Leyendo el Diccionario de ateos, que Sylvain Maréchal publicó en 1799, uno se entera de que los miembros de la secta hindú de los panditas comparan a Dios con una araña que es a la vez el alma del mundo; que cuando se pregunta por Dios a los gimnosofistas, éstos trazan un círculo en las arenas del Ganges, como diciendo que Dios no es otra cosa que la gran esfera de la naturaleza; que Lactancio equiparó peligrosamente el cuerpo a una lámpara, y la sangre al aceite; que Bacon ubicó a Luciano de Samósata en el sublime grupo de los ateos contemplativos; que madame de Sevigné decía que amaba a Dios como a un hombre muy galante al que no había conocido jamás; y que el fanatismo religioso de William Hackett era tan extremo que, antes de morir, pronunció la siguiente plegaria:
Dios del cielo, poderosísimo Jehová, alfa y omega del universo, señor de señores, rey de reyes, Dios eterno (…), líbrame de mis enemigos; de lo contrario, pegaré fuego a los cielos y, tras arrojarte de tu trono, te destrozaré con mis propias manos.
Leyendo el Diccionario de ateos uno se entera de que los gnosímacos, que en griego significa los que combaten el conocimiento, fueron unos filósofos del siglo VII que condenaban todo estudio e investigación, sobre todo cuando tenían que ver con la religión; que los incuriosi eran los miembros de una sociedad de filósofos italianos del siglo XVI que profesaban la más completa de las despreocupaciones en todo lo que se refiere a las opiniones humanas, y especialmente las que atañen a Dios y al culto; que los indifferenti constituían una academia de ateos epicúreos sita en Bolonia; que los clancularios, de clam, que en latín significa en secreto, fueron unos filósofos que consideraban que lo mejor era reservarse para el ámbito privado sus verdaderas opiniones acerca de la religión; que los zendiquitas, de zendik, que en farsi significa ateo, eran “espíritus fuertes” que se habían “inclinado hacia el ateísmo”, llegando a merecer una entrada en la Encyclopédie; y que los seekers, o buscadores, fueron una secta protestante de filósofos ingleses que se habían propuesto no practicar ninguna religión hasta encontrar la verdadera, lo cual no deja de recordarnos al epitafio de Isaac La Peyrère (1596-1676), autor de un polémico Tratado de los preadamitas (1655), según el cual:
Cuatro religiones le atrajeron a la vez.
Su indiferencia era tan poco corriente
que, después de ochenta años para elegir una,
el buen hombre partió sin elegir ninguna.
Leyendo el Diccionario de ateos uno también se entera de que el noble polaco Casimir Leszinsky fue quemado y decapitado por afirmar que Dios no creó al hombre, sino que fue el hombre el que sacó a Dios de la nada; que el turco Mohamed Efendi fue ejecutado en Constantinopla por negarse a retractarse de su ateísmo, porque, “a pesar de no esperar ninguna recompensa, el amor a la verdad le obligaba a sufrir el cadalso por sostenerla”; que un portugués cuyo nombre desconocemos le pidió al rey Enrique III que le concediera una gracia que no especificó hasta que le fue concedida, y que no era otra que la de que no le obligaran a admitir más divinidad que el Sol; que un sabio italiano del siglo XV, llamado Calderinius, llamaba a Dios el error popular, communem errorem; que el abate de Saint-Pierre decía que la devoción es la varicela del alma, y que los espíritus débiles son los que se quedan con las cicatrices; que el ministro de finanzas de Luis XVI consideraba que la religión no debe ser objeto de leyes, como no lo es la forma de vestirse; y que Sadeur escribió una utopía austral en la que la religión consistía en no hablar de religión, a lo que Maréchal añade: “Dios existe entre nosotros solamente porque seguimos hablando de él”.
Leyendo el Diccionario de ateos uno se entera de que Marin Mersenne dijo en 1623 que había 60.000 ateos en París, que una noche encontró doce en una sala, y que, según añade Maréchal, pudo haber añadido: “Sin contarme a mí”; que el criado de Molière arrancó varias páginas del manuscrito de su traducción de Lucrecio para hacer papillotes, y que aquél, llevado por la cólera, arrojó el resto del cuaderno al fuego, cosa de la que se arrepintió inmediatamente, no pudiendo rescatar más que el fragmento que insertó en El misántropo; que el cardenal Duperron demostró durante una cena con Enrique IV que Dios existía, pero que, tras ser felicitado por éste, le respondió que al día siguiente podría demostrar con pruebas no menos consistentes que Dios no existía; que Lorenzo Valla fue condenado por sus ideas epicúreas, pero que finalmente la Inquisición se conformó con azotarlo; que Cesare Cremonini, negador de la inmortalidad del alma, hizo escribir en su epitafio: Caesar Cremonius hic totus iacet, esto es, “Aquí yace por entero Cesare Cremonini”; que Giulio Cesare Vanini, que partió de Nápoles con doce apóstoles para convertir a las naciones al ateísmo, y cuyo libro Los secretos maravillosos de la naturaleza, que fue considerado por el jesuita François Garasse como “un método de aprendizaje del ateísmo”, le valió la muerte, exclamó cuando lo torturaban “¡Ah, Deus!”, mas cuando uno de los sacerdotes presentes le apuntó “Ergo, Deus” (“Así que hay Dios”), él respondió “Modus est loquendi” (“Es una forma de hablar”); que Pierre Gassendi disfrazaba su verdadera forma de pensar por astucia política, y por meta atomorum ignis, por miedo a los átomos del fuego; y que Isaac Newton, que murió virgen a los 85 años, habiendo sido spinozista en la intimidad, escribió sus Principia mathematica sin hacer ni una sola mención a Dios, si bien, a instancias de un amigo más prudente, introdujo en el Scholium generale unas pocas pruebas banales de la existencia de Dios, en las que, según André Naigeon, no se reconoce al autor inmortal de los Principia mathematica.
Leyendo el Diccionario de ateos uno aprende que Diágoras, que afirmaba que no había más divinidad en el mundo que la bondadosa naturaleza, fue perseguido por las autoridades de Atenas, que prometieron al son de trompetas que pagarían un talento a quien lo trajera muerto y dos a quien lo entregara vivo; que Esquilo, que no temía ser irrespetuoso con la religión en sus tragedias, fue condenado a ser lapidado, si bien finalmente fue absuelto por haber perdido una mano sirviendo a la república de Atenas; que Eurípides no se atrevió a manifestar su ateísmo, aunque lo insinuó a través del personaje de Sísifo, que negaba que hubiera dioses; que también el Areópago ateniense condenó por incrédulo a Pródico de Ceos, discípulo de Protágoras, a beber una copa de cicuta; que Simónides de Ceos, tras haber pedido tres días para responder a la pregunta «¿qué es Dios?» respondió: “Cuanto más reflexiono sobre esta materia, más oscura me parece la cuestión”; y que Sócrates consideraba que “lo que está por encima de nosotros no nos concierne”, opinión sobre la cual Erasmo construyó el proyecto moderno de autocontención cognoscitiva en el ámbito de la teología y la metafísica que Kant no hizo más que culminar.
Leyendo el Diccionario de ateos uno aprende, en fin, que Thomas Hobbes definió, con felicidad, la teología como el reino de las tinieblas (regnum tenebrarum); que John Toland, que acuñó el concepto de “panteísmo”, afirmaba, con ironía, que “si hubiera dios, y fuese un dios que se interesara por la felicidad de los seres humanos, seguro que se apiadaba del estado de duda e ignorancia en el que me encuentro”; que existió un género de las falsas refutaciones del ateísmo, en general, y de Spinoza, en particular, entre los que podemos contar la entrada “Spinoza” del Diccionario histórico y crítico de Pierre Bayle, los Arcana atheismi revelata (Los arcanos del ateísmo revelados) de François Cuper, o el Athei detecti (Los ateos detectados), de Jean Hardouin, libros que, según Maréchal, deberían haber cerrado sus listas con el propio nombre del autor; y que existió también un género de catecismos ateos al que pertenece, por ejemplo, La religión rétablie, que empieza diciendo:
Dijeron a vuestros padres que Dios había creado el cielo y la tierra, pero ha llegado la hora de deciros que, según las Sagradas Escrituras, Dios es la misma sustancia del cielo y la tierra. Dios es la sustancia de todo.
Cuánto hubiese disfrutado Borges hojeando este libro, lleno de noticias curiosas, paradojas incómodas, refutaciones brillantes y valentías ocultas. Todo ello acompañado por los comentarios mordaces de un Sylvain Maréchal enemigo de la disimulación, fanático de la tolerancia y apologeta del spinozismo, que llegó a considerar que el ateísmo era la religión natural de los hombres de la edad de oro y de los buenos salvajes, mientras que la religión es el pecado original que nos expulsó de una forma sana y natural de vivir la vida. Con todos sus excesos, como, por ejemplo, el de ver spinozismo en todas partes, o el de considerar a los cíclopes como sabios ateos del paleolítico que fueron demonizados por los primeros creyentes, se trata de un libro esencial que nos permite comprender mejor la historia de la filosofía, al evidenciar, por ejemplo, hasta qué punto el debate acerca de la eternidad del mundo o de la existencia de las ideas innatas eran disputas teológicas ocultas.
Por otra parte, el ateísmo católico y francés de Maréchal nos permite descansar del ateísmo protestante y alemán de Nietzsche (que leyó seguramente esta obra). Así, frente al Ecce homo, “he aquí al hombre” (Juan 19:5), que Nietzsche utilizó en un texto en el que se erigía en contrafigura del Cristo, Maréchal prefiere el Ecce vir, “he aquí a un hombre cabal”, que estampa al inicio de su diccionario, y repite al final de algunas de sus entradas (“François Arnaud”, “Helvétius”, “Thomas Hobbes”). Más profundamente laico, Maréchal no cree que uno necesite ser un superhombre, un contradiós, un nihilista activo, para ser ateo, sino, simplemente, un ser humano cabal, que cree de forma natural en la posibilidad de alcanzar la felicidad y la virtud en el reino de este mundo. Ecce vir.
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Autor: Sylvain Maréchal. Título: Diccionario de ateos. Editorial: Laetoli. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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