Si algo me ha enseñado el paso de los años es que todavía nos queda mucho por saber acerca de lo que existe en el Universo y los tipos de fenómenos que se dan en él. Tanto la física como la astrofísica, cosmología y biología actuales han cambiado radicalmente desde que terminé mis estudios universitarios. Lo he dicho muchas veces, pero el Universo, la naturaleza, es mucho más imaginativa de lo que es la más creativa y original de las mentes humanas, aunque en honor a éstas hay que decir que son, que somos capaces de descubrir extraños (para nuestro sistema cognitivo) modos de comportamiento, como los que ejemplifican el probabilismo e indeterminismo cuántico, y “objetos-entes” imprevistos del tipo de cuásares o células madre. Y no nos quedamos ahí, como si fuéramos Cristóbal Colón creyendo que el Nuevo Mundo transoceánico son las lejanas Indias de las especias, sino que somos capaces de racionalizar esos sorprendentes hallazgos construyendo sistemas teóricos que los incluyen, y que en ocasiones predicen otros, como es el caso de los agujeros negros, cuya existencia se dedujo teóricamente de la relatividad general.
Espero que el futuro nos traiga más descubrimientos inesperados, de esos que nos obligan a esforzarnos para entender cómo es posible que existan semejantes cosas. Una de las ciencias de las que yo aguardaría tales novedades es la biología. La solución de vida basada en la doble hélice de ADN es sencilla y extremadamente poderosa. Una vez comprendida y disponiendo a partir de 1970 de las llamadas técnicas de “ADN recombinante” (últimamente muy mejoradas con CRISPR), ha sido posible construir otros tipos de vida. Seguramente estamos en la infancia de ese nuevo mundo vital transgénico, que aportará en el futuro otros tipos de “seres-ADN”. Y más que en la infancia, estamos en el momento del alumbramiento de la era de la exploración de vida en el universo, o mejor, en nuestra galaxia, porque en otras veo difícil que alguna vez podamos descubrir formas de vida, únicamente, si acaso, su existencia a través de señales físico-biológicas que se desprendan de ellas.
La ciencia que se ocupa del estudio y descubrimiento de vida extraterrestre (y no estoy pensando en lo que suele denominarse “vida inteligente”; de hecho, toda forma de vida, con capacidad de reproducirse, es esencialmente inteligente) es la Astrobiología. Los medios técnicos, cada vez más refinados y potentes, están permitiendo descubrir miles de exoplanetas, y ya existen indicios de que en algunos de ellos pueden existir formas de vida. Pero lo que a mí me interesa, lo que querría que el futuro nos permitiera saber, es si en los billones y billones de combinaciones que se han podido dar entre los elementos químicos a lo largo de la historia del universo se han producido otras soluciones para la vida que no estén basadas en la doble hélice del ADN y en los elementos químicos que forman sus cuatro bases, a saber, carbono, hidrógeno, nitrógeno y oxígeno. ¿Puede existir vida —esto es, sistemas con capacidad de “alimentarse” y reproducirse— basada en otros elementos químicos; qué sé yo, a partir del silicio o del hierro o de algún otro elemento? Más aún, ¿podrá algún día algún químico teórico predecir la posibilidad de alguna de tales formas de vida, y que se descubran y construyan en algún laboratorio?
La “fabrica” del cosmos es el mejor crisol para que se den en el futuro esos insospechados hallazgos. Y el mejor instrumento para encontrarlos son los telescopios. Hace años que pienso que un gran avance en este sentido sería instalar un telescopio en la cara oculta de la Luna, donde las perturbaciones terrestres no llegan. Frente a los telescopios espaciales, contaría, además, con la ventaja de su estabilidad, e incluso con la posibilidad de poder ser operado por equipos de astrofísicos-astronautas que pasen temporadas en la Luna. Semejantes estancias serían posibles y desde luego mucho más útiles que las extensas jornadas que pasan astronautas en la Estación Espacial Internacional, a la que considero un instrumento bastante inútil, fruto de una, más aparente que real, colaboración entre Rusia y Estados Unidos en la era pos-Unión Soviética.
Pues bien, recientemente la NASA ha decidido fundar un proyecto para instalar algún día un poderoso radiotelescopio en esa cara oculta de nuestro satélite. Ese radio-observatorio podría recibir señales cósmicas de muy baja frecuencia —gran longitud de onda— que son las más débiles y difíciles de detectar. Los telescopios terrestres detectan con mucha dificultad radiaciones de longitud de onda superiores a 10 metros porque la atmósfera obstaculiza tremendamente su paso; incluso los telescopios situados en satélites que orbitan la Tierra las reciben con dificultad. Además, entre esas radiaciones de gran longitud de onda se hallan las que proceden de las épocas tempranas de la historia del Universo, por lo que podrían aportar datos importantes acerca del nacimiento del cosmos, del momento del Big Bang.
Lo mismo que sucede con algunos radiotelescopios terrestres, que se instalan en cuencas circulares naturales —el caso del famoso radiotelescopio de Arecibo—, el basado en la Luna debería utilizar uno de los numerosos cráteres que existen allí. Precisamente por eso se le ha dado el nombre de Lunar CraterRadio Telescope (Radiotelescopio del Cráter Lunar, LCRT). El cráter que se desea localizar tendría que permitir establecer un radiotelescopio de unos 900 metros de diámetro para lograr el objetivo deseado (el de Arecibo tiene 305 metros).
No está claro que el proyecto para la construcción del LCRT se materialice finalmente. Como suele ocurrir, es cuestión de dinero, y el radiotelescopio lunar tiene que competir con otros que la NASA tiene en cartera, uno de ellos para explorar el océano subterráneo de una de las lunas de Júpiter, Europa, en el que acaso se descubran alguna de esas nuevas formas de vida a las que me referí antes. El futuro dirá.
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Artículo publicado en El Cultural.
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