Erika Martínez es una poeta y aforista nacida en Jaén en 1979. Doctora en Filología Hispánica y Licenciada en Teoría de la Literatura por la Universidad de Granada. Ha publicado Color carne (2009), I Premio de Poesía Joven Radio Nacional Española y El falso techo (2013), nominado al Premio de la Crítica. Su último libro de poemas se titula Chocar con algo (2018). Ha sido incluida en diversas antologías, entre las que destacan Centros de gravedad. Poesía española en el siglo XXI (Pre-Textos 2018) o El canon abierto. Última poesía en español (Visor, 2015). Como aforista, ha publicado Lenguaraz (2011) y ha sido incluida en las antologías Pensar por lo breve (Trea, 2013), Bajo el signo de Atenea (Renacimiento, 2017) o Fuegos de palabras (Vandalia, 2018). Actualmente es profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Granada.
LA CASA ENCIMA
Tantos siglos removiendo esta tierra
que atravesó el ganado
y alimentó al ganado y a los hombres
que regaron esta tierra
con el curso negro de su sangre
−la sangre cambia de color
cuando sale del cuerpo−.
Tantos siglos alineando ladrillos,
aquí hubo un establo
sobre el que se construyó una iglesia
sobre la que se construyó una fábrica
sobre la que se construyó un cementerio
sobre el que se construyó un edificio
de protección oficial.
Tantas mujeres fregando sus baldosas,
pariendo en sus baldosas,
escondiendo la mierda debajo de las baldosas
que pisaron sus hijos ebrios
y sus sobrios maridos
que trabajaron y fornicaron
por el bien de un país en el que no creían.
Tantos siglos para que yo,
miembro de una generación prescindible,
pierda la fe en la emancipación,
mire el techo de mi dormitorio
y se me venga la casa
encima.
GENEALOGÍA
El día que me atropellaron
mi madre, en la consulta,
sintió que le crujía
de pronto la cadera,
mi hermana la clavícula,
mi sobrina la tibia,
mi pobre prima la muñeca.
Les siguieron mis cuatro tías
y mis firmes abuelas,
con sus costillas y sus muelas,
con sus sorpresas respectivas.
Entre todas, aquel extraño día,
se repartieron
hueso por hueso
el esqueleto
que yo no me rompía.
Les quedo para siempre agradecida.
LUGARES QUE SE INVENTAN DE CAMINO
Nos gustaba impulsarnos de la mano
y salpicarnos todo el eros de política.
Como en aquella foto movida y entusiasta
que nos hicieron saltando en multitud.
Solo después supimos adónde:
cada salto inventaba su lugar.
¿Y si rompemos esto –nos decíamos–
y luego lo volvemos dulcemente a construir?
Estábamos desnudos, estábamos furiosos
y queríamos llevarnos las sobras a casa.
Con el paso del tiempo
nuestros cuerpos detenidos
transparentaron el paisaje,
o nos caímos de la fotografía
por un agujero que nadie esperaba.
De lo que hicimos
queda el lugar, un aire eufórico
y algo hecho añicos que aún respira.
La historia cruje. Y la hostigamos.
Amor es una escala de violencia.
MUJER MIRANDO A HOMBRE QUE LIMPIA COCHE
Mujer en restaurante que no puede permitirse mira a hombre que limpia coche. Mujer de ojo izquierdo más grande, ojo que divaga y espía a través del cristal con ganas de lejos. Tres colegas a la mesa y uno de ellos le pide comprobar el punto de la carne. Anda, ve tú que entiendes. Nadie llega al globo de helio que se burla en el techo del restaurante.
Hombre que limpia coche limpia coche. Es tan caro que no le pertenece. Y se agacha junto al guardabarros con su trapo, y se estira de puntillas sobre el capó, y desaparece hasta la cintura mientras sacude los asientos. Muestra posturas sucesivas y también superpuestas, como esas fotos ágiles de Muybridge con atletas desnudos y caballos.
Mi abuelo fue cochero y después dueño de restaurante, ¿yo qué soy? Hombre que limpia coche mira a mujer en restaurante que no puede permitirse y le devuelve el escaparate. Una energía insolente resucita crustáceos y moluscos sobre el plato.
No se rompe cristal poco a poco. En su afuera no existe hueco, ranura, agujerito donde hincar herramienta última. Hay que romper cristal de pronto. O romperlo de la nada, como ese vaso que alguien golpeó pensando–pensando contra el fregadero y, minutos más tarde, pedacea sobre la mesa.
ABOLIRSE
Se podría afirmar: yo soy mi cuerpo.
Sin embargo, si perdiera la pierna derecha en una batalla o huyendo de la batalla o más bien en un estúpido accidente doméstico, seguiría siendo yo.
También seguiría siéndolo si perdiera las dos piernas, o incluso todos mis miembros.
¿Cuánto cuerpo tendría que perder para dejar de ser yo?
Quizás una mínima parte de mí representaría al resto por sinécdoque. O quizás mis restos me convertirían en otra.
Cortarte las uñas te modifica existencialmente.
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