Entre 2002 y 2008 convivieron en las pantallas estadounidenses dos de las mejores series de policías de la historia, y en realidad dos de las mejores series de cualquier tipo: The Shield y The Wire. A medida que el tiempo ha ido pasando, la primera ha quedado como la que se llevó los premios, mientras que la segunda fue ignorada casi por completo, pero la posteridad cada vez se va decantando más hacia The Wire. «Comparada con The Shield, a The Wire le faltan huevos», me dijo alguien una vez. «Es que The Wire no es una serie que trate de huevos, sino de huevones», le respondí yo. Trata de cómo el interesado egoísmo humano estropea las instituciones hasta que nada ni nadie puede salvarse, porque todo vuelve a repetirse otra vez. En comparación con eso, el cuarteto de machotes que forman el Strike Team, arreglando los problemas a hostias en media hora y metiendo mano a la caja si les apetece, puede resultar un recurso fácil e incluso apetecible para una parte de la población. Eso mientras el bulldog no se revuelva contra ti, claro.
[Aviso de destripes de alijos de droga en todo el texto]
En The Wire David Simon buscó inspiración para su serie de policías en cómo las corruptelas políticas y económicas invaden a toda una ciudad de mediano tamaño como Baltimore, antaño próspera, con su puerto mercantil a toda máquina, antes de la llegada de la droga, un cáncer que se extiende más debido a la apatía y los intereses creados que porque no se sepa qué hacer al respecto. Algo igualmente real, pero totalmente diferente, y en la otra punta del país, inspiró a Shawn Ryan: el escándalo de la división Rampart en Los Ángeles, un grupo de policías, mucho más numeroso que en la serie (unos setenta), que usaban métodos como palizas, tiroteos injustificados, colocación de pruebas falsas, robo, perjurio y trapicheos con estupefacientes para hacer su trabajo. Era una manera de actuar que podía haber funcionado en los 40 o 50, pero que en los 90 tenía los días contados, y cuando empezó a caer gente con todo el equipo hubo más de cien condenas revocadas y ciento cuarenta pleitos que le cayeron al ayuntamiento angelino y que le costaron unos 125 millones de dólares. Varias de las ramificaciones de todo aquello aún siguen sin estar completamente claras un cuarto de siglo más tarde.
Ryan tenía tan claro que quería hacer una serie sobre esto que al principio quiso usar el título de Rampart precisamente, pero al final se optó no solo por no usar personajes reales sino ni siquiera lugares reales: el barrio de Farmington, donde se desarrolla la serie, es ficticio, aunque muchos rodajes tuvieron lugar, guerrilla style, como lo llaman en el gremio, en varios lugares del centro y sur de Los Ángeles que de todas formas se quería reflejar en las tramas. En ese momento la HBO, con Los Soprano a la cabeza, miraba por encima del hombro a todas las demás cadenas, con su sobrio (y sobrado) eslógan de «It’s not TV, it’s HBO», y mucha gente del negocio aprendió rápidamente un par de lecciones derivadas de su éxito: que el tiempo de metraje es el don más preciado que ofrecen las series sobre el cine, y que si la televisión aún no se había sacudido las cadenas de la sociedad familiar y biempensante, nunca llegaría a pasar del notable ni a superar el complejo de inferioridad con respecto a la pantalla grande. Básicamente, el canal FX quería ser la siguiente HBO (aunque por cable en vez de pago), y las condiciones eran las ideales en aquel momento. De hecho, FX se las apañó para estrenar y emitir la primera temporada completa de The Shield (12 de marzo a 4 de junio de 2002) antes de que HBO arrancara con The Wire (el 2 de junio).
The Shield además se ha apuntado dos galardones muy difíciles de conseguir en televisión: los de tener dos de los mejores primer y último episodios de cualquier serie. El primero te clava el anzuelo y ya no te suelta, y el último te deja la satisfacción del deber cumplido (incluso como espectador), de que los 88 episodios que te has tragado han merecido la pena. Sobre todo porque si es una serie que va de decisiones extremas, no podía escurrirse sin provocar también consecuencias extremas.
Todo comienza con un equipo especial de cuatro policías en The Farm (la granja), que es como llaman al barrio de Farmington (de ahí que a la comisaría, una antigua iglesia reconvertida y aún con un par de vitrales en las ventanas, se la apode The Barn, el granero). Estos cuatro tienen carta más o menos blanca para no llamar a las puertas, sino aporrearlas, apuntar con el arma primero y preguntar después, interrogar agresivamente, y en general arrestar a la gente rápida y eficazmente. Pero claro, si los demás son lentos en comparación es por alguna razón: en concreto porque intimidar, golpear, romper cosas e inventarse pruebas no les está permitido. Así cualquiera. El jefe del cuarteto es Vic Mackey, uno de esos personajes que nunca olvidará quien lo haya visto. Con su cráneo rapado, sus ojos azul intenso, sus vaqueros y chupa de cuero, sus gafas de sol y su tórax de barrilete hace olvidar que mide menos de 1.75. El actor que lo encarna, Michael Chiklis, era conocido anteriormente por un par de telecomedias amables y de risa familiar, lo cual era difícil de dejar atrás en la mente del espectador medio americano, pero en el casting se portó tan a lo Mackey que no dejó lugar a dudas. Los otros tres, el paleto sureño de Shane, el polaco Lem, o Lemonhead (por su apellido, Lemansky, y por su pelo rubio cual limón) y el callado y efectivo Ronnie, lo siguen en todas las decisiones que toma, la primera y más importante de ellas… matar al novato del grupo al final del primer episodio. Aposta y a sangre fría. Como lo oyen. Nos habíamos pasado 45 minutos pensado que Terry Crowley iba a estar varios episodios en la cuerda floja, infiltrado en el Strike Team por Asuntos Internos a instancias del capitán de la comisaría, el latino David Aceveda, y de repente te arrancan la alfombra de debajo de los pies. Si hasta entonces no te había molado mucho el episodio, por demasiada testosterona, por qué chulo es el puto calvo este y demás, es imposible no poner el capítulo siguiente a ver qué pasa después. Misión cumplida.
Una vez que se le da esa oportunidad ya está uno perdido, porque aunque te repatee mucho el equipo Strike, la serie tiene mucho más que ofrecer, sobre todo esa extraña pareja formada por Dutch y Claudette, el encorbatado aspirante a estrella de los casos de asesinos en serie y la divorciada madre negra con la mejor cara de «qué patada en el occipital tenéis» al oeste del Mississippi (CCH Pounder, a la que cualquiera ha visto en doscientas películas y series diferentes). Ellos representan lo opuesto a Mackey: los detectives que cogen el teléfono cuando suena, aceptan el caso, van a donde está el cadáver y resuelven el entuerto a base de metódicas observaciones, laboratorio, interrogatorio cuidadoso y deducción paciente. Entre Mackey y Dutch va a haber una rivalidad borboteando a fuego lento durante toda la serie, que a veces se sale de la olla. Mackey es el abusón del colegio que usa a Dutch para sus chistes y bromas, pero el empollón de Dutch es el que resuelve sus casos más veces de las que no y que incluso se atreverá a salir con la ¿ex? esposa de Mackey. La serie mantiene a Mackey y a los suyos al borde de que se le caiga el castillo de naipes todo el tiempo. Solo ya con lo del asesinato de Crowley tienen para empapelarlos para rato, pero cada temporada ata un cabo solo para desatar dos más, y Mackey acaba perdiendo por el camino el amor de su esposa (interpretada por la esposa de Shawn Ryan, el creador de la serie) y de su hija (interpretada por la propia hija de Chiklis, que a los 13 ya era más alta que él).
Porque a todo esto, se supone que Mackey es una manera de enfrentar al espectador con sus miedos e ideales en torno a la seguridad personal, extrapolable a la política y otros ámbitos: ¿hasta dónde estás dispuesto a llegar, o a dejar que llegue otro por ti, en la búsqueda de paz y tranquilidad? Téngase en cuenta que todo eso te lleva más allá de lo que se desea: una vez que a Mackey se le permite extralimitarse, ¿por qué no dejarle echar mano a un fajo de billetes en lugar de declararlo? Con la mierda que me pagan, ¿quién me lo negaría? De ahí se pasa a «a ti te dejo trapichear con la droga y a ti no», y de ahí a «me pagas un porcentaje de lo que saques en la calle», y cuando te quieres dar cuenta estás robando un tren entero lleno de dinero a la mafia armenia. Aceveda es quien al principio intenta ver si puede cuadrar el círculo de usar los espectaculares resultados de Mackey en su favor a la vez que no se le desmanda, pero cuando ve una salida de la comisaría en la carrera política, la acepta y que se encargue otro. En las siguientes temporadas, gente como Glenn Close (todo un pelotazo, en los tiempos en los que Los Grandes De Hollywood no se dignaban jamás a aparecer en televisión), Forest Whitaker o la propia Claudette intentan echarle el lazo, pero Mackey siempre logra derribar al jinete de su lomo. Después de tres años de Tony Soprano, la gente ya se había acostumbrado a eso de ponerse de parte del malo, al menos inconscientemente, lo cual da una idea del poder del punto de vista en la ficción: si se enfoca una historia como «sigamos a Tony», todo lo que ponga en peligro a Tony será rechazable por parte del espectador. Y aquí el efecto del «sigamos a Mackey» se notaba de temporada a temporada. Varios actores cuentan anécdotas de gente que se les acercaba y o los felicitaba si eran de la cuerda de Mackey o los abroncaba si estaban intentando echarle el guante. Dice Ryan que la mayor preocupación al principio de la serie era saber si, tan reciente el 11-S (de 2001), el público iba a aceptar a un poli corrupto cuando el ánimo colectivo del país quería ocultarse bajo las faldas de los bomberos, espías, soldados y policías del país. Al final resultó al revés, que precisamente por sus expeditivos métodos Mackie se convirtió en el arma secreta a la que recurrir en caso de código rojo. En toda la serie nunca hubo casos de terrorismo, pero las calles de Farmington se presentan tan llenas de diversas y peligrosas bandas tatuadas, asociadas a un color concreto (rojo, azul) y reclamando «territorio» a base de pintadas por las paredes, que el equipo Strike se aparecía, tentadoramente, como la única manera de controlar expeditivamente aquella jungla. Era el espectador quien mentalmente hacía el salto de «a estos habría que mandarlos a lidiar con Al-Qaeda».
El tempo de la serie, cámara al hombro, va a toda máquina, porque Ryan decía a sus directores que se plantearan cada escena como si fuera a haber un intermedio justo después de ella. Y es que por mucho que se quisiera imitar a la HBO, aprovechando la mayor permisividad para la violencia y el contenido sexual en los canales de pago, las cadenas por cable contienen publicidad, y no un simple corte a la mitad, no: tres cortes por episodio de tres cuartos de hora efectivos, que los directores deben colocar cuidadosamente o arriesgarse a que sea el operario de la cadena quien apriete el botón cuando le dé por ahí. En ese tiempo no solo hay que atender a la tropa de Mackey por un lado y Dutch y Claudette por otro, sino que aún queda espacio en las tramas para un novato negro y gay que se resiste a serlo (Julian, cuyo actor, Michael Jace, fue condenado a 40 años de cárcel en 2016 por matar a su esposa), una agente de segundo año que pasa de estar muy verde aún a aspirar a sargento, y una multitud de delincuentes y criminales, blancos, negros, latinos, rusos o armenios, con los que se ilustran además varios temas raciales. Además, con Aceveda nos metemos en la relación entre policía y política que también y tan bien exploró The Wire. Con Monica Rawlings (la capitana interpretada por Glenn Close) se explora la idea del asset forfeiture o incautación de bienes que los delincuentes hayan conseguido a raíz del narcotráfico (armas, muebles, coches, casas…), y usarlos para obtener más medios para continuar la lucha. Mackey además tiene no uno sino dos hijos con autismo, lo cual es una manera de blanquear un tanto al personaje, porque le da una motivación altruista a su búsqueda de asegurarse un colchón mullido para la jubilación y para los tutores especializados.
Por último, está ese famoso final. Durante la serie da la impresión de que el equipo Strike es indestructible y de que van a poder librarse de todo siempre, porque son los protas, pero en algún momento a este bólido se le acabará la carretera. Shane matará a Lem para evitar que sus escrúpulos le lleven a la delación de todos, y luego, enfrentado con Mackey en un «o tú o yo», acabará suicidándose tras matar también a su esposa e hijo. Ronnie terminará preso por fiarse demasiado de Mackey, y este, tras su jugada maestra de confesarlo todo a cambio de que se le perdone todo, va poniendo delito tras delito, crimen tras crimen, sobre la mesa ante la asombrada mirada de la ley, que al parecer no sabía con quién estaba hablando. Su destino futuro, sin embargo: un traje, una corbata, un ordenador y una mesa de despacho sin ventanas para los restos… Pero ese revólver en el cajón y esa sonrisa malévola final no auguran nada bueno.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: