El inolvidable Antonio Pereira, fabulador de aquel Bierzo leonés esquina Cunqueiro que tantos nombres geniales dio a la historia del relato español del pasado siglo, pioneros sin duda de lo que con mayor fortuna comercial acabaríamos llamando «realismo mágico», acostumbraba a decir que los mejores escritores son aquellos que cuando escriben realidad parece ficción, y cuando escriben ficción parece realidad. Y quizás sea ese alambicado vínculo el que de alguna forma me fue acercando con el paso de los años a Ray Bradbury, autor al que por mis juveniles prejuicios hacia la etiqueta «ciencia ficción» había evitado en principio.
Pero “cultura es lo que no conocemos, querido joven”, como me enseñó el profesor Tierno Galván en una cordial reprimenda o elegante puesta en mi sitio que guardé como un tesoro el resto de mi vida, y a la fuerza y por pura justicia poética fui llegando poco a poco a quien escribió algunas de las páginas que mejor han sobrevivido el paso, el peso y hasta el poso del tiempo. Este mismo tiempo que por si fuera poco ahora nos pisa sin miramiento alguno. Cruel o cabal ironía del destino, vaya usted a saber. Porque estos días de hiel e incertidumbre viene a celebrarse también el centenario de Ray Bradbury, mientras la llamada realidad supera con creces a toda ficción imaginable; desde luego, hasta hace unos meses uno habría pensado mucho más factible lo acontecido en la fantasía de su gran obra maestra, Fahrenheit 451, que esta devastación o ensoñación colectiva —según a qué lado de la enfermedad te haya tocado la suerte—, que estamos padeciendo.
Buen momento en todo caso para sostener y agitar de nuevo en nuestras manos una obra que contó para su mayor gloria futura con una vibrante versión cinematográfica firmada nada más y nada menos que por el maestro Truffaut, otro miembro más de la sagrada cofradía sentimental al que el capitán Beatty, el jefe de los malos en Fahrenheit 451, para entendernos, hubiera incluido entre los objetivos de su famosa y corrosiva frase lanzada como bola de fuego contra el arrepentido Montag, protagonista de la novela: “Es usted un romántico sin esperanza. Resultaría divertido, si no fuera tan grave”.
Y es que los libros, y en eso tenía su parte de razón el taimado Beatty, son a veces incómodos, te obligan a pensar, replantearte, moverte de tu zona de confort, como se dice ahora; hacen incluso que uno comience a preguntarse y a cuestionarse una serie de cosas que pueden complicarle la vida y, lo que es todavía más grave para la comunidad, complicársela a los demás, cuando es tan fácil dejarse llevar en un sentido único, con una programación única, con una forma de divertirse, de pensar y de actuar únicas. Y así todos felices. De hecho, y cito textual al capitán y sus sabuesos con olor a queroseno quemando libros allá donde los descubren por orden de la ley imperante en un hipotético siglo XXIV: «Incluso en política, si no quieres que un hombre se sienta desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión; enséñale solo uno. Mejor aún, no le muestres ninguno. Lo ideal es que la gente no se preocupe por nada. Y eso somos nosotros, los guardianes de su felicidad».
Siguiendo por esa senda, estaba claro que muy pronto se llegaría a establecer como lema supremo que “un libro es siempre un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo, antes de que el arma se dispare”. Y así desde que el mundo es mundo, ejércitos de pirómanos de variada especie y condición, desde aquel Diocleciano romano que mandó quemar en la Biblioteca de Alejandría todos los libros de alquimia. Todo, en definitiva, lo que no entendamos a las primeras de cambio, lo que no nos cuadre, lo que no nos convenga, lo que no controlemos, lo que se nos escape de las manos que detentan o aspiran a detentar cualquier tipo de poder absoluto y encefalograma plano. Como hizo el cardenal Cisneros con los maravillosos libros de poesía y de ciencia árabes quemados con gran alborozo de llamas y limpieza de sangre en la plaza Bib-Rambla de Granada; como harían los nazis, y comenzando además el aquelarre los propios estudiantes en los patios de las universidades alemanas, detalle que suele obviarse, pero que conviene no olvidar, aunque sea para recordarnos que ese feroz y descabezado “fuego vivo” del que habla Bradbury evocando el famoso verso del poeta Blake —el que sostenía que los poetas debían estar siempre en el lado del demonio, nunca en el de la corrección—, no atañe sólo a los otros, sino a todos, como nos descuidemos, como caigamos o nos dejemos caer en alguna de esas redes de bomberos pirómanos que crecen como hongos y hiedra en la oscuridad en cuanto se descuida la luz de la razón, las bridas de uno mismo.
También las de una condición humana tan propicia a encenderse a las primeras de cambio como a tardar luego un siglo en apagarse. Cruzados de la ignorancia revestidos de filosofía propia y argumentación contundente y lista siempre para comenzar la quema de libros, cuerpos, ideas o alas de cualquier especie. Porque el enemigo existe, existen los demás, existe la habitación de al lado, existen libros para todos los gustos, y porque avivando el odio hacia el opuesto no es tan difícil llegar a esa temperatura de 451 grados Fahrenheit en la que arde el papel.
Bendita hoguera Bradbury, por tanto, y su vigencia año tras año, y por haberlo hecho además con la escritura de un texto que en mitad de su combustión no escatima derroche y emoción de la mejor poesía, capaz de detenerse en el sabor de la lluvia, la alabanza de los porches que invitan a charlar, discutir y poner en común más allá de los muros de cada uno, o en ese final apoteosis con esos seres escondidos en el bosque que han sido capaces de aprender cada uno de ellos un texto imprescindible de la literatura universal para que no se olviden nunca sus enseñanzas, ficción o realidad, su armonía incómoda, sus ganas de saber, saber, saber sin fin, porque cultura, como decía Tierno Galván, no es acumular conocimientos, sino estar abierto a sumar nuevos enfoques, nuevos criterios, nuevos opuestos también.
Poética de la intemperie, y mucho más aún de la rebeldía. Algo que ya podía preverse desde la única cita que encabeza el texto, y que es digna de clavarse con chincheta en nuestro corcho del alma, de esos que se llevaban antes, como tantas otras citas de nuestro amado y bastante olvidado Juan Ramón Jiménez: “Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado”.
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