nos miramos por la mañana, medio dormidos y con ganas de permanecer en la cama, pero un espejo que nos desnuda y muestra cómo somos realmente. Dice de nosotros lo que no contamos ni al amigo más fiel. Aquello que callaríamos en nuestro lecho de muerte, rodeados de personas que nos quieren hasta la extenuación y de las cuales sabemos que no les importaría. Pero ahí permanecemos. Callados ante una verdad sobre nuestras personalidades que sólo nosotros y las buenas obras de la literatura conocemos.
Finalmente, por esta vez y mientras termino de escribir estas palabras, ya me he decidido y me acerco a la estantería blanca llena de monografías, ensayos y demás. Una vez más, asgo el libro, salgo al patio y me pongo a leer.
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