Opinan los maestros del budismo zen que las respuestas a las grandes interrogantes no se hallan en la Luna, sino en el dedo que señala hacia ella. Tecleo, por ahora, apenas con dos dedos de la mano izquierda, pues la derecha se halla muy ocupada en rascarle la panza al buenazo Teodoro, que está tendido a un lado y por toda respuesta alza y agita una de sus patotas traseras. Un quehacer indudablemente prioritario, sin agraviar a mi interlocutor. Quién pudiera ser Vishnu, con todos esos brazos para apapachar cinco chuchos a la vez. Pero Teodoro ahora no quiere eso, sino sólo jugar a imaginar que es nuestro único can y hemos venido al mundo con la sola misión de acariciarlo.
Tiene su ciencia esto de rascar perros, aunque tampoco es ingeniería nuclear. Si ellos tuvieran manos, amén de uñas delgadas y flexibles, poca falta les harían las nuestras. Así que empieza uno por imitarlos, rascándoles el cuello y la entrepierna, hasta que de ellos mismos surge el íntimo clamor de que tomes en cuenta sus orejas, cuya piel interior es delicada y exige algo mejor que meras uñas. Tampoco tienen ellos unas yemas amables que les rocen los pabellones del oído, ni una palma tan tersa que alcance para darles un masaje delicado, sensible, circular. Orejina, llamamos a esta tersa frotación, a falta de mejor apelativo. Se aplica recargando la cabeza del chucho en una pierna o sosteniéndola con la otra mano, de modo que la palma trabaje a sus anchas y lo que era consuelo se transforme en placer.
No he conocido un can al que no le complazca la orejina. Y Teodorito, a quien tambien llamamos Cónsul del Amor, es un severo yonqui de caricias y aprecia doblemente el tratamiento. Nada más arrancar con el masaje, siente uno la presión de su cabeza y contempla sus ojos de súbito rasgados. Luego, al cambiar de oreja, él solo se acomoda para facilitar el sano seguimiento del tributo. O como bien diría mi papá, que algo sabe de mimos y hedonismo, “para que sienta el cuerpo lo que recibe”.
Si la gente hace tantas cosas con las manos, algunas de ellas inmencionables (perdón, Cuarentenario, que no pormenorice), lo menos que uno puede hacer por sus buenos amigos cuadrúpedos es usarlas un rato para complacerlos. ¿Alguien ignora acaso lo mucho que les gusta rascarse, aun con sus precarias y toscas herramientas? Ahora que tecleo de nuevo con la izquierda, ocupo la derecha —uñas incluidas— en frotar largamente su espinazo. Un trabajo que él no podría hacer solo y me agradece arqueándose, estirándose, alzando la cabeza para mirar al cielo por la rendija libre entre los párpados. ¿O será que contempla el Cielo de los Perros, seguramente inaccesible a bípedos sin alas y demás alimañas perniciosas?
De la orejina a la lomofricción, no es Teodorito el único que está obteniendo deleite y alivio. Hoy que la gente hace ascos y aspavientos ante la cercanía de quien sea, darle este tratamiento a quien tanto lo goza y lo agradece viene a ser una forma de masajearse el hipotálamo. A saber cuántos miedos, sinsabores, hartazgos y quebrantos se disuelvan en medio de estos ejercicios. De hecho, tampoco quedan grandes interrogantes. La vida es muy sencilla, me hace entender Teodoro con sus ojos en éxtasis, para quienes comprenden el arte de rascar y ser rascados. Cuando menos lo pienso, otro perrote ha tomado el relevo. Ya lo decía mi abuela: “En el comer y el rascar, el trabajo es empezar.”
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: