Todos los martes, jueves y sábados, un par de malnacidos se aparece, no muy lejos de aquí, gritando alternativamente la palabra “gas”. Me explico: son las seis de la mañana y no paran hasta entradas las siete. “Maldormidos”, tendría que llamarles, pero qué voy a hacerle si me gana el rencor. Puede uno estar soñando con el edén mismo, que entre tanta belleza se cuela sin piedad el alarido infame. “¡Gaaaaas!”
Ciertas mañanas, no bien amago con abrir los párpados, encuentro muy extraño que no sean ni las nueve y ya mi correclusa tenga puestas sus gafas color púrpura. Una vez que hago foco y cobro conciencia —generalmente a la velocidad de una televisión de bulbos— noto que esas coquetas antiparras son propiamente ojeras, cortesía de los chicos del gas. Si yo los aborrezco, ella los considera objetivo militar. Me ha costado trabajo convencerla de la inutilidad de hacernos con un rifle de mira telescópica, puesto que desde aquí no alcanzamos a verlos, y tampoco parece buena idea invertir en la compra de un lanzagranadas. Hoy que el planeta entero se pregunta si en adelante hemos de convivir con el coronavirus, no sé si sea un avance reconocer que estamos resignados a vivir con los gritos de ese par de sociópatas.
No siempre me despiertan, unas veces porque tengo el sueño pesado y otras porque el insomnio se les adelanta. Suele llegar este último por ahí de las cuatro, con el tino de un cobrador impertinente, y rara vez se va antes de las seis. Para esa hora ya leí los periódicos, acabé con las vidas del Toon Blast, alimenté el desprecio por mi especie en el Twitter y me gasté la pila del teléfono, todo ello con un genio endemoniado porque sé de antemano que acabaré durmiendo hasta las putas diez. “¡Esos malditos gaseros!”, rumio en cuanto los oigo y acabo por dejarlos que me arrullen. ¿Verdad, Cuarentenario, que es lo menos que deberían hacer?
En procura de alguna explicación a estos ataques de ansiedad nocturna, me he topado con tres síntomas recurrentes que no pude por menos de reconocer, aunque hasta ahora sólo se presentan de noche (o eso quiero pensar, en nombre de los restos de mi salud mental):
- Gran sensibilidad del sistema nervioso.
- Tristeza habitual.
- Preocupación constante y angustiosa por la salud.
Antes de que te asustes, has de saber que tal es la descripción que brinda el diccionario de la hipocondría. ¿Tengo acaso la culpa de que el insomnio llegue acompañado de toda una pandilla de angustias trepadoras? No esperes que te explique su procedencia, si ni yo mismo sé de dónde vienen; basta con aclarar que son todas idiotas y catastrofistas como las profecías de los desocupados.
“¿No te parece algo rara esa tos?”, susurra una en mi oído, al tiempo que otra insiste en preguntarme cómo es que a tales horas tengo tanto calor. De ahí a dar vueltas necias en torno a ese futuro chocarrero del que medio mundo habla y nadie puede ver, no hay más que un resbalón del raciocinio, ya de por sí afectado por la influencia gaznápira del mal humor y los malos consejos de la paranoia.
Ya en confianza, doctor Cuarentenario, te diré que no siempre maldigo a los del gas. Algunas madrugadas, sólo me quedan ellos para comprobar la feliz inminencia del amanecer y la fuga en tropel de los malos espíritus. Pensándolo de nuevo, les perdono la vida. (No se lo digas a mi correclusa.)
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