Para la mayoría de las personas la reclusión en una casa durante un tiempo prolongado constituye un problema, por mucho que nos esforcemos en pensar que también tiene aspectos positivos. Es cierto que pueden existir tales aspectos, pero estos quedan disminuidos por la propia naturaleza humana. Somos una especie social —bastante gregaria, de hecho—, una característica fundamental para los éxitos evolutivos que hemos alcanzado. Porque para habernos impuesto a la competencia con otras especies animales que existen o han existido en la Tierra ha sido imprescindible cooperar, reunirse y transmitirse conocimientos. Sin embargo, en estos días de aislamiento y temor —también de solidaridad— es frecuente recordar algunos ejemplos en los que el aislamiento provocado por una plaga produjo resultados que beneficiaron a todos. Y ningún ejemplo es comparable al de Isaac Newton (1643-1727), en mi opinión la mente más poderosa de que tiene constancia la historia.
En la primavera de 1665 comenzó en Londres una terrible epidemia de peste bubónica (ahora sabemos que era producida por la bacteria Yersinia pestis) que ataca a los ganglios linfáticos y que suele manifestarse inicialmente como si fuera una gripe. Parece que comenzó en las dársenas a orillas del Támesis, lo que es consistente con la posibilidad de que su origen fueran las pulgas de roedores. En el sucio Londres de aquellos tiempos, donde los pobres se apiñaban en miserables casas, la infección se expandió con rapidez, se cree que causando en dieciocho meses entre 100.000 y 200.000 muertes (casi la cuarta parte de su población). Se conoce algo de los temores y padecimientos que sintieron los londinenses a través de las notas que fue tomando uno de los grandes diaristas de la historia, Samuel Pepys (1633-1703), quien entre 1660 y 1669 compuso un diario que se publicó más de un siglo después de su muerte. El 7 de junio de 1665 anotaba el horror que le causaba encontrarse con puertas de casas rotuladas con cruces rojas, la marca oficial que señalaba las cuarentenas obligatorias (quienes no la respetaban podían ser condenados a muerte): “Hoy, en contra de mi voluntad, he visto en Drury Lane dos o tres casas marcadas con una cruz roja en las puertas, y escrito allí «El Señor tenga piedad de nosotros», algo que me produjo una gran tristeza, al ser lo primero de este tipo que recuerdo haber visto”.
La epidemia vació las calles de Londres. La nobleza huyó, y el rey y su Corte se refugiaron en Salisbury. El 16 de agosto, Pepys escribía que “de cada tres tiendas dos, si no más, están cerradas”. Y el 16 de octubre lamentaba la desolación existente en la ciudad: “¡Dios mío! Qué vacías y melancólicas están las calles, tanta gente pobre enferma, llena de llagas, en las calles; y tantas tristes historias alrededor mientras camino; todo el mundo hablando de esta muerte… Y me dicen que en Westminster no hay nunca un médico y solo un farmacéutico, todos están muertos.”
En Woolsthorpe, Newton comenzó el camino que le llevaría a la gloria científica suprema. Allí sentó las bases, sin desarrollar aún completamente, del cálculo diferencial y de la teoría de la gravitación universal. Tendemos más a recordar al Newton físico, al de la gravitación y las tres leyes del movimiento, pero imperecederas como son estas, su rango de validez es limitado, como demostró Albert Einstein más de dos siglos después, mientras que el cálculo diferencial, por mucho que se hayan refinados sus fundamentos, es y continuará siendo un instrumento matemático que subyace incluso en los más aparentemente alejados modos de “entendernos” con el mundo.
Ojalá me equivoque, pero supongo que ninguno de nosotros podremos utilizar el confinamiento actual para producir ideas mínimamente comparables a las de aquel suspicaz hombre, al que el poeta Alexander Pope honró con unos versos famosos: “La Naturaleza y sus leyes permanecían escondidas en la oscuridad; dijo Dios «¡Sea Newton!», y se hizo la luz”. Los Galileo, Newton, Euler, Darwin o Einstein no aparecen con facilidad, y acaso ya haya pasado el tiempo de los “grandes genios individuales”, no porque ya no se den esas inteligencias supremas sino porque la complejidad de la ciencia exige esfuerzos comunales. Pero siempre hay algo que aprender, algo por lo que interesarse más allá de lo cotidiano, de lo que en tiempos normales —¡benditos sean!— hacemos. Aprovechen, por favor, esta oportunidad. Lean, piensen y no sucumban al aburrimiento o a la vulgaridad. No sabemos cuándo terminará la presente epidemia, ni los efectos socio-económicos que producirá, pero sí que no estamos en la situación que describía Pepys en el siglo XVII, por mucho que se puedan establecer algunas semejanzas. Aquellos londinenses ni siquiera sabían de la existencia de bacterias. La ciencia, los investigadores que están trabajando para encontrar cómo vencer al presente virus, lo lograrán. Los imposibles son de otro tipo: no es posible, por ejemplo, continuar indefinidamente creciendo, esto es, esquilmando los recursos que ofrece nuestro planeta. Pero encontrar vacunas y medicamentos contra el Covid-19, sí. Definitivamente SÍ.
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Artículo publicado en El Cultural.
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